Así, pues, de otras maneras menos detonantemente personales, debe continuar manifestando la ostentación exterior de su dominación. Con todas las complejidades del moderno medio ambiente urbano a su disposición, esto no es difícil. La mengua de ostentación en sus vestiduras puede compensarse por la naturaleza refinada y exclusiva de los recintos en que gobierna y los edificios en que vive y trabaja. Puede conservar la ostentación en la forma en que viaja, con caravanas de automóviles, escoltas y aviones particulares. Puede seguir rodeándose de un nutrido grupo de «subordinados profesionales» —ayudas de cámara, secretarios, sirvientes, ayudantes personales, guardias de corps, cortesanos, etc.—, parte de cuyo trabajo consiste, tan sólo, en ser vistos mostrándose serviles hacia él, acrecentando con ello su imagen de superioridad social. Sus posturas, movimientos y gestos de dominación pueden ser conservados sin modificarlos. Porque las señales de poder que transmiten son básicas a la especie humana, aceptadas inconscientemente, y pueden, por tanto, eludir toda restricción. Sus movimientos y gestos son tranquilos y reposados, o firmes y decididos. (¿Cuándo ha visto usted correr a un presidente o un primer ministro, excepto cuando estaba haciendo ejercicio voluntariamente?). En la conversación, utiliza sus ojos como armas, lanzando una mirada fija en momentos en que sus subordinados estarían desviando cortésmente la vista, y volviendo la cabeza en momentos en que sus subordinados estarían mirando fijamente. No tiene movimientos nerviosos, crispaciones ni titubeos. Éstas son esencialmente las reacciones de sus subordinados. Si el jefe las realiza, es que algo falla gravemente en él en su papel de miembro dominante del grupo.
2. En momentos de rivalidad activa, debe usted amenazar agresivamente a sus subordinados.
Al menor indicio de desafío por parte de un babuino subordinado, el jefe del grupo responde en el acto con una impresionante ostentación de conducta amenazadora. Existe toda una gama de manifestaciones amenazadoras de posible utilización, que varían desde las motivadas por una gran cantidad de agresión mezclada con un poco de miedo, hasta las motivadas por una gran cantidad de miedo y sólo un poco de agresión. Estas últimas —las «asustadas amenazas» de individuos débiles pero hostiles— nunca son manifestadas por un animal dominante, a menos que su jefatura se esté tambaleando. Cuando su posición es segura, sólo exhibe las ostentaciones de amenaza más agresivas. Puede sentirse tan seguro que lo único que necesite hacer es indicar que está a punto de amenazar, sin molestarse en llevarlo a cabo. Una simple sacudida de su maciza cabeza en dirección al levantisco subordinado puede ser suficiente para someter al individuo inferior. Estas acciones se denominan «movimientos de intención», y funcionan exactamente de la misma forma en la especie humana. Un poderoso jefe humano, irritado por las actividades de un subordinado, no necesita más que agitar su cabeza en dirección a este último y clavar en él su mirada para conseguir afirmar su dominio. Si tiene que levantar la voz o repetir una orden, su dominación es ligeramente menos segura, y, al recuperar por fin el control de la situación, tendrá que restablecer su status administrando una reprimenda o alguna especie de castigo simbólico.
El acto de levantar la voz, o de montar en cólera, no es más que un signo de debilidad en un jefe cuando se produce como reacción a una amenaza inmediata. Puede ser usado también, espontánea o deliberadamente, por un gobernante fuerte como medio general para consolidar su posición. Del mismo modo puede comportarse un babuino dominante, cargando de súbito contra sus subordinados y aterrorizándolos, recordándoles sus poderes. Esto le permite poner en claro unos cuantos puntos, y, después, puede imponer más fácilmente su voluntad con un simple movimiento de cabeza. Los jefes humanos actúan de esta manera de vez en cuando, promulgando severos edictos, practicando inspecciones relámpago o arengando al grupo con vigorosos discursos. Si es usted un jefe, es peligroso que permanezca silencioso, oculto o inadvertido durante demasiado tiempo. Si las condiciones naturales no incitan a una demostración de poder, es preciso inventar circunstancias que lo hagan. No basta tener poder, es preciso que se note. Ahí radica el valor de las manifestaciones espontáneas de amenaza.
