¿Qué estaba haciendo que la Marina temía? Ahora no había tiempo para leer todo, eso tendría que esperar, pero podía comenzar con los resúmenes.
«Compendio: Serie registrada desde Nueva Caledonia por Alysia Joyce Mei-Ling Trujillo. Título de la serie: “El Muro de Oro”.»
Bury escuchó con atención, aunque había poco que le sorprendiera. Alza de los precios en mantenimiento y reparación. Suministros de lujo enviados al escuadrón de bloqueo, la mayoría concedidos sin licitaciones. Cafeteras de Autonética Imperial, je, je.
Soborno… ya había conseguido que arrestaran a cuatro hombres. Y varios despedidos de la construcción de naves en Fomor.
En Levante, se esperaba que los burócratas se mantuvieran por medio de sobornos, extorsión y favores. Era un sistema diferente, una simple cuestión de punto de vista, y no la situación ética de negro contra blanco que percibía la Marina Imperial.
Este tipo de cosas destruiría el bloqueo…, no si lo dirigieran levantinos. El pueblo de Bury tenía sentido de la proporción.
Aunque un soborno excesivo podría desangrar cualquier esfuerzo militar transparente. Entonces, cualquier tipo de enemigo podría cargar a través del frágil cadáver. ¡Según Trujillo, los sobornadores estaban interfiriendo con los suministros a la Flota de Bloqueo! Provisiones de comida deshidratada por congelación, con sustituciones de la caja negra. Un tal David Grant, con un alto puesto en la oficina del Gobierno Planetario. Él había cogido quinientos millones de coronas para recubrir las naves de bloqueo con un superconductor pajeño. El plan existía sólo en una memoria de computadora adulterada, bendito sea Alá. No había ningún blindaje superconductor en el bloqueo… ¡y no debería haberlo en naves que con regularidad tenían que descender a una estrella supergigante roja! Pero ¿qué podría haber comprado ese dinero robado para reforzar la flota?
¿Y si ella tenía razón?
Debía hablar con Trujillo. Iría a Nueva Escocia sin importar lo que dijera el conde Blaine; y entonces quizá hubiera un modo para entrar en el bloqueo. En cualquier caso, lo descubriría, para tratar de encontrar maneras de salir. Así que busca un punto de presión en Mei-Ling Trujillo. Doscientos millones de coronas comprarían el control de la compañía de su padre. ¿Quién era propietario de las acciones en circulación? Bury tocó la computadora fue listando… y de pronto:
«lto Wang Mei-Ling ha contratado los servicios de Reuben Weston y Associados.»
Ah. La mayoría de las personas no habían oído hablar nunca de Reuben Weston; pero los que sí, sabían que su grupo era una de las más eficaces —y caras— firmas de relaciones públicas del Imperio. Se especializaba en establecer contactos en la Corte. Una compañía de componentes electrónicos de Nueva Singapur no necesitaría ese tipo de servicio; un minimagnate de provincias con ambiciones para aumentar su rango sin duda que sí.
Y Bury podría ayudar al hombre… pero no hasta que supiera qué sentía Mei-Ling Trujillo hacia su padre. Y no podría hacer nada mientras estuviera aislado en esta antesala. «¿Qué le está llevando tanto tiempo a Renner?»
Cunningham colgó.
—Blaine no lo permitirá —anunció.
—Maldición —dijo Renner.
—Sí. ¿Qué pasa? Estuvieron juntos en la expedición a Paja Uno…
—No. Es algo que viene de antes. Rumores… —Renner calló.
—¿Algo que yo debería saber?
—Es evidente que no. Bueno, Bury va a sentirse decepcionado, y lo que suceda después… no lo sé.
«Pero seguro que no se rendirá con facilidad…»
Pues poseía el afortunado don de la conversación sencilla; rozar un tema aquí, uno allí, guardar silencio con aire experto en una discusión pesada.
A
LEXANDER
P
USHKIN
Observar programas de noticias durante muchos años le había enseñado a Kevin Renner lo siguiente: en Esparta los estilos cambiaban de manera descabellada. Sabía que sus ropas no eran raras porque la secretaria de Cunningham le había encaminado al sastre de éste. El problema radicaba en identificar al maitre. Un maitre debía destacar.
Observó a los otros clientes.
Era una rubia hermosa y escultural que lucía un traje pantalón con unas charreteras en los hombros; pero los cuatros hombres jóvenes que había delante de Renner no coqueteaban con la mirada, sólo aguardaban para captar su atención. Ninguna de las otras mujeres que veía llevaba charreteras. Se dirigió con paso vivo a una pequeña mesa que le llegaba hasta la cintura. El espacio sobre ésta era un débil arco iris borroso desde el sitio en que se hallaba Renner; sin embargo, desde el punto de vista de ella sería una pantalla de datos con una toma de cara para la identificación.
Se llevó a los cuatro; luego, regresó en busca de Renner.
—Buenos días. ¿Mesa, señor?
—Suena excelente. Kevin Renner, y se reunirá conmigo Bruno Cziller.
No tuvo que darle a ninguna tecla; sólo miró. La computadora estaba programada para captar nombres.
