—Hacedlo de inmediato, pues.
—No es un comienzo muy alentador, ¿eh? —observó Kalten.
—Los porteros se toman a veces demasiado en serio su función —le contestó Tynian—. Las llaves y las cerraduras producen extraños efectos en el sentido de la proporción de la gente.
Aguardaron mientras los rayos surcaban el cielo púrpura de poniente.
Después, al cabo de lo que se les antojó un largo rato, oyeron el roce de una cadena seguido del sonido de una pesada barra de hierro corrida entre grandes soportes. La puerta gruñó al abrirse, como si lo hiciera a regañadientes.
El hombre de adentro era descomunal. Iba vestido con armadura de cuero de buey y, bajo unas espesas cejas, sus ojos aparecían hundidos. Su prominente mandíbula enmarcaba un rostro adusto.
Sparhawk lo conocía. Lo había visto en una ocasión.
El corredor adonde los llevó el hosco guardián estaba tapizado de telarañas y apenas iluminado con antorchas de vacilante llama dispuestas en aros de hierro a intervalos distanciados. Sparhawk se rezagó deliberadamente para situarse al lado de Sephrenia.
—¿Lo habéis reconocido también? —le susurró.
La mujer asintió.
—Aquí ocurren cosas más terribles de lo que sospechábamos —le respondió en voz baja—. Sed muy prudente, Sparhawk. Esto es peligroso.
—De acuerdo.
En el extremo del pasillo invadido por las telarañas había una pesada puerta cuyos goznes chirriaron al abrirla su silencioso guía. Llegaron al rellano de una curvada escalera que conducía a una amplia estancia abovedada de paredes pintadas de blanco y de suelo de piedra pulida, negra como el azabache, en la que ardía un trémulo fuego cuya luz sólo acompañaba la llama de una vela situada sobre una mesa junto a la arqueada chimenea. Frente a ella estaba sentado un hombre pálido de pelo gris vestido enteramente de negro. Tenía el semblante melancólico y la tez descolorida de quienes apenas salen a la intemperie y presentaba un aspecto algo insalubre, como si fuera víctima de algún misterioso malestar. Estaba leyendo un gran libro encuadernado con cuero a la luz de la vela.
—Las personas de que os he hablado, amo —anunció con su cavernosa voz el criado de prominente mandíbula.
—Muy bien, Occuda —repuso con voz cansina el hombre sentado junto a la mesa—. Prepárales habitaciones. Se quedarán hasta que amaine la tormenta.
—Será como vos decís, amo. —El fornido individuo se giró y volvió a subir las escaleras.
—Muy poca gente viaja hasta esta parte del reino —les comentó el hombre de negro atuendo—. La región está desolada y su población muy mermada. Soy el conde Ghasek y os ofrezco el magro abrigo de mi casa hasta que pase la tormenta. Con el tiempo tal vez lamentéis haber encontrado mi puerta.
—Me llamo Sparhawk —le informó éste, antes de presentar a sus acompañantes.
Ghasek inclinó la cabeza ante cada uno de ellos.
—Sentaos —invitó a sus huéspedes—. Occuda volverá en breve y os preparará un refrigerio.
—Sois muy amable, mi señor de Ghasek —le agradeció Sparhawk, quitándose el yelmo y los guanteletes.
—Es posible que dentro de poco no penséis lo mismo, sir Sparhawk —replicó ominosamente Ghasek.
—Es la segunda vez que insinuáis la existencia de algún problema entre estos muros, mi señor —señaló Tynian.
—Y sin duda no será la última, sir Tynian. La palabra «problema», no obstante, es demasiado suave, me temo. Para hacer honor a la verdad, si no hubierais sido caballeros de la Iglesia, mis puertas habrían continuado cerradas para vosotros. Ésta es una infeliz morada y no es mi intención hacer partícipes de sus penalidades a los desconocidos.
—Pasamos por Venne hace unos días, mi señor —comunicó prudentemente Sparhawk—. Allí corren toda suerte de rumores referentes a vuestro castillo.
