—Mis disculpas, caballero —se excusó—. El idiota de mi hijo no sabía con quién hablaba. Yo venero a la Iglesia y honro a sus caballeros. Ruego y espero que no os hayáis ofendido.
—De ningún modo, mi señor —lo apaciguó Kurik—. Vuestro hijo y yo estábamos a punto de resolver nuestras diferencias.
El aristócrata torció el gesto.
—Gracias a Dios que he llegado a tiempo. Apenas puedo considerar como hijo a ese estúpido, pero su madre se habría afligido mucho si os hubierais visto obligado a cortarle la cabeza.
—Dudo que hubiéramos llegado a tal extremo, mi señor.
—¡Padre! —se indignó horrorizado el joven desde el suelo—. ¡Me habéis pegado! —Le manaba un hilillo de sangre de la nariz—. ¡Se lo diré a madre!
—Bien. Estoy seguro de que quedará muy impresionada. —El noble miró con gesto de disculpa a Kurik—. Excusadme, caballero. Creo que necesita hace tiempo un trato de mano dura. —Asestó una dura mirada a su hijo—. Vuelve a casa, Jaken —ordenó fríamente—. Cuando llegues allí, prepara el equipaje de esta pandilla de inútiles parásitos y mándalos a paseo. Quiero que estén fuera de la finca antes de esta noche.
—¡Pero si son mis amigos! —gimió su hijo.
—Bueno, no son los míos. Deshazte de ellos. Tú también harás las maletas. No te molestes en llevarte ricos atuendos, porque vas a ir a un monasterio. Los hermanos son muy estrictos y ellos se ocuparán de tu educación…, respecto a lo cual he demostrado por lo visto gran negligencia.
—¡Madre no os lo permitirá! —exclamó el joven, palideciendo.
—Ella no tiene nada que decir en todo esto. Tu madre nunca ha sido para mí más que un inconveniente secundario.
—Pero… —El rostro del mocoso se desencajaba por momentos.
—Me pones enfermo, Jaken. Eres el peor remedo de hijo con que haya sido castigado un hombre. Presta atención a las enseñanzas de los monjes. Tengo algunos sobrinos mucho más aventajados que tú. Tu herencia no está tan segura y podría ser que te quedaras como monje para el resto de tus días.
—No podéis hacer eso.
—Sí, en verdad sí puedo.
—Madre os castigará.
La risa del aristócrata era escalofriante.
—Tu madre ha empezado a cansarme, Jaken —aseveró—. Es inmoderada en sus deseos, regañona y bastante estúpida. Ella te ha convertido en algo que preferiría no tener que ver. Además, ya no es muy atractiva. Me parece que la enviaré a un monasterio para que acabe de pasar allí su vida. La oración y el ayuno tal vez le abrirán las puertas del cielo, y es mi obligación como amante esposo enderezar su espíritu, ¿no crees?
Jaken, cuyo semblante había abandonado todo resto de desdén, comenzó a temblar violentamente al ver venirse abajo todo su mundo.
—Veamos, hijo mío —continuó con desprecio el aristócrata—, ¿harás lo que te digo o habré de permitir que este caballero de la Iglesia te aplique el castigo que tanto mereces?
Kurik volvió a entrar en escena desenvainando lentamente la espada de Bevier, la cual emitió un desagradable sonido con el roce de la funda.
El joven se apartó a gatas.
—Tengo una docena de amigos conmigo —amenazó con voz chillona.
Kurik miró de pies a cabeza a los consentidos vástagos y luego escupió al suelo.
—¿Y bien? —inquirió, moviendo el escudo y flexionando el brazo con que empuñaba la espada—. ¿Querríais conservar su cabeza como recuerdo, mi señor? —preguntó educadamente al noble.
—¡No sois capaz! —Jaken estaba a punto de desmoronarse.
Kurik hizo avanzar el caballo al tiempo que su espada relumbraba de manera inquietante a la luz del sol.