3. En momentos de desafío físico, usted (o sus delegados) debe poder dominar por la fuerza a sus subordinados.
Si fracasa una manifestación de amenaza, entonces debe producirse un ataque físico. Si es usted un jefe babuino, éste es un paso peligroso por dos razones. En primer lugar, en una lucha física hasta el vencedor puede resultar dañado, y el perjuicio es mucho más grave para un animal dominante que para un subordinado. Le hace menos intimidante para un atacante posterior. En segundo lugar, se halla siempre superado en número por sus subordinados, y si éstos reciben un estímulo suficientemente fuerte pueden lanzarse en masa contra él y vencerle mediante un esfuerzo combinado. A estos dos hechos se debe el que la amenaza, y no el ataque real, sea el método preferido por los individuos dominantes.
Para superar este trance, el jefe humano acude al empleo de una clase especial de «supresores», tan especializados y expertos en su tarea, que sólo un levantamiento general de toda la población sería lo suficientemente fuerte para derrotarlos. En casos extremos, el déspota empleará una clase aun más especializada de supresores (como la Policía secreta), cuya misión es suprimir a los supresores ordinarios si por casualidad llegan a desmandarse. Mediante una inteligente manipulación y administración, es posible dirigir un sistema agresivo de este tipo de modo que sólo el jefe conozca bastante de lo que está sucediendo para poder controlarlo. Todos los demás se hallan en un estado de confusión, a menos que reciban órdenes desde arriba, y, de esta manera, el déspota moderno puede mantener las riendas y dominar efectivamente.
4. Si un desafío implica más maña que fuerza, debe usted poder mostrarse más inteligente que sus subordinados.
El jefe babuino debe ser astuto, rápido e inteligente, además de fuerte y agresivo. Evidentemente, esto es aún más importante para un jefe humano. En los casos en que existe un sistema de jefatura heredada, el individuo estúpido es rápidamente depuesto, o se convierte en un simple peón manejado a su antojo por los verdaderos jefes.
Hoy día, los problemas son tan complejos que el jefe se ve obligado a rodearse de especialistas intelectuales, pero, esto no obstante, necesita poseer una gran perspicacia y claridad mental. Es él quien debe tomar las decisiones finales, y tomarlas resuelta y firmemente, sin titubeos. Tan vital es esta cualidad en la jefatura, que es más importante adoptar sin vacilaciones una decisión firme, que adoptar la «correcta».
Muchos jefes poderosos han sobrevivido a decisiones equivocadas, adoptadas con fuerza y firmeza, pero pocos han sobrevivido a la vacilante indecisión. La regla de oro de la jefatura, que en una Era racional resulta desagradable de aceptar, consiste en que lo que de verdad importa es el modo en que se hace algo, más que lo mismo que se hace. Es una triste verdad que el jefe que hace cosas equivocadas del modo adecuado obtendrá, hasta cierto punto, mayor adhesión y disfrutará de más éxito que el que hace las cosas debidas de modo indebido. Como resultado de esto, el progreso de la civilización se ha visto una y otra vez afectado. ¡Cuan afortunada es la sociedad cuyo dirigente hace las cosas debidas y, al mismo tiempo, obedece las diez reglas de oro de la dominación; afortunada… y rara también! Parece haber una siniestra, y más que casual relación, entre la gran jefatura y las políticas aberrantes.
Parece como si una de las maldiciones de la inmensa complejidad de la condición supertribal fuera que resulta casi imposible tomar decisiones claras y rotundas, concernientes a cuestiones importantes, sobre una base racional. Los datos disponibles son tan complicados, tan diversos y, con frecuencia, tan contradictorios, que cualquier decisión racional y razonable no puede por menos de entrañar una excesiva vacilación. El gran jefe supertribal no puede permitirse el lujo de una reflexiva espera y de «ulterior examen de los hechos», tan típico del gran académico. La naturaleza biológica de su papel como animal dominante le obliga a tomar una decisión rápida o a perder prestigio.
