—Ya veo. ¿A qué distancia habéis dicho que queda la casa del conde?
—No os lo he dicho. Está a unas quince leguas.
—Un tipo de Venne afirmó que estaba a cuarenta leguas de la ciudad —objetó Kurik.
El aldeano bufó con desdén.
—Las gentes de ciudad ni siquiera saben qué es una legua. No puede haber más de treinta de Venne a Ghasek.
—Anoche vimos una persona en el bosque —refirió Kurik con aire conversador—. Llevaba un sayo negro, con la capucha levantada. ¿Podría tratarse de uno de vuestros vecinos?
El rostro del hombre cobró una mortal palidez.
—Nadie de por aquí lleva ese tipo de ropa —dijo lacónicamente.
—¿Estáis seguro?
—Ya me habéis oído. He dicho que nadie de esta zona viste de esa manera.
—Entonces debió de ser algún viajero.
—Sería eso. —Su tono era otra vez hostil y su mirada, extraña.
—Gracias por dedicarnos parte de vuestro tiempo, compadre —le agradeció Sparhawk, volviendo grupas para abandonar el pueblo.
—Sabe más de lo que dice —observó Kurik cuando pasaban delante de las últimas casas.
—En efecto —acordó Sparhawk—. No ha caído en las garras del Buscador, pero tiene mucho miedo. Aligeremos el paso. Quiero dar alcance a los otros antes de que oscurezca.
Se reunieron con sus amigos cuando el cielo se teñía con los tonos rojizos del crepúsculo y establecieron el campamento junto a un silencioso lago de montaña a corta distancia del camino.
—¿Creéis que va a llover? —preguntó Kalten después de la cena, cuando estaban sentados alrededor del fuego.
—No lo mentéis —dijo Talen—. Acabo de secarme toda la lluvia que nos cayó encima en Lamorkand.
—Siempre cabe la posibilidad, desde luego —admitió Kurik en respuesta a la pregunta de Kalten—. Es la época del año más propicia, pero no noto mucha humedad en el aire.
Berit llegó del lugar donde habían atado los caballos.
—Sir Sparhawk —anunció en voz baja—, se acerca alguien.
Sparhawk se puso en pie.
—¿Cuántos?
—Sólo he oído un caballo. Viene del lado adonde nos dirigimos nosotros. —El novicio hizo una pausa—. El jinete está forzando mucho al animal —añadió.
—No es una actitud aconsejable —gruñó Ulath—, teniendo en cuenta la oscuridad y el estado del camino.
—¿Deberíamos apagar el fuego? —inquirió Bevier.
—Me parece que ya lo ha visto, sir Bevier —replicó Berit.
—Veamos si decide detenerse —sugirió Sparhawk—. Un hombre solo no representa una seria amenaza.
—A menos que sea el Buscador —apuntó Kurik, descolgando su maza—. Vamos, caballeros —dijo con su brusco tono de sargento—, dispersaos y estad preparados.
Los caballeros respondieron al instante a la nota autoritaria de su voz. Todos reconocían intuitivamente el hecho de que Kurik probablemente sabía más sobre refriegas que cualquier componente de las cuatro órdenes. Sparhawk desenvainó la espada, con un repentino sentimiento de orgullo por tenerlo como amigo.
El viajero refrenó la montura en el camino no lejos de su campamento, desde donde podían oírse con claridad los jadeos del animal.
—¿Puedo acercarme? —pidió en la oscuridad el recién llegado con voz aguda, casi histérica.
—Aproximaos, forastero —contestó Kalten después de lanzar una ojeada a Kurik.
El hombre que se presentó ante ellos vestía de forma llamativa, casi chillona. Llevaba un sombrero de plumas de ala ancha, un jubón de satén rojo, calzas azules y botas de cuero hasta la rodilla. De su hombro pendía un laúd y sólo iba armado con una pequeña daga. Su caballo se tambaleaba, dando bandazos, y el propio jinete no parecía hallarse en mejores condiciones.
