Ecos de un futuro distante: Rebelión (27 page)

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Authors: Alejandro Riveiro

Tags: #Ciencia ficción

BOOK: Ecos de un futuro distante: Rebelión
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—¡Narval! Desde luego que estoy listo, vamos a agenciarnos esta roca y a volver cuanto antes a Modea. Tengo ganas de terminar con esto de una vez.

Pero en realidad, aquellas no eran las palabras que fluían por su mente. No sabía cómo, pero sabía que tenía que contarle lo que había sucedido entre Adrius y él. No quería cargar con un sentimiento de culpa insostenible. Armándose de valor, decidió que, siguiendo el consejo de su pareja, tenía que darle las malas nuevas a su amigo:

—Hay algo de lo que tengo que hablarte.

—¿De qué se trata?

—Es sobre Adrius —dijo Ahrz.—. He estado hablando con ella.

Él le miró inquisitivo, cuando de repente, los dos hombres escucharon el frío silbido de un proyectil lanzado desde los bosques cercanos. Inmediatamente se montó un dispositivo de defensa. Estaban siendo atacados. Los lomarianos no sólo sabían exactamente cuál era su posición, si no que además parecían perfectamente armados. Rápidamente, de los bosques, comenzaron a salir incontables enemigos. Había cientos, y, a juicio de Ahrz, debían de ser el doble o triple que los humanos. La ráfaga de plasma fue feroz. Varias decenas de soldados humanos cayeron al suelo antes de que ningún capitán diera orden de fuego.

No fue necesaria. Una voz desgarrada, anónima, gritó aquella orden a la que respondió una masa enfurecida y acobardada a partes iguales. Sus camaradas habían caído en combate, y el resto de reclutas no estaban dispuestos a compartir su destino. Ahrz y Narval no tuvieron tiempo de proseguir su conversación.

El ejército apenas se había desplazado unas decenas de metros desde el punto en el que las naves de transporte habían aterrizado. Los lomarianos estaban perfectamente preparados, y parecían haber desarrollado una estrategia maestra para hacer frente al ataque.

—Pensaba que estos alienígenas estaban desorganizados —gritó un recluta.

—Esto no es para lo que nos habían preparado —respondió otro.

—Guarden la compostura —gritó el capitán de Ahrz.—. Estamos enfrentándonos a un ataque mucho mayor de lo que esperábamos. Pero no tenemos que agachar la cabeza. ¡Vamos a por ellos y vamos con todas nuestras fuerzas! —ordenó.

El resto de capitanes enviaron aquella misma orden a sus soldados. Pero fue en vano. Aunque el ejército comenzó a adentrarse en el bosque, aquella resultó ser una trampa mortal. Los defensores se habían apostado también en las profundas ramas de los árboles, aprovechando así una potente defensa natural que les permitía atacar como francotiradores, eliminando a sus oponentes de manera selectiva, rápida y limpia. Los efectivos humanos se iban mermando poco a poco.

—¡No sé quién nos ha puesto sobre aviso, Mogosh, pero nos ha ayudado a defender Nelder! —gritó Larat, un lomariano que estaba en el corazón de la batalla.

—Nuestro invitado tendrá los honores que merece cuando volvamos a la capital —gritó Mogosh, el líder de la defensa.

Lo que ninguno de los miembros del imperio de Ilstram sabía era que sus enemigos habían sido puestos bajo aviso por alguien que conocía de primera mano todo lo que estaban tramando para hacerse con la capital de su agonizante imperio.

