Lo mejor que puede decirse en favor de esto es que, mientras se desarrollan, el público no está realizando actos de violencia.
El acto de redirigir la agresión ha sido denominado frecuentemente como el fenómeno de «… y el botones le dio una patada al gato». Esto implica que sólo los miembros inferiores de una jerarquía volverán contra un animal su ira reprimida. Desgraciadamente para los animales, esto no es cierto, y las sociedades protectoras de los mismos poseen cifras que lo demuestran. La crueldad hacia los animales ha constituido, desde las civilizaciones más antiguas hasta la actualidad, una importante válvula de escape para la agresión redirigida, no limitada, ciertamente, a los niveles más bajos de la jerarquía social. Es innegable que, desde las matanzas en los anfiteatros romanos, hasta el hostigamiento de osos en la Edad Media y las corridas de toros en los tiempos modernos, la composición de dolor y muerte a los animales ha ejercido una masiva atracción en los miembros de las comunidades supertribales. Verdad es que desde que nuestros primitivos antepasados practicaron la caza como método de supervivencia, el hombre ha causado siempre dolor y muerte a otras especies animales, pero en los tiempos prehistóricos los motivos eran diferentes. En sentido estricto, entonces no había crueldad, siendo la definición de la crueldad «deleitarse en el dolor ajeno».
En tiempos supertribales, hemos matado animales por cuatro razones: para obtener alimento, vestido y otros materiales; para exterminar plagas y parásitos; para fomentar el desarrollo científico, y para experimentar el placer de matar. Compartimos con nuestros primitivos antepasados cazadores la primera y la segunda de estas razones; la tercera y la cuarta son novedades de la condición supertribal. La que aquí nos interesa es la cuarta. Las otras pueden, naturalmente, contener elementos de crueldad, pero no es ésta su característica fundamental.
La historia de la crueldad deliberada hacia otras especies ha seguido un extraño rumbo. El cazador primitivo tenía cierto parentesco con los animales. Los respetaba. Y lo mismo hacían los primitivos pueblos labradores y ganaderos. Pero en el momento en que comenzaron a desarrollarse las poblaciones urbanas, grandes grupos de seres humanos dejaron de tener contacto directo con los animales, y se perdió el respeto. Al crecer las civilizaciones, fue aumentando también la arrogancia del hombre. Cerró los ojos al hecho de que él tenía la misma naturaleza que cualquier otra especie. Se abrió un gran abismo. Él tenía un alma, y los animales no. No eran más que bestias irracionales puestas sobre la Tierra para su servicio. Los animales comenzaron a verse en difíciles trances. No es preciso que entremos en detalles, pero hay que hacer notar que todavía a mediados del siglo XIX el papa Pío IX denegó la autorización para la apertura en Roma de un centro de protección de animales, sobre la base de que el hombre tenía deberes para con su semejante, pero no para con los animales. A finales del mismo siglo, un autor jesuita escribió: «Las bestias, por carecer de inteligencia y, por consiguiente, no siendo personas, no pueden tener derechos de ninguna clase… No tenemos, pues, deberes de caridad ni deberes de ningún otro tipo hacia los animales inferiores, como no los tenemos tampoco hacia los árboles y las piedras».
Muchos cristianos estaban comenzando a albergar dudas respecto a esta actitud, pero, hasta que la teoría de la evolución, de Darwin, empezó a ejercer su extraordinario influjo en el pensamiento humano, no volvieron a aproximarse los hombres y los animales. El retorno a la aceptación de la afinidad del hombre con los animales, que tan natural había sido para los primitivos cazadores, condujo a una segunda Era de respeto. Como consecuencia, nuestra actitud hacia la crueldad deliberada con los animales ha estado cambiando rápidamente durante los últimos cien años; pero, pese a la cada vez más intensa desaprobación, el fenómeno continúa, en gran medida, presente entre nosotros. Las manifestaciones públicas son raras, pero las brutalidades privadas persisten. Tal vez respetemos hoy a los animales, pero todavía son nuestros subordinados, y, como tales, son objetos altamente vulnerables para la descarga de la agresión redirigida.
Después de los animales, los niños son los subordinados más vulnerables y, a pesar de que en este terreno las inhibiciones son más intensas, se llevan sometidos también a una gran cantidad de violencia redirigida. La depravación con que animales, niños y otros subordinados desvalidos son objeto de persecución, constituye una medida del peso ejercido por las presiones de dominación sobre los perseguidores.
Incluso en la guerra, en la que se enaltece el acto de matar, puede verse funcionar este mecanismo. Los sargentos y otros suboficiales dominan frecuentemente a sus hombres con extrema crueldad, no sólo para imponer disciplina, sino también para suscitar odio, con la intención deliberada de que este odio se redirija en el combate contra el enemigo.