—Bienvenido a las Tres Estaciones, sir Kevin. Lo siento mucho, pero aún no tenemos su mesa. El almirante Cziller no ha llegado. ¿Querría esperar en el bar?
—Esperaré aquí, gracias.
Podía ver mesas vacías. La observó pasar delante de él conduciendo a otra pareja. ¿Rango social superior? Aunque no caminaban de esa manera. Trataban de mantener el nivel y aún mirar las caras sin que les descubrieran. Buscadores de famosos.
—¿Kevin?
—¡Capitán!
Cziller le estrujó la mano. Parecía viejo, la cara ablandándosele, pero su mano todavía era una prensa. La voz se le había vuelto ronca.
—Llámeme Bruno. Nunca le había visto en ropas de civil. ¡Vaya, sí que le gustan los colores!
—¿Es…?
—No, tiene un aspecto estupendo. Eh, estudié su informe sobre Paja Uno, ese con el título gracioso. ¿Pensó alguna vez que jugaría a los turistas con otra especie?
—Jamás. Todo se lo debo a usted.
La maitre escultural los llevó junto a una mesa con un ventanal que iba desde el suelo hasta el techo, y que ofrecía una vista espectacular del puerto. Renner esperó a que se fuera, luego comentó:
—Dio algunas mesas antes de dejarnos disponer de ésta. Me preguntaba por qué.
—El rango.
—Bueno, eso es lo que creí, pero…
—Le está bien merecido por recibir el título de caballero. Debía disfrutar de una ventana. No estaría bien sentarle con los plebeyos. Esparta es muy respetuosa de los rangos sociales, Kevin.
—Mhh, mhh. La computadora dice que está casado.
—Habría traído a Jennifer, pero… su sentido del humor no… mmm…
—¿No existe?
—Correcto.
—De acuerdo, y yo habría traído a una tal Ruth Cohen, pero está tomando un curso acelerado sobre dónde trabaja. Por lo demás, ¿cómo le va?
—Tengo la impresión de que duraré un tiempo, pero… no, olvídelo.
—¿Está enfermo, Bruno?
—Enfermo no. Aunque la última vez que salí del planeta mi médico armó un escándalo, y también Jennifer, por supuesto. No era la gravedad, eso está bien, sino que el día más largo me agotó casi hasta matarme. Regresé con una neumonía galopante. Ya no puedo viajar más. Empiezo a sufrir fiebre de cabina. Es un mundo pequeño, Kevin.
—Mhh. Podría hallarse en un sitio peor. Recibe todas las noticias que merecen emitirse, y dispone de todos los museos que vale la pena visitar…
—No todos. Hábleme del museo de Paja Uno.
—¡Ése era diferente! Nos llevaron allí en grandes limusinas que fabricaron sólo para nosotros. Los otros coches eran todos pequeños, y se desinflaban hasta quedar planos. Incluso la limusina podía plegarse para hacerse más pequeña. El museo estaba por completo metido en un único edificio grande. En el interior había entornos artificiales. En una sala llovía a cántaros. No obstante, los pajeños querían que entráramos.
Cziller rió.
—Vimos demasiado como para asimilarlo todo. Hubo cosas que debimos haber notado. Había un Porteador salvaje. Los Porteadores mansos miden unos dos metros y medio, tienen dos brazos y cargan con cosas. Esa cosa tenía tres brazos, y colmillos y garras. Era un poco más pequeño.
Un robot rechoncho se acercó rodando, tomó la orden de bebidas y presentó unos destornilladores de whisky. Le siguió un camarero vivo. En el menú había un animal marino local, y Renner lo pidió. Las otras ofertas eran de vida de la Tierra, nada interesante.
—Todo un piso —continuó— era una maqueta de una ciudad en ruinas. Había ratas grandes de cinco extremidades y un predador camuflado y un montón de cosas más, una ecología entera desarrollada para vivir en ciudades en ruinas. No vimos las implicaciones en el acto. Puede que todavía no las conozcamos todas… No se sabe qué han estado descubriendo en el Instituto, por supuesto. Pero Horowitz juró que las ratas de ciudad están emparentadas con los Guerreros. Aún no hemos visto jamás a un Guerrero vivo, pero tuvimos la escultura de la Máquina del tiempo y la silueta de un Guerrero a bordo de la nave colonia que enviaron a Nueva Cal…
—Guerra. Guerra continua.
—Sí. Con su problema de población no resulta sorprendente. Bruno, ¿cree que es posible descubrir al hombre que inventó el condón? Se merece una estatua en alguna parte.
Bruno soltó una risa larga y ronca.
—Le he echado de menos, Kevin.
Llegaron los platos. Kevin escuchó mientras comían, una costumbre tan vieja que tendría que concentrarse para no hacerlo. En la mesa de al lado algún lord menor se quejaba amargamente de… ¿qué? Derechos de pesca en el alto Río Pitón. Su familia había tenido derechos exclusivos, y se los habían rescindido. Algo respecto del ciclo de reproducción del salmón: algún burócrata plebeyo había decidido que la familia Dinsmark no mantenía la ruta río arriba lo bastante abierta.
