Esta vez, el alarido fue inconfundible. Nicole quedó paralizada en el dormitorio, la adrenalina corriendo por todo su cuerpo. En cuestión de segundos estaba corriendo a través de la casa hacia el estudio, donde Richard estaba trabajando.
—Richard —dijo, justo antes de llegar a la puerta del estudio—, ¿oíste…?
Nicole se detuvo en medio de la oración: el estudio era un caos. Richard estaba en el piso, rodeado por un par de monitores y una desordenada pila de equipos electrónicos. El robotito Príncipe Hal estaba en una de las manos de Richard y la preciosa computadora portátil de la misión Newton, en la otra. Tres biots, dos García y un parcialmente desarmado Einstein se inclinaban sobre Richard.
—Hola, querida —dijo Richard con tono indiferente—. ¿Qué estás haciendo aquí? Creí que ya estarías durmiendo.
—Richard, estoy segura de que oí el chillido de un aviano. Hace nada más que un minuto. Sonó cerca. —Nicole vacilaba, tratando de decidir si debía hablarle sobre la visita de Genevieve y Simone o no. El ceño de Richard se frunció.
—No oí nada —respondió—. ¿Oyó algo alguno de ustedes? —le preguntó a los biots. Todos negaron con la cabeza, incluido el Einstein, cuyo pecho estaba completamente abierto y conectado con cuatro cables a los monitores que había en el piso.
—
Sé
que oí algo —reiteró Nicole. Quedó en silencio durante un momento.
¿Es ésta otra señal del estrés terminal?
, se preguntó. Añora recorría con la mirada el caos que tenía delante de sí, en el piso.
—A propósito, querido, ¿qué estás haciendo?
—¿Esto? —dijo Richard, con un vago gesto abarcador de la mano—. Oh, nada especial. Tan sólo otro proyecto mío.
—Richard Wakefield —dijo Nicole con rapidez—, no me estás diciendo la verdad. Este desbarajuste que cubre todo el piso no puede ser, en modo alguno, “nada especial”. Te conozco muy bien como para creerme eso. Ahora, ¿qué es lo que es tan secreto…?
Richard había cambiado las pantallas de representación visual de sus tres monitores activos y estaba sacudiendo la cabeza en forma vigorosa.
—No me gusta esto —masculló—. No me gusta en absoluto. —Alzó la vista hacia Nicole—. Por casualidad, ¿ganaste acceso a mis archivos recientes de datos, que están almacenados en la supercomputadora central?… ¿Quizás inadvertidamente?
—No, claro que no. Ni siquiera sé tu código de acceso… Pero no es de eso de lo que te quiero hablar…
—Alguien lo hizo… —Con prontitud, Richard ingresó por teclado una subrutina diagnóstica de seguridad y estudió uno de los monitores—. Por lo menos cinco veces en las tres últimas semanas… ¿Estás segura de que no fuiste tú?
—Sí, Richard —dijo Nicole—. Pero todavía estás tratando de cambiar de tema… Quiero que me digas de qué se trata todo
esto
.
Richard puso a Príncipe Hal en el piso, delante de sí, y alzó la vista hacia Nicole.
—No estoy completamente listo para decírtelo, querida —dijo, después de un momento de vacilación—. Por favor, dame un par de días.
Nicole estaba perpleja. Finalmente el rostro se le iluminó.
—Muy bien, querido. Si es un regalo de casamiento para Ellie, entonces esperaré gustosa…
Richard volvió a su trabajo. Nicole se dejó caer sobre la única silla de la habitación que no estaba atestada de cosas. Mientras observaba a su marido, se dio cuenta de lo cansada que estaba. Se convenció a sí misma de que la fatiga la hizo imaginar el chillido.
—Querido —dijo Nicole, un minuto o dos más tarde.
—¿Sí? —respondió Richard, mirándola desde el piso.
—¿Alguna vez te preguntas qué es lo que
realmente
está pasando aquí, en Nuevo Edén? Quiero decir, ¿por qué los creadores de Rama nos han dejado completamente solos? La mayoría de los colonos vive su vida sin detenerse a pensar que están viajando en una nave espacial interestelar construida por seres extraterrestres. ¿Cómo es posible? ¿Por qué El Águila, o alguna otra manifestación igualmente maravillosa de la superior tecnología de esos seres, no aparece de repente? Entonces, quizás, nuestros insignificantes problemas…
Nicole se detuvo cuando Richard empezó a reír.
—¿Qué pasa? —preguntó Nicole.
—Esto me hace recordar una conversación que tuve una vez con Michael O'Toole. Él se sentía frustrado porque yo no aceptaba su fe en los informes, dados por testigos oculares, sobre los apóstoles. Entonces me dijo que Dios debió de haber sabido que éramos una especie constituida por Santos Tomás incrédulos y debió de haber organizado frecuentes visitas de regreso para el Cristo resucitado.
—Pero esa situación era por completo diferente —arguyó Nicole.