Aquellos espigados seres, de rasgos claramente reptilianos, luchaban con ferocidad. Auspiciados por la llegada de un igual, de un lomariano, que aunque no se había identificado, no había sido parco en detalles sobre lo que se avecinaba sobre su imperio. No hizo falta mucho convencimiento por parte de aquel extraño visitante para empujar a sus congéneres a preparar una defensa muy numerosa con todos los suyos que todavía pudiesen llegar desde los planetas cercanos. Estaban acostumbrados a defenderse de los imperios crecientes, de los gobernantes despiadados que querían hacerse con su trozo del pastel de su decadente reino. Pero atacar Nelder, atacar la capital, el último bastión de su tecnología y su sociedad, era ir demasiado lejos. Mogosh no entendía qué motivaba a Ilstram, un Imperio generalmente pacífico, a lanzarse a la conquista de uno de sus planetas, y mucho menos, la capital del mismo. Había oído hablar de la desaparición del emperador, un humano que se caracterizaba por haberse centrado en el desarrollo de su sociedad y el bienestar de sus ciudadanos dejando a un lado los progresos militares que habían caracterizado a su antecesor. Sin embargo, el ascenso temporal al poder de su mariscal parecía haber puesto a los hombres de aquel imperio de vuelta en la senda bélica.

La batalla se había detenido casi por completo en las inmediaciones de aquel frondoso bosque que les separaba de la capital. Ahrz sentía un desasosiego enorme, cada vez tenía más dudas de que fuesen a salir victoriosos de aquel ataque, que se suponía iba a ser un paseo triunfal porque los lomarianos no podrían oponer resistencia. Pero su enemigo estaba allí, y muy bien organizado. Las bajas en su bando eran cada vez más numerosas. La superioridad numérica y sobre el terreno de los nativos estaba inclinando la balanza rápidamente a su favor.

—Capitán, si seguimos así nadie saldrá con vida de este infierno —gritó el de Antaria.

—¡Manteneos juntos!, centraos en los que están en los árboles y no os quedéis aislados. No tendrán piedad con vosotros —vociferó su capitán.

El ataque era incesante, y aunque volvían a avanzar lentamente por el bosque, cada palmo de tierra se conquistaba con un enorme gasto en vidas. Habían debido perder la mitad de sus fuerzas, y cada vez era más evidente, en su opinión, que iban a morir allí mismo si nadie ordenaba la retirada. Poco importaba ya la conquista de aquel pedrusco, la batalla se estaba convirtiendo lentamente en una lucha sin cuartel por la supervivencia de cada individuo. Narval y Ahrz se encontraron pegados espalda con espalda, atacando entre los árboles a los numerosos alienígenas que no dejaban de lanzar ráfagas de plasma sobre ellos. El ejército estaba siendo rodeado, no habría escapatoria a menos que decidiesen volver a las naves.

—¡Retirada!, ¡retirada! ¡Volved a vuestras naves! ¡No podemos ganar! —gritó uno de los capitanes.

El ejército dio media vuelta sobre si mismo, intentando abrir una vía de escape hacia las naves de transporte que se encontraban apenas unos centenares de metros.

—¿Cuánto tiempo llevamos aquí? —preguntó Narval a su compañero.

—No lo sé —respondió el de Antaria— pero no nos quedará mucho más si seguimos así. Tenemos que escapar de aquí. Tengo que contarte lo de Adrius.

—¿Por qué tienes tanto empeño en hablarme de ella Ahrz? ¿Por qué ahora? —dijo Narval.

El ex-minero meditó en silencio, mientras seguían avanzando lentamente hacia las naves, apenas quedaban unos pocos cientos de reclutas, no podía deshacerse de aquel sentimiento de culpa ni siquiera en una situación de vida o muerte. Quizá, porque sabía que si él caía en combate, sería su amigo quien se tendría que enfrentar a la triste realidad de contarle a la mujer lo que había sucedido.

—Es sobre sus sentimientos… Tenías razón, ella no está enamorada de ti.

—No me estás diciendo nada nuevo, amigo mío. Sabes que me gusta, pero, por mucho que tú quisieses ver lo contrario, estaba claro que ella no tenía interés en mí. Tiene a miles de hombres para elegir, ¿por qué iba a quedarse conmigo?

—Esa es la parte delicada… —el ex-minero dejó de disparar y se giró para mirar a la cara a su amigo.—. Adrius está enamorada de mí.

Y de manera casi automática, Narval dejó de disparar, se giró, y le miró extrañado:

—¿Pero tú la quieres?