Volviendo la vista hacia atrás, podemos ver ahora los efectos producidos por la carga, artificialmente pesada, de la dominación ejercida desde arriba, que constituye una inevitable característica de la condición supertribal. Para el animal humano, que sólo hace unos cuantos miles de años era un simple cazador tribal, la anormalidad de la situación ha producido módulos de conducta que, para los niveles animales, son también anormales: la exagerada preocupación por el mimetismo de dominación, la excitación de contemplar actos de violencia, la crueldad deliberada hacia animales, niños y otros subordinados extremos, los actos de homicidio y, si todo lo demás fracasa, los actos de autocrueldad y autodestrucción. Nuestro miembro de supertribu, descuidando a su familia para ascender un peldaño más por la escala social, recreándose en las brutalidades de sus libros y sus películas, dando patadas a sus perros, pegando a sus hijos, persiguiendo a sus subordinados, torturando a sus víctimas, matando a sus enemigos, causándose a sí mismo enfermedades por exceso de tensión y volándose la tapa de los sesos, no es un espectáculo agradable. Ha alardeado con frecuencia de su carácter único en el mundo animal, y en este aspecto lo es.
Es verdad que otras especies se entregan también a intensas luchas por alcanzar un status y que el logro de una situación de dominio es, con frecuencia, un elemento que absorbe por completo el tiempo de sus vidas sociales. En sus hábitats naturales, sin embargo, los animales salvajes nunca llevan semejante conducta hasta los límites extremos observables en la moderna condición humana. Como he dicho antes, sólo en las reducidas moradas de las jaulas de zoo encontramos algo que se aproxime al estado humano. Si, en cautividad, es reunido un grupo de animales demasiado numeroso para la especie de que se trate y es instalado luego con demasiadas apreturas en el inadecuado medio ambiente de unas jaulas, es seguro que se producirán graves incidentes. Tendrán lugar persecuciones, mutilaciones y muertes. Aparecerán neurosis. Pero ni siquiera el director de zoo menos experto pensaría jamás en apiñar y amontonar un grupo de animales en el grado en que el hombre se ha apiñado y amontonado a sí mismo en sus modernas ciudades. Ese nivel de anormal agrupación, predeciría sin dudarlo el director, causaría una fragmentación y colapso completos del módulo social normal de la especie animal afectada. Se quedaría asombrado ante la insensatez de sugerir que debía intentar semejante instalación con, por ejemplo, sus monos, sus carnívoros o sus roedores. Sin embargo, la Humanidad hace voluntariamente esto consigo misma; lucha y se esfuerza bajo estas mismas condiciones y consigue sobrevivir. Conforme a todas las reglas, el zoo humano debería ser ya una vociferante casa de locos, en vías de desintegración hacia una completa confusión social. Los cínicos podrían argüir que éste es, en efecto, el caso, pero, evidentemente, no es así. La dirección iniciada hacia una mayor densidad de población, lejos de menguar, está creciendo constantemente en impulso. Las diversas clases de desórdenes de conducta que he descrito en este capítulo son sorprendentes, no tanto por su existencia como por su rareza en relación a las dimensiones de las poblaciones implicadas. Son extraordinariamente pocos los forcejeantes miembros de supertribu que sucumben a las formas extremas de acción que he examinado. Por cada desesperado buscador de status, homicida, suicida, perseguidor, destrozador de su hogar o incubador de úlceras, hay cientos de hombres y mujeres que, no sólo sobreviven, sino que prosperan bajo las extraordinarias condiciones de las multitudes supertribales. Esto, más que ninguna otra cosa, es un testimonio asombroso de la enorme tenacidad, elasticidad e ingenio de nuestra especie.
Sexo y Supersexo
Cuando usted se lleva un pedazo de alimento a la boca, ello no significa necesariamente que tenga hambre. Cuando usted toma un trago, ello no indica necesariamente que tenga sed. En el zoo humano, comer y beber han llegado a cumplir muchas funciones. Usted puede estar mordisqueando cacahuetes para matar el tiempo, o chupando caramelos para calmar sus nervios. Como un degustador de vino, puede usted paladear simplemente el sabor y escupir luego el líquido, o puede echarse al coleto diez pintas de cerveza para ganar una apuesta. En determinadas circunstancias, puede usted estar dispuesto a lo que sea con el fin de mantener su status social.