—No me sorprende lo más mínimo —contestó el conde, moviendo una temblorosa mano ante el rostro.
—¿Os sentís mal, mi señor? —le preguntó Sephrenia.
—La edad avanzada tal vez, y sólo existe una cura para eso.
—No hemos visto otros criados en vuestra casa, mi señor —observó Bevier, eligiendo con cuidado las palabras.
—Ahora Occuda y yo somos las únicas personas que la habitan, sir Bevier.
—Encontramos a un trovador en el bosque, conde Ghasek —refirió Bevier con tono casi amenazador—. El mencionó el hecho de que tenéis una hermana.
—Debéis de referiros a ese insensato llamado Arbele —conjeturó el conde—. Sí, en efecto, tengo una hermana.
—¿Vendrá a reunirse con nosotros la dama? —inquirió Bevier con tono seco.
—No —respondió concisamente el conde—. Mi hermana está indispuesta.
—Lady Sephrenia es muy ducha en las artes curativas —insistió Bevier.
—La dolencia de mi hermana no es susceptible de cura —afirmó algo tajantemente el conde.
—Basta, Bevier —atajó con tono autoritario Sparhawk al joven cirínico.
Bevier se sonrojó y se levantó de la silla para caminar hasta el otro extremo de la habitación.
—El joven parece muy turbado —observó el conde.
—El trovador Arbele le contó algunas cosas sobre vuestra casa —explicó con franqueza Tynian—. Bevier es arciano, y en ese país son muy emotivos.
—Comprendo —replicó el melancólico aristócrata—. Me imagino el tipo de alocadas invenciones que cuenta Arbele. Por fortuna serán pocos quienes les den crédito.
—Me temo que os halláis en un error, mi señor —disintió Sephrenia—. Las historias que cuenta Arbele son un síntoma de un trastorno que enturbia su razón, y dicho desarreglo es contagioso. Por un tiempo como mínimo, todo aquel a quien encuentre aceptará lo que dice como una verdad absoluta.
—Veo que los brazos de mi hermana alcanzan cada vez más lejos.
De algún lugar alejado de la casa llegó un escalofriante chillido, seguido de repetidas carcajadas de enajenación.
—¿Vuestra hermana? —inquirió Sephrenia.
Ghasek asintió con la cabeza mientras asomaban lágrimas a sus ojos.
—¿Y su enfermedad no es física?
—No.
—No insistamos más, caballeros —indicó Sephrenia—. El tema es doloroso para el conde.
—Sois muy atenta, señora —apreció, agradecido, el conde. Exhaló un suspiro y añadió—: Decidme, caballeros, ¿qué os trae a estos sombríos bosques?
—Hemos venido expresamente a veros, mi señor —le comunicó Sparhawk.
—¿A mi? —El conde parecía sorprendido.
—Vamos en busca de los restos mortales del rey Sarak de Thalesia, que pereció durante la invasión zemoquiana.
—Ese nombre me resulta vagamente familiar.
—Así lo esperaba. Un curtidor de la ciudad de Paler…, un hombre llamado Berd…
—Sí, lo conozco.
—Nos habló de la crónica que estáis reuniendo.
Al conde se le iluminó la mirada y su rostro cobró vida por primera vez desde que habían entrado en la habitación.
—La labor de toda una vida, sir Sparhawk.
—Eso tengo entendido, mi señor. Berd nos informó de que vuestra investigación es bastante exhaustiva.
—Tal vez Berd sea algo generoso en sus apreciaciones —dijo el conde sonriendo con modestia—. Ello no obstante, he recogido gran parte del folklore del norte de Kelosia e incluso de algunas zonas de Deira. La invasión de Otha fue mucho más amplia de lo que comúnmente se cree.
—Sí, eso hemos descubierto. Con vuestro permiso, nos gustaría examinar vuestra crónica con la esperanza de encontrar alguna pista que nos conduzca al lugar donde está enterrado el rey Sarak.