—Sí… —dijo su amigo, casi avergonzado— tienes razón, muchos hombres se han fijado en ella. Yo no soy una excepción.

—¿Estáis juntos?

—Desde hace tres días… Lo siento, quizá tenía que habértelo dicho antes. Ya sé que esta no es la mejor situación.

Narval guardó silencio durante unos segundos, y después, sorprendiendo a Ahrz, rompió a reír, su amigo estaba alegre:

—¿Por qué te ríes? —le preguntó el de Antaria— si acabo de decirte que la mujer a la que amas quiere a tu amigo…

Su compañero puso su mano sobre su hombro, y sonriente le dijo:

—Porque ahora me has dado un motivo para luchar. Porque si salimos de aquí con vida, un amigo mío podrá ser feliz con una mujer fantástica. Ahrz, eso es algo por lo que vale la pena luchar, todavía más que por la propia supervivencia.

Y girándose, comenzó a disparar de nuevo, gritando:

—¡Pensad en todos aquellos a los que protegeríais, en vuestros seres queridos, en vuestros amigos! —gritó Narval— si no salimos de aquí con vida, alguien tendrá que decirles lo que ha pasado. ¡Lleguemos a las naves y salgamos de aquí! ¡Por nuestros seres queridos! ¡Por Ilstram!

Y aquella mermada multitud respondió al unísono, disparando con todavía más furia y certeza que antes. Aquel hombre les había recordado a todos que había alguien valioso en sus vidas por quienes deberían luchar.

De repente, los dos hombres se quedaron quietos. Oyeron el ruido de algo que caía contra una rama, o mejor dicho, se apoyaba. Era un lomariano que miraba desafiante a los que se encontraban allí abajo. Vociferó algo que no pudieron entender, y de repente, los enemigos que les cerraban el paso hacia las naves se hicieron a un lado.

—No puede ser tan sencillo —dijo Ahrz en voz alta—. No nos dejarían retirarnos como si nada…

—No es el momento de dudar, corre —le dijo su amigo.

Ambos hombres echaron a correr colina abajo, de vuelta a las naves de transporte. Pero de repente, una potente explosión detuvo en seco a los reclutas. Varias decenas habían muerto en aquel potentísimo ataque. Se giraron al unísono, y vieron que los lomarianos iban lanzados a por ellos con una especie de gigantesco y potente cañón. Intentaron continuar su avance hacia las naves de transporte, pero una nueva detonación les dio la confirmación de que sus enemigos no estaban dispuestos a dejarles salir con vida. Lo que más perturbaba a Ahrz era aquel individuo, aquel alienígena que sin tomar parte en el combate seguía mirándoles desde lo alto de las ramas de un árbol cercano, desafiante, sujetándose con sólo una mano al tronco. No podía evitar pensar que aquel ser, de alguna manera, era el auténtico líder de toda aquella operación de defensa. Aunque ni siquiera portara un arma.

—Capitán, no nos dejarán escapar mientras tengan esa cosa con ellos —gritó un recluta.

—No podemos hacerles frente, recluta. Tendremos que intentar escapar como podamos —gritó uno de los pocos capitanes que quedaban con vida.

En un principio, el de Antaria no se había dado cuenta, pero a medida que avanzaba se percató de que algunos hombres se iban quedando rezagados. Casi había llegado a la nave de transporte, cuando vio que entre aquellos reclutas que habían vuelto sobre sus pasos y se estaban encaminando hacia los lomarianos estaba su amigo.

—¡Narval! ¿Dónde vais? —le gritó.

Él se giró, y le respondió:

—Los que estamos aquí no tenemos nadie que nos llore en nuestro imperio. Mis padres murieron hace años, y no tengo hermanos. Vosotros, Ahrz, tenéis gente que se preocupará. Os daremos una vía de escape. Los detendremos lo suficiente para que podáis salir con vida. O por lo menos lo intentaremos, —y girándose al resto de hombres que estaban con él, gritó— ¿verdad? —a lo que los demás respondieron al unísono.

