Una tercera influencia importante en la creación de un homosexual persistente viene constituida por una valoración infantil de los respectivos papeles de sus padres. Si un niño tiene un padre débil dominado por su madre, es muy probable que llegue a confundir e invertir los papeles masculino y femenino.
Esto, entonces, tiende a conducir a una elección del sexo inadecuado como pareja sexual en la vida ulterior.
La cuarta causa es más manifiesta. Si en el medio ambiente se da una ausencia total de miembros del sexo opuesto durante un largo período de tiempo, entonces los miembros del mismo sexo se convierten, a falta de aquellos, en la mejor cosa para los encuentros sexuales. Un macho aislado de esta forma de las hembras, o una hembra aislada de los machos, puede entregarse persistentemente a la homosexualidad sin que ninguno de los otros tres factores que he mencionado ejerza la menor influencia.
Un prisionero macho, por ejemplo, puede haber escapado a la malgrabación, puede sentir atracción hacia el sexo opuesto y puede haber tenido un padre que dominara a su madre en forma completamente masculina, y, sin embargo, puede todavía convertirse en un homosexual a largo plazo si se halla confinado en una comunidad carcelaria compuesta exclusivamente de machos, donde la cosa más parecida a un cuerpo femenino es otro cuerpo masculino. Si, en las prisiones, en los buques o en los cuarteles militares, la condición unisexual dura algunos años, el homosexual de ocasión puede, finalmente, quedar condicionado a las recompensas de sus impuestos modos sexuales y persistir en ellos aun después de haber retornado a un medio ambiente heterosexual.
De estas cuatro influencias que conducen a un persistente comportamiento homosexual, sólo la primera de ellas resulta adecuada al presente capítulo, pero era importante examinarlas todas aquí, a fin de explicar el papel parcial que la malgrabación desempeña en este particular fenómeno sexual.
El comportamiento homosexual en otros animales es, por lo general, de la variedad «a-falta-de-cosa-mejor», y desaparece en presencia de miembros sexualmente activos del sexo opuesto. Existen, sin embargo, unos cuantos casos de animales persistentemente homosexuales, cuando se han llevado a cabo especiales experimentos sociales. Si los patos silvestres jóvenes, por ejemplo, son mantenidos en grupos exclusivamente masculinos de cinco o diez individuos durante los primeros 75 días de sus vidas, y durante ese tiempo no encuentran jamás a una hembra de su especie, se convierten en homosexuales permanentes. Al ser soltados, ya en su edad adulta, en un estanque, en presencia de machos y de hembras, ignoran por completo a las hembras y forman parejas homosexuales entre ellos mismos. Esta situación persiste durante muchos años, probablemente durante toda la vida de los patos homosexuales, y las hembras no pueden hacer nada para modificarla. Es sabido que las palomas mantenidas en parejas homosexuales copulan una con otra y pueden formar lazos complejos de pareja. Dos machos que quedaron sexualmente grabados uno en otro de esta manera, atravesaron juntos todo el ciclo de procreación, cooperando a la construcción de un nido, la incubación de huevos y el cuidado de las crías.
Naturalmente, los huevos fértiles tuvieron que ser suministrados del nido de una verdadera pareja, pero fueron rápidamente aceptados, reaccionando cada uno de los machos homosexuales como si hubieran sido puestos por su compañero. Si se hubiese introducido una hembra verdadera después de que el lazo de pareja hubiera lanzado a los dos machos a su ciclo pseudorreproductivo, es dudoso que hubiesen reparado en ella. Para ese momento, la homosexualidad se habría tornado persistente, al menos durante la duración de ese completo ciclo de cría.