—¿Lo era? —preguntó Richard—. Lo que los primeros cristianos informaron sobre Jesús no pudo haber sido más difícil de aceptar que nuestra descripción de El Nodo y del largo viaje que hicimos con dilatación del tiempo, a velocidades relativas… Para los demás resulta mucho más cómodo creer que a esta astronave se la creó como experimento de la AIE. Muy pocos de ellos entienden suficientemente bien a la ciencia como para saber que Rama está mucho más allá de nuestra capacidad tecnológica.
Nicole quedó en silencio un momento.
—Entonces, no hay nada que podamos hacer para convencerlos…
La interrumpió el triple zumbido que indicaba que una llamada videofónica que ingresaba era urgente. Nicole fue a los tropezones para atenderla. El rostro preocupado de Max Puckett apareció en el monitor.
—Tenemos una situación peligrosa aquí, afuera del centro de detención —dijo—, hay una turba furiosa, quizá setenta u ochenta personas, principalmente de Hakone. Quieren a Martínez. Ya terminaron con dos biots García y atacaron a otros tres. El juez Mishkin está tratando de razonar con ellos, pero están de pésimo talante. Aparentemente, Mariko Kobayashi se suicidó hace unas dos horas. Toda su familia está aquí, incluso el padre…
Nicole se vistió con ropa deportiva en menos de un minuto. Richard trató vanamente de discutir con ella.
—Fue
mi
decisión —dijo Nicole, mientras se subía a su bicicleta—.
Yo tengo que ser la que enfrente las consecuencias.
Tomó despacio el carril que conducía hacia la senda principal para bicicletas y después empezó a pedalear furiosamente. Si iba a máxima velocidad, estaría en el centro administrativo en cuatro o cinco minutos, menos que la mitad del tiempo que le tomaría yendo en tren a esta hora de la noche.
Kenji estaba equivocado
, pensó Nicole,
debimos haber convocado una conferencia de prensa esta mañana. Entonces, pude haber explicado la detención
.
Casi cien colonos se habían congregado en la plaza principal de Ciudad Central. Se arremolinaban frente al centro de detención de Nuevo Edén, donde se lo había retenido a Pedro Martínez desde que se lo acusó por primera vez, formalmente, de la violación de Mariko Kobayashi. El juez Mishkin estaba de pie en la parte superior de la escalinata, frente al centro de detención. Le estaba hablando a la iracunda turba mediante un megáfono. Veinte biots, principalmente García, además de algunos Lincoln y Tiasso, habían entrelazado los brazos delante del juez Mishkin, y evitaban que la multitud subiera las escaleras para llegar hasta el juez.
—Ahora, conciudadanos —estaba diciendo el canoso ruso—, si Pedro Martínez es verdaderamente culpable, será penado. Pero nuestra Constitución le garantiza un juicio justo…
—Cállese, viejo —gritó alguien de la muchedumbre—. Queremos que nos den a Martínez —dijo otra voz.
Más hacia la izquierda, delante del teatro, seis jóvenes orientales estaban terminando un cadalso improvisado. Hubo vítores de la multitud cuando uno de los jóvenes ató, por encima del madero horizontal, una soga gruesa rematada en un nudo corredizo. Un fornido japonés de un poco más de veinte años se abrió paso a empujones, hasta ponerse delante de la multitud.
—Sal del camino, viejo —dijo—. Y llévate contigo a estos inservibles mecánicos. Nuestro pleito no es contigo. Estamos aquí para asegurar que se haga justicia con la familia Kobayashi.
—Recuerden a Mariko —gritó una joven. Se oyó algo que se hacía pedazos, cuando un muchacho pelirrojo golpeó la cara de uno de los García con un bate de béisbol hecho de aluminio. El biot, los ojos destruidos y la cara desfigurada hasta el punto de ser irreconocible, no reaccionó pero tampoco cedió un ápice su posición en el cordón.
—Los biots no van a responder el ataque —dijo el juez Mishkin a través del megáfono—, están programados para ser pacifistas. Pero destruirlos de nada sirve. Es violencia inútil, sin sentido.
Dos mensajeros que venían de Hakone llegaron a la plaza y se produjo un cambio instantáneo en el centro de atención de la multitud. Menos de un minuto después, la revoltosa chusma vitoreó la aparición de dos enormes troncos, transportados por dos grupos de jóvenes.
—Ahora sacaremos de en medio a los biots que están protegiendo a ese asesino de Martínez —dijo la joven vocera japonesa—. Ésta es su última oportunidad, viejo. Hágase a un lado antes de que lo lastimen.
Muchos de los de la chusma corrieron para tomar posiciones al lado de los troncos, a los que pretendían utilizar como ariete. En ese momento, Nicole Wakefield llegó a la plaza en su bicicleta.
Bajó con rapidez, pasó a través del cordón y subió la escalera corriendo, para pararse al lado del juez Mishkin.
—Hiro Kobayashi —gritó por el megáfono ante la multitud, que la había reconocido—. He venido para explicar por qué no habrá juicio con jurado para Pedro Martínez. ¿Podría acercarse, de modo que lo pueda ver?
Kobayashi padre, que había estado parado en el costado de la plaza, caminó lentamente hasta llegar al pie de la escalinata, frente a Nicole.