—Gracias a Dios —dijo el hombre al ver a los caballeros de pie alrededor del fuego.
Vaciló peligrosamente sobre la silla y habría caído si Bevier no se hubiera precipitado a sostenerlo.
—El pobre hombre parece extenuado —observó Bevier—. Me pregunto de qué debía de huir.
—Lobos, tal vez —sugirió Tynian—. Espero que nos lo cuente tan pronto como recupere el aliento.
—Ve a buscarle un poco de agua, Talen —indicó Sephrenia.
—Sí, señora. —El chiquillo tomó un cubo y se encaminó al lago.
—Tumbaos un momento —aconsejó Bevier al desconocido—. Ahora os halláis a salvo.
—No hay tiempo —jadeó el hombre—. Debo deciros algo de vital urgencia.
—¿Cómo os llamáis, amigo? —le preguntó Kalten.
—Soy Arbele, trovador de oficio —respondió—. Escribo poemas y compongo las canciones que interpreto para entretenimiento de señores y damas. Acabo de llegar de la casa de ese monstruo, el conde Ghasek.
—Esto suena muy prometedor —murmuró Ulath.
Talen trajo el cubo de agua, de la que Arbele bebió ansiosamente.
—Lleva su caballo al lago —ordenó Sparhawk al muchacho—. No lo dejes beber demasiado al principio.
—De acuerdo —contestó Talen.
—¿Por qué llamáis monstruo al conde? —inquirió Sparhawk.
—¿Qué otra cosa llamaríais a un hombre que encierra a una bella damisela en una torre?
—¿Quién es esa bella damisela? —preguntó Bevier, mostrando un profundo interés.
—¡Su propia hermana! —repuso Arbele con tono ultrajado—. Una dama incapaz de hacer nada malo.
—¿Os explicó por azar cuál era el motivo? —preguntó Tynian.
—Me contó unas cosas desatinadas y vertió graves acusaciones sobre ella. Yo me negué a escucharlo.
—¿Estáis seguro de esto? —La voz de Kalten sonaba escéptica—. ¿Visteis alguna vez a la dama?
—Bueno, no, no en realidad, pero los siervos del conde me hablaron de ella. Dijeron que es la mujer más hermosa de la región y que el conde la encerró en esa torre cuando regresó de un viaje. Me ha echado a mí y a todos los criados del castillo y ahora se propone mantener prisionera a su hermana en esa torre durante el resto de su vida.
—¡Monstruoso! —exclamó Bevier, con los ojos chispeantes de indignación.
Sephrenia había estado observando con atención al trovador.
—Sparhawk —lo llamó, haciéndole señas para que se alejara del fuego.
Ambos se apartaron, seguidos de Kurik.
—¿De qué se trata? —preguntó Sparhawk una vez que pudieron hablar sin ser oídos.
—No lo toquéis —respondió la mujer— y advertid a los demás de que no lo hagan.
—No comprendo.
—Se lo ve algo raro, Sparhawk —señaló Kurik—. Tiene una mirada extraña y habla demasiado deprisa.
—Está infectado por algo —aseveró Sephrenia.
—¿Una enfermedad?
Sparhawk se estremeció al escuchar de sus labios aquella palabra que, en un mundo azotado por las epidemias, resonaba en la imaginación de las gentes como una señal de perdición.
—No en el sentido a que os referís —replicó la estiria—. Esta no es una dolencia física. Algo le ha contaminado la mente…, algo maligno.
—¿El Buscador?
—Me parece que no. Los síntomas no son iguales. Tengo el firme presentimiento de que puede ser contagioso, de modo que mantenedlos a todos alejados de él.
—Este habla —observó Kurik— y no tiene la cara imperturbable. Creo que tenéis razón, Sephrenia. Sin duda no es el Buscador, sino algo distinto.