En el animal humano, la malgrabación no se limita a la esfera de las relaciones sexuales. Puede también tener lugar en las relaciones paternofiliales. No existen pruebas suficientes por lo que se refiere a niños que hayan resultado grabados por padres de otra especie. Los famosos casos de los llamados «niños-lobo» (niños perdidos o abandonados que son amamantados y criados por lobas) no han sido nunca plenamente probados y deben permanecer por el momento en el terreno de la ficción. Sin embargo, si semejante cosa pudiese ocurrir, hay pocas dudas de que los niños-lobo quedarían plenamente malgrabados en sus padres adoptivos.
Por contraste, el proceso inverso tiene lugar casi todos los días. Cuando una cría de un animal es criada por un padre adoptivo humano, no es sólo el animal doméstico el que queda malgrabado. Con frecuencia, el padre adoptivo humano resulta también intensamente malgrabado y responde al joven animal como si fuera un niño humano. Se derrocha sobre él la misma clase de afecto emocional, y la misma clase de disgusto sobreviene si pasa algo malo.
Así como un pseudopadre, tal, por ejemplo, el balón anaranjado del pato, tiene ciertas cualidades clave que lo hacen apropiado para la malgrabación (es un objeto grande en movimiento), así también el pseudoinfante se hace más apropiado si posee ciertas cualidades típicas del infante humano. Los bebés humanos son desvalidos, suaves, cálidos, redondos, de cara inexpresiva y ojos grandes, y lloran. Cuantas más propiedades de éstas posea un animal joven, más probable es que estimule el establecimiento de un lazo padre-prole con un padre adoptivo humano malgrabado. Muchos pequeños mamíferos tienen casi todas estas propiedades, y le es sumamente fácil a un ser humano quedar, en cuestión de minutos, malgrabado con ellos. Un cervatillo suave, cálido y de grandes ojos llamando con sus balidos a su madre, o un desvalido y redondo cachorrillo gimiendo por la ausencia de su perra madre, proyecta una poderosa imagen infantil que pocas hembras humanas pueden resistir. Dado que algunas de las propiedades infantiles de tales animales son más fuertes aún que las de un auténtico niño humano, los exagerados estímulos del pseudoinfante pueden, con frecuencia, volverse más poderosos que los naturales, y la malgrabación se hace intensa.
Los pseudoinfantes animales tienen un gran inconveniente: crecen con excesiva rapidez. Aun los de desarrollo más lento se convierten en adultos activos en sólo una fracción del tiempo que tarda en madurar un infante humano real. Cuando esto sucede suelen tornarse difíciles de manejar y pierden su atractivo. Pero el animal humano es una especie ingeniosa y ha tomado medidas para hacer frente a esta desafortunada evolución. Mediante la cría selectiva a lo largo de un período de varios siglos, ha conseguido hacer más infantiles a sus animales domésticos, de tal modo que los perros y los gatos adultos, por ejemplo, son versiones un tanto juveniles de sus equivalentes salvajes. Se mantienen más juguetones y menos independientes, y siguen desempeñando su papel de sustitutos de niños.
Con algunas razas de perros (los perros falderos o perros «de juguete»), este proceso ha sido llevado al límite. No sólo se comportan de forma más juvenil, sino que también parecen más juveniles por su aspecto. Toda su anatomía ha sido alterada para que se ajusten más exactamente, aun cuando sean adultos, a la imagen de un bebé humano. De esta manera, pueden actuar como un satisfactorio pseudoinfante no sólo durante los primeros meses de su vida, sino durante diez años o más, lapso de tiempo que empieza a asemejarse al de la infancia humana. Y, lo que es más, en este aspecto aventajan al niño verdadero, porque se mantienen infantiles a todo lo largo del período.
El pequinés constituye un buen ejemplo. El antepasado salvaje del pequinés (como de todos los perros domésticos) es el lobo, una criatura que puede pesar hasta setenta kilogramos, o más. El peso medio de un humano europeo adulto viene a ser el mismo, unos setenta kilos. El peso de un recién nacido humano viene a oscilar, aproximadamente, entre dos y cinco kilos, siendo el promedio ligeramente superior a los tres kilos. Así, pues, para convertir al lobo en un buen pseudoinfante, ha sido reducido hasta la quinceava parte de su peso natural original. El pequinés es un triunfo de este proceso, ya que, en la actualidad, pesa entre los tres y los cinco kilos y medio, con un promedio de unos cuatro kilos y medio.