—Kobayashi-san —dijo Nicole en japonés—. Sentí mucho pesar cuando me enteré de la muerte de su hija…
—Hipócrita —gritó alguien en inglés, y la turba empezó a cuchichear.
—Porque soy madre —prosiguió Nicole—, puedo imaginar cuán terrible debe de ser experimentar la muerte de un hijo…
—Ahora —dijo en inglés y dirigiéndose a toda la multitud—, permítanme explicar a todos ustedes mi decisión de hoy: nuestra Constitución de Nuevo Edén dice que cada ciudadano habrá de tener un “juicio justo”. En todos los demás casos que se plantearon desde que esta colonia se estableciera originariamente, las acusaciones de índole penal desembocaron en un juicio conjurados. Sin embargo, en el caso del señor Martínez y debido a toda la publicidad, estoy convencida de que no se podía encontrar un jurado imparcial.
Un coro de silbidos y abucheos interrumpió brevemente a Nicole.
—Nuestra Constitución no define —prosiguió— qué debe hacerse para asegurar un “juicio justo”, si es que no ha de intervenir un jurado compuesto por pares. No obstante, a nuestros jueces presuntamente se los eligió para instrumentar la ley y están instruidos para tomar decisiones en tos casos, sobre la base de pruebas. Ése es el motivo de que yo haya asignado el procesamiento de Martínez al fuero del Tribunal Especial de Nuevo Edén: ahí, todas las pruebas —algunas de las cuales nunca se hicieron públicas anteriormente— serán cuidadosamente evaluadas.
—Pero todos sabemos que ese chico Martínez es culpable —gritó, como respuesta, un perturbado señor Kobayashi—. Hasta admitió que tuvo relaciones sexuales con mi hija Y también sabemos que violó a una muchacha en Nicaragua, allá en la Tierra… ¿Por qué lo están protegiendo? ¿Qué hay respecto de la justicia para mi familia?
—Porque la ley… —empezó a contestar Nicole, pero su voz fue ahogada por la multitud.
—¡Que nos den a Martínez! ¡Que nos den a Martínez! —La canturria aumentó de intensidad, mientras la gente que estaba en la plaza alzaba nuevamente los troncos que habían dejado sobre el pavimento, inmediatamente después de la aparición de Nicole. Mientras la chusma se esforzaba por preparar un ariete, uno de los troncos chocó contra el monumento que señalaba la ubicación celeste de Rama. La esfera se hizo añicos y las piezas electrónicas que indicaban las estrellas cercanas se desparramaron sobre el pavimento. La pequeña luz titilante que representaba a Rama se deshizo en mil pedazos.
—Ciudadanos de Nuevo Edén —gritó Nicole por el megáfono— escúchenme. Hay algo respecto de este caso que ninguno de ustedes conoce. Si tan sólo me escucharan…
—¡Maten a esa negra de mierda! —gritó el muchacho pelirrojo que había golpeado al García con el palo de béisbol. Nicole fulminó al joven con una mirada encendida.
—¿Qué dijiste? —preguntó furiosa.
La canturria cesó repentinamente. El muchacho quedó aislado. Miró rápidamente a un lado y a otro, nervioso, y sonrió: —Maten a la puta negra de mierda —repitió.
Nicole bajó la escalinata en un segundo. La multitud se hizo a un lado cuando ella se dirigió directamente hacia el pelirrojo.
—Dilo una vez más —dijo, las fosas nasales muy abiertas, cuando estuvo a menos de un metro de su antagonista.
—Maten… —empezó el otro.
Le aplicó una violenta cachetada. La manotada resonó por toda la plaza Nicole se dio vuelta bruscamente y empezó a caminar hacia la escalinata, pero distintas manos la aferraron desde todas partes. El furioso pelirrojo mostró el puño…
En ese momento, dos intensos estampidos sacudieron la plaza. Mientras todo el mundo estaba tratando de averiguar qué ocurría, dos explosiones más detonaron en el cielo, sobre las cabezas de la chusma.
—Somos nada más que yo y mi escopeta —dijo Max Puckett a través del megáfono—. Ahora, muchachos, si tan sólo dejan que pase la señora jueza… ahí, así es mejor… y después vuelven a casa, todo va a estar mejor.
Nicole se sacudió de encima las manos que la retenían pero la multitud no se dispersó. Max alzó el arma, apuntó al grueso nudo de soga que había sobre el lazo corredizo, en el cadalso improvisado, y volvió a disparar. La soga estalló en pedazos y partes de ella cayeron entre la multitud.
—Ahora bien, muchachos —dijo Max—, soy mucho más intratable que estos dos jueces. Ya sé que voy a pasar algún tiempo en este centro de detención por violar las leyes de la colonia sobre uso y portación de armas. Créanme cuando les digo que no me gustaría en absoluto tener que bajar a tiros a algunos de ustedes también…
Max apuntó con su arma hacia la multitud. De modo instintivo, todos se agacharon. Max disparó balas de salva por sobre sus cabezas y rió de buena gana cuando la gente empezó a huir precipitadamente de la plaza.