—Es muy peligroso —advirtió la mujer.
—No por mucho tiempo —dijo con ferocidad Kurik, tendiendo la mano hacia la maza.
—¡Oh, Kurik! —exclamó la mujer con voz resignada—. Dejad eso. ¿Qué diría Aslade si se enterara de que habéis estado asaltando a indefensos viajeros?
—No tenemos por qué contárselo, Sephrenia.
—¿Cuándo llegará el día en que los elenios dejen de pensar con sus armas? —preguntó con exasperación la mujer, antes de agregar algo en estirio cuyo sentido no captó Sparhawk.
—¿Cómo decíais? —inquirió.
—No importa.
—Hay un problema —afirmó gravemente Kurik—. Si lo del trovador es contagioso, Bevier ya lo tiene también. Lo ha tocado cuando se caía del caballo.
—No perderé de vista a Bevier —prometió la mujer—. Tal vez la armadura lo ha protegido. Lo sabré con más certeza dentro de un rato.
—¿Y Talen? —preguntó Sparhawk—. ¿Ha tocado al trovador al llevarle el agua?
—Me parece que no.
—¿Podríamos curar a Bevier si se ha contagiado? —inquirió Kurik.
—Ni siquiera sé todavía de qué se trata. Lo único que me consta es que algo se ha adueñado de ese trovador. Regresemos y tratemos de mantener a los otros apartados de él.
—Os encomiendo, caballeros de la Iglesia —los exhortaba el trovador con voz estridente— que cabalguéis en el acto hacia la morada del malvado conde. Castigadlo por su crueldad y liberad a su hermosa hermana de su inmerecido calvario.
—¡Sí! —acordó Bevier lleno de fervor.
Sparhawk dirigió una rápida mirada a Sephrenia y ésta asintió para advertirle de que estaba contagiado.
—Quedaos con él, Bevier —indicó al arciano—. El resto venid conmigo.
Se alejaron del fuego y Sephrenia los puso al corriente de la situación.
—¿Y ahora Bevier también lo tiene? —le preguntó Kalten.
—Me temo que sí. Ya está comenzando a comportarse de manera irracional.
—Talen —dijo Sparhawk—, cuando le has alcanzado el cubo de agua, ¿lo has tocado?
—Me parece que no —respondió el chiquillo.
—¿Ardes en deseos de ir por ahí salvando a doncellas en apuros?
—¿Yo? Seamos serios, Kurik.
—Está bien —dictaminó Sephrenia con alivio.
—Bien —inquirió Sparhawk—, ¿qué hacemos?
—Iremos a Ghasek con la menor dilación posible —repuso la mujer—. He de averiguar la causa de la infección para poder curarla. Debemos entrar a toda costa en ese castillo…, incluso a la fuerza si es preciso.
—Está en nuestras manos hacerlo —aseguró Ulath—, pero ¿qué vamos a hacer con ese trovador? Si es capaz de contagiar a otra gente sólo con tocarlos, es posible que regrese encabezando un ejército.
—Hay una manera muy sencilla de impedirlo —afirmó Kalten, llevando la mano a la empuñadura de la espada.
—No —lo cortó Sephrenia—. Lo dormiré. Unos cuantos días de descanso no le vendrán mal. —Asestó una severa mirada a Kalten—. ¿Por qué recurrís primero a la espada ante cualquier problema?
—Será un exceso de entrenamiento, supongo —contestó con un gesto displicente.
Sephrenia comenzó a pronunciar el encantamiento, moviendo los dedos, y luego lo liberó lentamente.
—¿Qué hay de Bevier? —preguntó Tynian—. ¿No sería una buena idea dormirlo también?
La mujer negó con la cabeza.
—Ha de estar en condiciones para cabalgar. No podemos dejarlo aquí. Limitaos a no acercaros tanto a él como para que pueda tocaros. Yo ya tengo suficientes problemas.