—No deis vuestras vidas en vano —gritó un recluta cerca del de Antaria.—. Aún podemos escapar. No tenéis por qué quedaros aquí.

Fue otro hombre que se había quedado con el amigo del ex-minero, el que les contestó desde la lejanía:

—Estos alienígenas no nos dejarán escapar con vida. Si podemos hacer que algunos logréis huir, por lo menos alguien podrá contar lo que ha pasado aquí. De otra manera, no habrá nadie que lo consiga.

Como testimonio de lo que aquel desconocido había dicho, la primera nave de transporte que comenzaba a ascender explotó en medio de una enorme deflagración de aquel extraño cañón. Estaban dispuestos a exterminarles. Sin dudarlo, el resto de lomarianos reanudaron su fuego contra los mermados humanos que ya sólo esperaban conseguir escapar de aquella trampa mortal.

Narval se había convertido en el líder improvisado de aquella pequeña resistencia que estaba dispuesta a sacrificar sus vidas para permitir que el resto pudieran huir. Se giró una última vez hacia su buen amigo, y gritó:

—¡Ahrz, huid ahora! Les detendremos lo suficiente.

—¡Narval no lo hagas! ¡No mereces morir así! —gritó él.

—Nadie lo merece. Pero si con ello consigo que tengas una oportunidad de vivir, de hacerla feliz. No será un sacrificio en vano. Prométeme que la harás feliz. Sólo te pido eso, que la mujer a la que los dos amamos sea feliz y no tenga que llorar tu muerte. Permíteme que la deje ser feliz a tu lado.

—No podré cargar con ese peso sólo Narval. No lograré aceptar lo que quieres hacer por nosotros. —Dijo Ahrz visiblemente compungido.

—Sé que lo harás, ¡ahora huye de una vez! —le respondió su amigo en la lejanía.

Girándose hacia sus hombres, su amigo dio la orden de guerra final. Era el momento que el de Antaria no quería ver llegar. Aquellos hombres, aquel puñado de valientes que no tenían familiares ni seres queridos que llorasen sus muertes, estaban dispuestos a lanzarse en una misión suicida; esperando así que aquellos que sí tenían quienes les esperasen tuviesen una nueva oportunidad de vivir.

La batalla se había recrudecido enormemente mientras los dos hombres habían intercambiado palabras. Apenas quedaban unas pocas decenas de hombres con Narval, y otras tantas junto a Ahrz y su capitán, el único superviviente de todos los capitanes de regimientos que les habían acompañado.

—A mi señal —gritó su líder— subiremos a las naves de transporte y huiremos lo más rápido posible.

Todos esperaron expectantes, mientras aquellos hombres daban los últimos pasos hacia lo alto de la colina. La resistencia lomariana era feroz, pero si conseguían hacer detonar la base del soporte del cañón, serían capaces de al menos permitir que algunos pudieran sobrevivir. En el árbol, aquella misteriosa figura seguía mirando impasible. Era el artífice de la defensa lomariana, el visitante inesperado que había dado a aquella raza en extinción la oportunidad de proteger su planeta principal de un ataque despiadado que tenía como objetivo su dominación total. Aquel malevolente ser, en realidad, tenía su propia agenda, poco le importaban los lomarianos. Pero había centrado su atención en aquel humano que parecía haberse erigido en líder improvisado del ataque. Aquel humano que, protegido por los suyos, acababa de llegar al soporte del cañón y había colocado una carga explosiva en él. Fue suficiente para que los defensores ya no pudieran exterminar a los demás. La pequeña explosión provocó que el cañón se precipitase sobre un nutrido grupo de alienígenas que permanecía en su lado derecho. Aquello irritó especialmente al extraño visitante que se mantenía desafiante en el árbol. Si hubiese sido por él, hubiera destruido aquellas naves con sus propias manos, pero sabía que no era el momento de revelar su identidad ni exponer todo su poder. Llegaría ese día, pero ciertamente, no sería en favor de un planeta que de todos modos estaba condenado a caer bajo el yugo opresor de otro imperio; ni en favor de la especie a la que él mismo había condenado a desaparecer.

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