—Poned a prueba mi brazo —lo retó con un tono tan imponente que habría amedrentado hasta a las propias piedras.
Con la mirada desorbitada, el joven se apresuró a montar y partió a la carrera seguido de sus sicofantes ataviados de satén.
—¿Era más o menos ésa la idea que teníais, mi señor? —preguntó Kurik al noble.
—Ha sido perfecto, caballero. Hace años que quería hacerlo yo mismo. —Exhaló un suspiro—. El mío fue un matrimonio de conveniencia, caballero —confesó a modo de explicación—. La familia de mi esposa tenía un título nobiliario, pero estaba completamente endeudada; la mía tenía capital y tierras, pero nuestro título no era gran cosa. Nuestros padres lo consideraron un sensato intercambio, pero ella y yo apenas si nos dirigimos la palabra. La he evitado en la medida de lo posible. He buscado solaz en otras mujeres, aunque me avergüence haber de admitirlo. Hay muchas jóvenes damas complacientes…, si uno es un hombre importante. Mi esposa ha hallado consuelo en ese abominable mocoso que acabáis de ver, aparte del cual dispone de pocas distracciones, la principal de las cuales es amargarme la vida por todos los medios posibles. Me temo que no he sabido cumplir con mi deber.
—Yo también tengo hijos, mi señor —le confió Kurik mientras todos reemprendían la marcha—. La mayoría de ellos son buenos chicos, pero hay uno que me ha supuesto una gran decepción.
Talen alzó los ojos al cielo, pero no dijo nada.
—¿Vais muy lejos, caballero? —inquirió el noble con evidentes ansias por cambiar el tema de conversación.
—A Venne —respondió Kurik.
—Un largo trecho de camino. Tengo una mansión de recreo cerca del límite occidental de mi propiedad. ¿Podría ofreceros sus comodidades? Llegaríamos a ella antes del ocaso y hay criados que pondría a vuestra disposición. —Torció el gesto—. Os brindaría la hospitalidad de la casa solariega, pero me temo que esta noche habrá demasiado ruido allí. Mi mujer tiene una voz estridente, y no va a avenirse de buen grado a ciertas decisiones que he tomado esta tarde.
—Sois muy amable, mi señor. Será un honor aceptar vuestra hospitalidad.
—Es lo mínimo que puedo hacer para compensar el comportamiento de mi hijo. Ojalá supiera qué disciplina aplicarle para enmendarlo.
—Yo siempre he obtenido buenos resultados con una correa de cuero, mi señor —sugirió Kurik.
El aristócrata rió con sarcasmo.
—Posiblemente no sea una mala idea, caballero —convino.
Cuando la soleada tarde tocaba a su fin llegaron a la opulenta mansión de recreo. El aristócrata dio instrucciones a los criados y luego volvió a montar a caballo.
—Me quedaría aquí con gusto, caballero —aseguró a Kurik—, pero creo que será mejor que regrese a casa antes de que mi esposa rompa todos los platos de la casa. Buscaré un acogedor monasterio donde retirarla y viviré apaciblemente mi vida.
—Comprendo bien vuestras razones, mi señor —acordó Kurik—. Buena suerte.
—Dios acompañe vuestro camino, caballero. —El noble volvió grupas y regresó sobre sus pasos.
—Kurik —alabó gravemente Bevier cuando entraban en una de las salas de suelo de mármol de la casa—, habéis rendido honor a mi armadura. Yo hubiera atravesado con mi espada a ese joven al escuchar su segunda observación.
—Es mucho más divertido así, sir Bevier —señaló, sonriendo, Kurik.
La mansión de recreo del noble kelosiano era aún más espléndida por dentro de lo que aparentaba su exterior. Las paredes estaban revestidas con paneles de exóticas maderas exquisitamente labradas, los suelos y las chimeneas eran de mármol y los muebles estaban tapizados con los más finos brocados. El servicio, eficiente y discreto, satisfizo todo lo concerniente a su comodidad.