Su acompañante no mostraba la simpatía suficiente. De todos modos, Kurt Dinsmark no tendría derechos de pesca, era un hijo menor…
«Y por la mano que aprieta —pensó Renner—, están hablando de privilegios en vez de deberes. ¿Cuán corriente es eso?»
—Le pagamos a los nobles unos honorarios endemoniadamente altos para dirigir la civilización —comentó.
—Rara vez lo oigo expresado de esa manera. ¿Y?
—Oh, me gusta mantenerme al corriente de si cumplen con su trabajo. De hecho, es parte de mi trabajo, lo cual es agradable, porque de todos modos era lo que estaba haciendo. Pero lo único de lo que oigo hablar es de privilegios.
—Déles un respiro. Están fuera de servicio. Había otro museo.
Renner asintió con un gesto leve.
—Sí. Ése es un rumor, y, además, de los pajeños. Éstos mataron a los guardamarinas que lo descubrieron por casualidad. No se trataba de un museo corriente. La idea era ayudar a los supervivientes a reconstruir la civilización.
—Mmh —Cziller vació su copa—. Si yo no hubiera perseverado tratando de reconstruir Nueva Chicago…
Renner emitió un sonido de simpatía.
—Aunque tengo entendido que hizo un muy buen trabajo. Eh, se me acaba de ocurrir. Yo mismo entro de servicio dentro de un par de horas, pero… ¿siente nostalgia por los espaciopuertos? ¿Y por las naves?
—Claro. El nuevo puerto se halla en el viejo cráter donde explotó la Cúpula de la Mitad del Camino, y a veces voy allí sólo para… ¿Qué se le ha ocurrido?
Renner dejó el tenedor y sacó la tarjeta de comunicación.
—Ponme con Horace Bury.
La apoyó sobre la mesa mientras terminaba de comer. Llevó un rato, pero al cabo de un momento la tarjeta dijo:
—¿Qué pasa, Renner?
—Se me ha ocurrido algo, Excelencia.
—Bendito sea Alá, mi entrenamiento no ha sido en balde.
—Esta noche vendrán a cenar Buckman y Mercer. ¿Tomarías en consideración otro invitado? Es Bruno Cziller, retirado como almirante. Fue mi capitán antes de cederme a Blaine. También le entregó la
MacArthur
a Blaine. Fue la primera nave del conde. He intentado contarle a Bruno cosas de Paja Uno, pero ¿por qué no dejar que escuche tus recuerdos y los de Buckman? Un público agradecido puede ser algo bueno.
Pausa momentánea. Bury también era escrupuloso con los rangos.
—Bien. Pásalo, por favor.
Renner le empujó la tarjeta a través de la mesa.
—¿Excelencia? —dijo Bruno Cziller.
—Almirante, será un placer si puede unirse a nosotros esta noche para cenar a bordo del
Simbad
. El próximo Virrey del Trans-Saco de Carbón estará presente. Jacob Buckman es el astrónomo que viajó con nosotros a la Paja. Nos hicimos amigos en aquella expedición. Oirá todo lo que pueda aprender del sistema de la Paja fuera del Instituto.
—Estupendo. Gracias, Excelencia.
—¿Vendrá acompañado?
—Gracias, no, Excelencia. La señora Cziller tiene un compromiso para la noche.
—Almirante, le pasaré a la computadora para que ordene su cena. Queremos disponer de la oportunidad para subir a bordo las provisiones.
Cziller enarcó las cejas. Renner dijo:
—Bury tiene un buen cocinero. Póngale a prueba.
Cziller asintió, y así lo hizo. Al rato le devolvió la tarjeta.
—Kevin, usted nunca solía ser sutíl.
—Puede que haya cogido algo en un cuarto de siglo con Bury. Mercer se sentirá más contento si hay presente un rango más elevado. Y quizá Bury le cuente cómo pasó su tiempo en Paja Uno. A mí jamás me lo ha dicho.
—¿Oh?
—Los pajeños te asustan. Prefiere no recordarlo. Merece la pena intentarlo. Además, he de ir pronto al espaciopuerto para preparar el transbordador. ¿Por qué no…?
—Porque no voy con usted para supervisar.
—Correcto. Y ahora se me acaba de ocurrir otra cosa.
—Expóngala.
—Hace un mes creímos haber encontrado pajeños sueltos en el Imperio. —Llegó el melón, y Kevin habló mientras comían. Tuvo a Bruno Cziller riéndose entre dientes—. Ahora Bury quiere visitar el bloqueo, cerciorarse de que es a prueba de escapes. Y yo también, Bruno. Lo de la Compra de Maxroy fue alarmante.
—¿Y?
—Rod Blaine lo ha vetado. Me gustaría darle a Bury una oportunidad para que cambie de parecer.
Bruno Cziller le estudiaba como si fuera un espécimen de laboratorio, o quizá como al hombre que tendría frente a él en una partida de póquer.
—Yo soy el hombre que le entregó al conde su nave y a su Jefe de Navegación. También le impuse un prisionero. Horace Bury viajaba como prisionero en la
MacArthur
. ¿Sabe por qué?