Hasta el momento, excelente. Se asemeja al bebé en el peso, e incluso de adulto tiene la más importante de las propiedades del pseudoinfante: es un objeto pequeño. Pero se necesitan otras mejoras. Las patas de un perro típico son demasiado largas con relación a su cuerpo. Su proporción recuerda más al adulto humano que al pernicorto bebé. Así, pues, ¡fuera las patas! Mediante una cría selectiva, es posible producir razas con patas más cortas cada vez, hasta que sólo puedan andar torpemente. Esto no sólo corrige las proporciones, sino que, además, hace a los animales más torpes y desvalidos. Valiosos rasgos infantiles éstos también. Pero todavía falta algo. El perro es bastante cálido al tacto, pero no lo suficientemente suave. El pelo de su tipo salvaje natural es demasiado corto, rígido y áspero. Así, pues, ¡fuera el pelo! Una selectiva crianza consigue producir largo, suave, flotante y sedoso pelo, creando la esencial sensación de supersuavidad infantil.
Ulteriores modificaciones son necesarias en la forma salvaje natural del perro. Se ha hecho más rechoncho, de ojos más grandes y de cola más corta. Basta mirar a un pequinés para ver que estos cambios han sido impuestos. Sus orejas sobresalían y eran demasiado puntiagudas. Haciéndolas más grandes y colgantes y cubiertas de largo pelo, era posible convertirlas en un razonable parecido con el peinado de un infante. La voz del lobo salvaje es demasiado profunda, pero la reducción del tamaño de su cuerpo ha dado buena cuenta de eso, produciendo un tono más agudo e infantil. Por fin, está la cara. La cara de un perro salvaje es demasiado puntiaguda, y aquí también se necesita un poco de cirugía plástica genética. No importa que deforme las mandíbulas, dificultando la alimentación; es preciso llevarla a cabo. Y por eso el pequinés tiene su cara aplastada e infantil. También esto proporciona una ventaja adicional, porque le hace más desvalido y dependiente de su pseudopadre, que le proporciona alimentos convenientemente preparados, otra esencial actividad parental. Y ahí está nuestro pseudoinfante pequinés, más suave, más redondo, más desvalido, de ojos más grandes y cara más lisa, listo para establecer un poderoso lazo malgrabado en cualquier susceptible humano adulto que por casualidad pase cerca de él. Y da resultado. Da tan buen resultado que no sólo reciben cuidados maternales, sino que también viven con humanos, viajan con ellos, tienen sus propios médicos (veterinarios) y muchos de ellos son enterrados en sepulturas como las humanas e incluso reciben dinero en testamentos, como la verdadera descendencia humana.
Como he dicho antes al tratar otros temas, esto es una descripción, no una crítica. Resulta difícil comprender por qué tantas personas critican semejantes actividades, cuando, evidentemente, dan cumplimiento a una necesidad básica que, con frecuencia, no puede ser satisfecha de manera normal. Aún resulta más difícil comprender por qué algunas personas pueden aceptar esta clase de grabación, pero no otras clases. Muchos humanos consideran repulsiva la malgrabación sexual, por ejemplo, y se sublevan ante la idea de un hombre haciendo el amor con un fetiche, o copulando con otro macho, y, sin embargo, aceptan alegremente la malgrabación parental, en la que un adulto humano acaricia a un perrillo faldero o alimenta con biberón a un pequeño mono. Pero, ¿por qué hacen distinción? Biológicamente hablando, no existe virtualmente ninguna diferencia entre las dos actividades. Ambas implican la existencia de malgrabación, y ambas son aberraciones de las relaciones humanas normales. Pero aunque, en sentido biológico, ambas deben ser clasificadas como anormalidades, ninguna de ellas causa ningún daño a los espectadores, a los individuos situados fuera de las relaciones. Podemos pensar que, para el fetichista o para el amante de los animales que carece de hijos, sería más satisfactorio si pudieran gozar de las recompensas de una vida familiar completa, pero eso es cosa suya, no nuestra, y no tenemos motivos para manifestar hostilidad a ninguno de ellos.