Sparhawk y sus amigos cenaron opíparamente en un comedor de dimensiones apenas más reducidas que un gran salón de baile.
—Esto es lo que yo llamo vivir. —Kalten suspiró de contento—. Sparhawk, ¿a qué se debe que nosotros no podamos disfrutar de un poco más de lujo en nuestras vidas?
—Somos caballeros de la Iglesia —le recordó Sparhawk—. La pobreza nos curte.
—Pero ¿es necesario soportar tantas penurias?
—¿Cómo os encontráis? —preguntó Sephrenia a Bevier.
—Mucho mejor, gracias —repuso el arciano—. No he escupido sangre al toser desde esta mañana. Creo que mañana podremos avanzar al trote, Sparhawk. El placentero paso que venimos llevando nos hace perder tiempo.
—Sigamos con paso comedido un día más —propuso Sparhawk—. De acuerdo con mi mapa, la zona próxima a la ciudad de Venne es algo escarpada y está muy despoblada, por lo cual es un terreno ideal para emboscadas. Están siguiéndonos, y quiero que vos, Kalten y Tynian estéis en condiciones de defenderos.
—Berit —llamó Kurik.
—¿Sí?
—¿Querréis hacerme un favor antes de que nos vayamos de aquí?
—Desde luego.
—Mañana por la mañana, llevaos a Talen al patio y registradlo concienzudamente. El propietario de esta casa ha sido muy hospitalario y no estaría bien ofenderlo.
—¿Qué os hace pensar que iba a robar algo? —objetó Talen.
—¿Por qué iba a pensar lo contrario? Sólo es una medida de precaución. Hay un gran número de pequeños y valiosos objetos en esta mansión y puede que algunos llegaran a parar por accidente a tus bolsillos.
Las camas de la casa tenían colchones de plumón y eran espaciosas y confortables. Se levantaron al amanecer y tomaron un suculento desayuno. Después dieron las gracias a los criados, subieron a caballo y reemprendieron camino. El sol recién nacido tenía matices dorados y las alondras volaban y cantaban en el cielo. Flauta, sentada en el carro, las acompañó con su música. Sephrenia parecía haber recobrado fuerzas, pero, ante la insistencia de Sparhawk, continuó viajando en el vehículo.
Poco antes del mediodía un grupo de unos cincuenta hombres de fiero aspecto, con cabezas rapadas y vestimenta de cuero, llegaron galopando por una colina cercana.
—Miembros de una tribu de las marcas occidentales —advirtió Tynian, que había estado anteriormente en Kelosia—. Obrad con cautela, Sparhawk. Son muy temerarios.
Los recién llegados bajaron la colina haciendo alarde de soberbias dotes para la equitación. Llevaban unos sables de brutal apariencia en el cinto, lanzas cortas en ristre y escudos circulares en la mano izquierda. Al realizar una súbita señal su cabecilla, la mayoría de ellos refrenaron las monturas con tal brusquedad que éstas patinaron en la hierba. El líder, un hombre delgado con ojos rasgados y cuero cabelludo marcado con cicatrices, dio orden de avanzar a las cinco cohortes. En la falda de la colina, los jinetes viraron súbitamente en un ostensible acto de demostración y los altivos sementales caracolearon en perfecta sincronía. Después, clavando las lanzas en la tierra, los guerreros desenvainaron sus resplandecientes sables con pomposo gesto.
—¡No! —gritó Tynian al ver que Sparhawk y los demás hacían ademán instintivo de desenfundar las espadas—. Esto es una ceremonia. Quedaos quietos.
Los hombres de cráneo rasurado se aproximaron con paso majestuoso y entonces, siguiendo una misteriosa señal, sus caballos doblaron las rodillas de las patas delanteras, efectuando una especie de genuflexión, al tiempo que los jinetes ponían los sables en alto a modo de saludo.