—Desde luego, sir Sparhawk, y yo mismo os ayudaré, pero la hora es tardía y mi crónica es pesada. —Sonrió humildemente—. En caso de que comenzara, podríamos permanecer despiertos durante casi toda la noche. Pierdo toda noción del tiempo una vez que me he enfrascado en sus páginas. Creo que es mejor esperar hasta mañana antes de comenzar.
—Como vos deseéis, mi señor.
Entonces entró Occuda con una gran olla de estofado y una pila de platos.
—Le he llevado la comida, amo —anunció en voz baja.
—¿Hay alguna novedad? —preguntó el conde.
—No, amo. Me temo que no.
El conde suspiró y volvió a adoptar una expresión melancólica.
Las cualidades de cocinero de Occuda parecían limitadas. El estofado que les sirvió apenas era aceptable, pero el conde estaba tan inmerso en sus estudios que por lo visto le tenía sin cuidado lo que le traían a la mesa.
Después de cenar, el conde les dio las buenas noches y Occuda los condujo a sus habitaciones por las escaleras y un largo corredor. Al acercarse a los dormitorios volvieron a oír los gritos de la mujer enloquecida. Bevier contuvo un sollozo.
—Está sufriendo —dijo con voz angustiada.
—No, caballero —lo disuadió Occuda—. Está completamente loca y la gente que se halla en su estado no percibe la realidad de sus circunstancias.
—Me interesaría saber cómo ha llegado un criado a ser tan experto en enfermedades mentales.
—Basta, Bevier —lo atajó otra vez Sparhawk.
—No, caballero —objetó Occuda—. La pregunta de vuestro amigo es pertinente. —Se volvió hacia Bevier—. Durante mi juventud fui monje —dijo—. Mi orden estaba consagrada al cuidado de los enfermos. Una de nuestras abadías había sido convertida en un hospicio para las personas trastornadas, y allí fue donde yo serví. Tuve un continuado contacto con gente que había perdido el juicio y podéis creerme cuando os digo que lady Bellina está irremisiblemente loca.
Bevier pareció perder parte de su aplomo, pero su ademán se endureció casi de inmediato.
—No os creo —espetó.
—Sois muy libre de hacer lo que os parezca, caballero —reconoció Occuda—. Ésta es vuestra habitación —indicó, abriendo la puerta—. Que durmáis bien.
Bevier entró en la estancia y cerró con un portazo.
—Tan pronto como la casa quede en silencio, saldrá en busca de la hermana del conde, lo sabéis, ¿no es cierto? —murmuró Sephrenia.
—Supongo que tenéis razón —acordó Sparhawk—. Occuda, ¿hay algún modo de cerrar con llave esa puerta?
El corpulento kelosiano asintió.
—Puedo afianzarla con una cadena, mi señor —propuso.
—Hacedlo pues, no sea que a Bevier le dé por vagar por los pasadizos de la casa a media noche. —Sparhawk reflexionó un instante—. Será mejor que también pongamos un guardia fuera de su puerta —comunicó a los otros—. Como tiene esa hacha con él, si llega a sentirse desesperado, podría tratar de partir la puerta.
—Sería una situación algo delicada, Sparhawk —opinó dubitativamente Kalten—. Por una parte no queremos herirlo y, por otra, tampoco queremos que nos ataque con esa temible hacha.
—Si trata de salir, habremos de reducirlo —decidió Sparhawk.
Sparhawk fue el último de los caballeros que Occuda acompañó a su dormitorio.
—¿Necesitáis algo más, caballero? —preguntó con cortesía el criado.
—Quedaos un momento, Occuda —le pidió Sparhawk.
—Sí, mi señor.
—Yo os he visto antes.
—¿A mí, mi señor?
—Fue en Chyrellos hace ya cierto tiempo, cuando Sephrenia y yo estábamos vigilando una casa que pertenecía a unos estirios. Os vimos entrar en ese edificio acompañando a una mujer. ¿Era lady Bellina?
Occuda asintió suspirando.
—¿Sabéis que fue lo ocurrido en esa casa lo que la hizo enloquecer? —inquirió Sparhawk.