Debemos hacer frente al hecho de que, viviendo en un zoo humano, tenemos que sufrir inevitablemente muchas relaciones anormales. Nos hallamos irremediablemente expuestos a formas insólitas de insólitos estímulos. Nuestros sistemas nerviosos no están equipados para enfrentarnos a esto, y nuestro modos de respuesta serán a veces equivocados. Al igual que los animales de zoo, o los experimentales, podemos encontrarnos a nosotros mismos fijados con lazos extraños y, a veces, perjudiciales, o podemos vernos afectados de una grave confusión de lazo. Puede sucedemos a cualquiera de nosotros, en cualquier momento. Es, simplemente, otro de los riesgos de existir como inquilino de un zoo humano. Todos somos víctimas potenciales, y la reacción más apropiada, cuando lo observamos en otro, es, más que la fría intolerancia, la simpatía.
La lucha de estímulo
Cuando un hombre está llegando a la edad del retiro, suele soñar con sentarse plácidamente al sol.
Descansando y «tomándoselo con calma», confía en prolongar una agradable vejez. Si consigue realizar su sueño de tenderse al sol, una cosa es segura: no alargará su vida, la acortará. La razón es sencilla; habrá renunciado a la lucha de estímulo. En el zoo humano, esto es algo en lo que todos estamos empeñados durante nuestras vidas, y, si lo abandonamos, o la emprendemos mal, nos encontramos en graves dificultades.
El objetivo de la lucha es obtener del medio ambiente el óptimo grado de estímulo. Esto no significa el máximo. Es posible estar superestimulado, así como subestimulado. El óptimo (o feliz término medio) se halla situado en algún punto entre estos dos extremos. Es como ajustar el volumen de música que emite un receptor de radio: demasiado bajo, no produce impacto; demasiado alto, resulta molesto. El nivel ideal se encuentra en algún punto intermedio, y la consecución de ese nivel en relación a toda nuestra existencia es lo que constituye el objetivo de la lucha de estímulo.
Para el miembro de una supertribu, esto no es fácil. Es como si se hallara rodeado de centenares de «radios» de conducta, unas cuchicheando y otras resonando estentóreamente.
Si, en situaciones extremas, están todas cuchicheando, repitiendo monótonamente una y otra vez los mismos sonidos, experimentará un intenso aburrimiento. Si están todas resonando estentóreamente, sufrirá una grave tensión.
Nuestro primitivo antepasado tribal no consideraba esto un problema tan difícil. Las exigencias de la supervivencia le mantenían ocupado. Todo su tiempo y energía lo absorbía la tarea de continuar con vida, encontrar alimento y agua, defender su territorio, evitar a sus enemigos, criar y enseñar a sus hijos y construir y conservar su refugio. Aunque los tiempos eran excepcionalmente malos, los desafíos eran al menos relativamente directos. Jamás pudo haber estado sometido a las intrincadas y complejas frustraciones y conflictos tan típicos de la existencia supertribal. Ni tampoco es probable que sufriera excesivamente del aburrimiento derivado de una acusada subestimulación, que, paradójicamente, la vida supertribal puede también imponer. Las formas avanzadas de la lucha de estímulo son, por consiguiente, una especialidad del animal urbano. No las encontramos entre los animales salvajes ni entre los hombres «salvajes» en sus medios naturales. Las hallamos, sin embargo, en los hombres urbanos y en una especie particular de animal urbano: el habitante de zoo.