Volvieron al lado del fuego.
—El pobre se ha quedado dormido —les informó Bevier—. ¿Qué vamos a hacer al respecto?
—Mañana por la mañana iremos a Ghasek —respondió Sparhawk—. Oh, una cosa, Bevier —agregó—, sé cuán indignado os sentís por esto, pero intentad mantener el control de vuestras emociones cuando lleguemos allí. Conservad la mano alejada de la espada y la lengua atada. Es mejor que primero observemos cuál es la situación antes de pasar a la acción.
—Eso es lo más prudente, supongo —admitió a regañadientes Bevier—. Fingiré una enfermedad al llegar allí. No estoy seguro de que pueda contener mi furia si he de mirar demasiadas veces a la cara a ese monstruoso conde.
—Buena idea —convino Sparhawk—. Tapad con una manta a este amigo nuestro y acostaos. Mañana será una dura jornada.
Después de que Bevier hubo entrado en su tienda, Sparhawk habló en voz baja a sus compañeros.
—No despertéis a Bevier para que monte guardia esta noche —los previno—. No quiero que se le ocurra partir a caballo por su cuenta.
A la mañana siguiente aún persistían las nubes, formando una densa capota gris que entenebrecía la aurora que despuntaba sobre el melancólico bosque. Después de desayunar, Kurik plantó con palos una lona por encima del trovador dormido.
—Por si llueve —dijo.
—¿Está bien? —preguntó Bevier.
—Sólo está agotado —contestó evasivamente Sephrenia—. Dejad que duerma.
Montaron y volvieron al tortuoso camino. Sparhawk impuso un trote al principio para calentar las monturas y luego, al cabo de media hora, puso a
Faran
al galope.
—Mirad bien el camino —advirtió a los demás—. No sea que después tengamos algún caballo cojo.
Cabalgaron velozmente por el lóbrego bosque, haciendo breves paradas de tanto en tanto para dar descanso a las monturas. A medida que avanzaba el día, comenzaron a oír por el lado oeste truenos que anunciaban una inminente tormenta, lo cual avivó su deseo de llegar al cuestionable refugio de la casa de Ghasek.
Ya en las proximidades del castillo del conde, pasaron por pueblos abandonados que habían quedado en ruinas. Los oscuros nubarrones corrían por el cielo y los distantes truenos se acercaban cada vez más.
Al declinar la tarde, tras bordear una curva avistaron el gran castillo encaramado en un risco al otro lado de un desolado campo donde se arracimaban unas casas hundidas, como temerosas de la desapacible estructura que se cernía sobre ellas. Sparhawk refrenó a
Faran
.
—No subamos al galope —recomendó—. Es mejor no dar pie a que malinterpreten nuestras intenciones.
Atravesaron el campo al trote y, cruzando el pueblo, se aproximaron a la base del recortado cerro, el cual ascendieron por un estrecho sendero.
—Un lugar triste —comentó Ulath, echando atrás la cabeza para observar el melancólico edificio que coronaba el risco.
—La verdad es que no contribuye a generar gran entusiasmo por esta visita —acordó Kalten.
La senda que seguían los condujo a una puerta atrancada, la cual golpeó Sparhawk con el puño revestido de acero.
Esperaron, pero nada ocurrió.
Sparhawk volvió a llamar.
Al poco rato se abrió una ventana en el centro de la puerta.
—¿Quién es? —preguntó una voz cavernosa.
—Somos viajeros —respondió Sparhawk— y buscamos refugio ante la tormenta que se avecina.
—La casa está cerrada para los forasteros.
—Abrid la puerta —conminó Sparhawk—. Somos caballeros de la Iglesia y la negativa a acceder a nuestra razonable demanda de cobijo es una ofensa contra Dios.
El hombre que se encontraba al otro lado de la puerta vaciló.
—Debo pedir permiso al conde —anunció de mala gana con voz lúgubre.