—Eso era lo que suponía.
—¿Podríais explicármelo todo? No quiero incomodar al conde con penosas preguntas, pero hemos de liberar a sir Bevier de su obsesión.
—Comprendo, mi señor. Profeso una profunda lealtad al conde, pero quizá vos deberíais conocer los detalles. Así podríais como mínimo protegeros de esa mujer. —Occuda tomó asiento, mostrando una profunda pena en su duro semblante—. El conde es un erudito, caballero, y se ausenta con frecuencia de casa durante largos períodos, en busca de las historias que lleva décadas reuniendo. Su hermana, lady Bellina, es… o era… una mujer corriente, bastante regordeta, de mediana edad, con escasas posibilidades de encontrar marido. Ésta es una remota y aislada morada y Bellina sufría a causa de la soledad y el aburrimiento. El invierno pasado pidió permiso al conde para visitar a unas amigas de Chyrellos y éste dio su consentimiento con la condición de que yo la acompañara.
—Me preguntaba cómo había llegado allí —comentó Sparhawk, sentándose en el borde de la cama.
—Lo cierto es que —prosiguió Occuda— las amigas de Bellina de Chyrellos son unas insensatas y atolondradas damas y le llenaron la cabeza con historias sobre una casa estiria donde restablecían la juventud y la belleza de una mujer por medio de la magia. Bellina ardió en deseos de ir. Las mujeres hacen a veces cosas así por extraños motivos.
—¿Recobró en efecto la juventud?
—No me permitieron acompañarla a la habitación donde estaba el mago estirio, de manera que no puedo referir lo acaecido allí, pero, cuando salió apenas si la reconocí. Tenía el cuerpo y la cara de una muchacha de dieciséis años, pero sus ojos eran espantosos. Como he dicho a vuestro amigo, he trabajado antes con locos, y enseguida detecté los síntomas. Preparé el equipaje y la traje directamente de regreso a casa con la esperanza de poder tratarla aquí. El conde se encontraba de viaje, de modo que no pudo enterarse de lo que comenzó a ocurrir después de nuestro regreso.
—¿Y qué fue eso?
Occuda se estremeció.
—Fue horrible, caballero —dijo con aversión—. Con algún medio, consiguió dominar por completo al resto de los criados. Era como si fueran incapaces de ofrecer resistencia a sus órdenes.
—¿Exceptuándoos a vos?
—Creo que tal vez el hecho de haber sido monje me protegió… Eso, o que ella pensó que yo no merecía que se tomara la molestia.
—¿Qué fue lo que hizo exactamente? —le preguntó Sparhawk.
—Fuera lo que fuese lo que encontró en esa casa de Chyrellos, era algo totalmente maligno, caballero, lo cual la poseyó enteramente. Por la noche enviaba a los criados, que actuaban como sus esclavos, a los pueblos de los contornos para que raptaran a inocentes siervos. Más tarde descubrí que tenía una cámara de tortura en la bodega del castillo. Exultaba con la sangre y el dolor. —Los rasgos de Occuda se deformaron por la repugnancia—. Caballero, se alimentaba de carne humana y se bañaba desnuda en sangre humana. Lo vi con mis propios ojos.
Hizo una pausa y después continuó.
—Hace tan sólo una semana que el conde regresó al castillo. Llegó de noche entrada y me mandó a buscar una botella de vino a la bodega, a pesar de que casi nunca bebe más que agua. Al llegar abajo oí algo parecido a un grito. Fui a investigar y abrí la puerta de su cámara secreta. ¡Así no lo hubiera hecho! —Se cubrió la cara con las manos y exhaló un sollozo entrecortado—. Bellina estaba desnuda —prosiguió después de recobrar la compostura— y tenía a una muchacha encadenada a una mesa. Caballero, ¡estaba cortando a la pobre sierva en pedazos mientras ésta aún estaba viva y tenía la boca atiborrada de trozos de carne! —Occuda pareció a punto de vomitar y luego apretó con fuerza los dientes.