En ninguno de estos casos es la nutrición del cuerpo el verdadero valor de la actividad. Esta utilización multifuncional de pautas básicas de conducta no es desconocida en el mundo de los animales, pero, en el zoo humano, el ingenioso oportunismo del hombre extiende e intensifica el proceso. En teoría, esto debería redundar a favor de nuestra existencia supertribal. No obstante, pueden surgir inconvenientes si manejamos torpemente el proceso. Si comemos demasiado para apaciguar nuestros nervios, nuestro peso aumenta en exceso y nuestra salud se resiente; si bebemos demasiado de ciertos líquidos, perjudicamos a nuestro hígado o desarrollamos cálculos; si experimentamos demasiado desenfrenadamente con nuevos sabores, se nos produce una indigestión. Estas dificultades nacen porque no acertamos a separar la comida y la bebida no nutritivas de sus fundamentales funciones nutritivas. Nos rebelamos ante la antigua costumbre romana de hacerse cosquillas en la garganta con una pluma de ave para hacer que el estómago vomite el alimento innecesario, y la práctica de no tragar el líquido, que habitualmente realiza el degustador de vino, no es más que una excepción a la regla general. Sin embargo, con las debidas precauciones, podemos permitirnos, en una medida considerable, comidas y bebidas de carácter multifuncional, sin por ello causarnos ningún daño grave.
En lo que al comportamiento sexual se refiere, la situación es semejante, aunque mucho más complicada, y merece ser objeto de atención especial por nuestra parte. En este terreno se ha producido un fracaso aún mayor al tratar de separar las actividades sexuales no reproductoras de sus primarias funciones reproductoras. No obstante, esto no ha impedido al zoo humano convertir el sexo en un multifuncional supersexo, pese al hecho de que los resultados son a veces desastrosos para los animales humanos afectados. El oportunismo del hombre no conoce límites, y es inconcebible que una actividad tan básica y tan profundamente gratificadora haya escapado a la diversificación. De hecho, de todas nuestras actividades, se ha convertido, a pesar de los peligros, en la más funcionalmente elaborada, con nada menos que diez categorías importantes.
Para mayor claridad, será útil que examinemos una a una las diferentes funciones del comportamiento sexual. Es importante comprender desde el principio que, aunque estas funciones son separadas y distintas, y se entrecruzan a veces unas con otras, no son mutuamente excluyentes. Cualquier acto concreto de galanteo o copulación puede cumplir varias funciones al mismo tiempo.
Las diez categorías funcionales son las siguientes:
No cabe la menor duda de que ésta es la función básica del comportamiento sexual. A veces se ha afirmado que éste es el único papel natural y, por tanto, el único adecuado.
Una cuestión importante que conviene poner aquí de relieve es que cuando una población alcanza una excesiva densidad de individuos, el valor de la función procreadora del sexo se ve considerablemente reducido. Al final, acaba convirtiéndose en un fastidio. En vez de ser un mecanismo fundamental de supervivencia, se trueca en un mecanismo potencial de destrucción. Esto sucede ocasionalmente con especies tales como los lemings y ratones campestres, que, cuando las condiciones son excepcionalmente favorables, se reproducen hasta alcanzar una densidad tal que sus poblaciones hacen explosión caóticamente, con una enorme pérdida de vidas. Esto es también lo que le está sucediendo en la actualidad a la especie humana, y el animal humano tal vez tenga pronto que enfrentarse a la imposición de obtener una licencia de procreación antes de que se le permita engendrar nuevos seres.
No es ésta cuestión que pueda ser tratada superficialmente, y en los últimos años ha suscitado numerosos y agitados debates. Vale la pena contemplar ambos aspectos de la discusión, un ejercicio que ha ido haciéndose cada vez más raro, a medida que los protagonistas se han ido empujando mutuamente hacia posiciones progresivamente más extremas.
La cuestión básica es: ¿nos atrevemos a interferir el proceso procreador? O, como lo enfocaría el otro bando: ¿nos atrevemos a no interferirlo? Las controversias suelen desarrollarse en un plano filosófico, ético o religioso, pero, ¿cómo aparecen cuando las contemplamos biológicamente?
Si un grupo humano se opone a las técnicas eficaces destinadas a limitar la procreación, consigue dos ventajas. En primer lugar, engendrará más rápidamente que los grupos que emplean modernos medios anticoncepcionales. Al aumentar en número, puede esperar eliminar finalmente a los otros. En segundo lugar, garantizará que sus unidades sociales básicas —los grupos familiares— sean fuertes. Una pareja desposada no es sólo una unidad sexual; es también una unidad parental, y, cuanto más parentalmente ocupada esté mayor será su estabilidad.
Estos son argumentos fuertes, pero también lo son los contrarios. Los proponentes de una anticoncepción eficaz pueden poner de relieve que ya no se trata de que un grupo venza a otro. La superpoblación ha pasado a ser un problema de amplitud mundial y debe ser contemplada como tal. En este aspecto, somos una sola y vasta colonia de lemings, y, si la explosión sobreviene, nos afectará a todos.