—¡Dios! —musitó Kalten—. ¡Nunca había visto hacer eso a un caballo!
Faran
agitó las orejas y Sparhawk sintió cómo se crispaba de irritación.
—Salve, caballeros de la Iglesia —entonó ceremoniosamente el cabecilla ataviado con cuero—. Os saludamos y nos ponemos a vuestro servicio.
—¿Puedo ocuparme yo de esto? —sugirió Tynian—. Tengo cierta experiencia.
—Obrad libremente, Tynian —acordó Sparhawk, observando la banda de feroces guerreros.
Tynian se adelantó, sujetando con firmeza las riendas de su negro caballo para que mantuviera un paso lento y mesurado.
—Con alegría saludamos a los keloi —declamó formalmente el deirano—. También nos alegra a nosotros este encuentro, pues los hermanos siempre deben cumplimentarse con respeto.
—Conocéis nuestras costumbres, caballero —aprobó el hombre con cicatrices en la cabeza.
—Estuve en el pasado en las marcas occidentales,
domi
—reconoció Tynian.
—¿Qué significa domi? —susurró Kalten.
—Una antigua palabra kelosiana —explicó Ulath—. Significa «jefe»… o algo parecido.
—¿Algo parecido?
—Cuesta mucho traducirlo.
—¿Tomaréis sal conmigo, caballero? —preguntó el guerrero.
—Con gusto,
domi
—respondió Tynian, descendiendo lentamente del caballo—. ¿Y podríamos sazonarlo tal vez con cordero asado? —sugirió.
—Una excelente idea, caballero.
—Ve a buscarlo —indicó Sparhawk a Talen—. Está en ese fardo verde. Y no protestes.
—Antes me mordería la lengua —repuso nerviosamente Talen, rebuscando en el paquete.
—Buen día hace, ¿verdad? —comentó el domi, sentándose con las piernas cruzadas en la lujuriante hierba.
—Eso mismo decíamos hace unos minutos —convino Tynian, tomando asiento a su vez.
—Yo soy Kring —se presentó el hombre de las cicatrices—,
domi
de esta banda.
—Yo, Tynian —contestó el deirano—, un caballero alcione.
—Así me parecía.
Talen se acercó dubitativamente a los dos hombres con una pierna de cordero asado en las manos.
—Una carne bien preparada —proclamó Kring, desatando una bolsa de cuero con sal de la correa—. Los caballeros de la Iglesia comen bien. —Partió la pierna en dos con ayuda de dientes y uñas y tendió la mitad a Tynian, tras lo cual le ofreció la bolsa de cuero—. ¿Sal, hermano?
Tynian introdujo los dedos en el recipiente, sacó un buen pellizco y lo espolvoreó sobre la carne. Después sacudió los dedos a los cuatros vientos.
—Veo que estáis bien versado en nuestras costumbres, amigo Tynian —alabó el domi, imitando el gesto—. Y este excelente chico ¿es vuestro hijo, tal vez?
—Ah, no,
domi
—repuso Tynian con un suspiro—. Es un buen chico, pero es adicto al robo.
—¡Jo, jo! —rió Kring, dando una palmada al hombro de Talen que lo derribó al suelo—. La de ladrón es la segunda profesión más honorable del mundo…, después de la de guerrero. ¿Eres bueno, muchacho?
Talen esbozó una fina sonrisa, entornando los ojos.
—¿Queréis ponerme a prueba, domi? —lo retó, poniéndose en pie—. Proteged cuanto podáis y yo os robaré el resto.
El guerrero echó la cabeza hacia atrás en un acceso de risa. Talen ya se encontraba cerca de él, moviendo las manos con celeridad.
—Bien, mi joven ladrón —dijo riéndose el domi, con las manos tendidas frente a él—, coge lo que puedas.
—Gracias de todos modos,
domi
—replicó Talen con una educada reverencia—, pero ya lo he hecho. Creo que tengo casi todos los objetos de valor que llevabais encima.