El peligro es notorio: la situación favorece inevitablemente, como grandes jefes, a individuos más bien anormales, enardecidos por alguna especie de obsesivo fanatismo, que estarán dispuestos a cruzar a través de la masa de fenómenos conflictivos que presenta la condición supertribal. Éste es uno de los precios que debe pagar quien biológicamente es miembro de tribu por convertirse en artificial miembro de supertribu. La única solución es hallar un cerebro brillante, racional, equilibrado y reflexivo alojado en una atractiva, deslumbrante, autoafirmativa y policroma personalidad. ¿Contradictorio? Sí. ¿Imposible? Quizá, pero existe un destello de esperanza en el hecho de que la dimensión misma de la supertribu, causa principal del problema, ofrece también literalmente millones de candidatos potenciales.
5. Debe sofocar las querellas que surjan entre sus subordinados.
Si un jefe babuino presencia una reyerta, lo probable es que se apresure a ponerle fin, aun cuando no constituya en manera alguna una amenaza directa contra él. Esto le da otra oportunidad de manifestar su dominación y, al mismo tiempo, le ayuda a mantener el orden dentro del grupo. Las intromisiones de este tipo por parte del animal dominante se dirigen especialmente hacia los jóvenes pendencieros y contribuyen a inculcar en éstos la idea de la presencia entre ellos de un jefe poderoso.
El equivalente de esta conducta para el jefe humano es el control y la administración de las leyes de su grupo. Los gobernantes de las primitivas y más pequeñas supertribus se mostraban muy activos en este aspecto, pero en los tiempos modernos se ha ido produciendo una creciente delegación de estos deberes, a causa del cada vez mayor peso de otras cargas más directamente relacionadas con el status del jefe. Sin embargo, una comunidad pendenciera es una comunidad ineficaz, y es preciso conservar cierto grado de control e influencia.
6. Debe recompensar a sus subordinados inmediatos permitiéndoles disfrutar de los beneficios de sus altos rangos.
Los babuinos subdominantes, aunque son los peores rivales del jefe, le son también de gran ayuda en tiempos de amenazas procedentes del exterior del grupo. Además, si son objeto de una represión demasiado fuerte, pueden confabularse contra él y deponerle. Disfrutan, por tanto, de privilegios que los miembros más débiles del grupo no pueden compartir. Gozan de más libertad de acción y se les permite estar más cerca del animal dominante que los machos jóvenes.
Todo dirigente humano que no haya obedecido esta regla se ha encontrado pronto en dificultades.
Necesita más ayuda de sus subdominantes y se halla en mayor peligro de una «revuelta de palacio» que su equivalente babuino. Pueden suceder muchas más cosas a sus espaldas. El sistema de recompensar a los subdominantes requiere una gran habilidad. Un error en el género adecuado de recompensa puede dar demasiado poder a un serio rival. Lo malo es que un verdadero jefe no puede disfrutar de verdadera amistad. La verdadera amistad sólo puede ser plenamente expresada entre miembros situados en el mismo nivel, aproximadamente, de status. Puede existir, desde luego, una amistad parcial, en cualquier nivel, entre un dominante y un subordinado, pero siempre se ve afectada por la diferencia de rango. Por bien intencionados que puedan ser los implicados en una amistad de este tipo, inevitablemente se filtran en ella la condescendencia y la adulación, acabando por empañar la pureza de la relación. El jefe, situado en la misma cúspide de la pirámide social, carece permanentemente de amigos; y sus amigos parciales son quizá más parciales de lo que él quiere creer. Como he dicho, la concesión de favores requiere una mano experta.
7. Debe proteger de una persecución injusta a los miembros más débiles del grupo.
Las hembras preñadas tienden a arracimarse en torno al babuino macho dominante. Él hace frente a cualquier ataque contra estas hembras o contra las criaturas desvalidas con un ímpetu salvaje. Como defensor de los débiles, está asegurando la supervivencia de los futuros adultos del grupo.
Los dirigentes humanos han ido extendiendo su protección de los débiles hasta incluir también a los viejos, los enfermos y los inválidos. Se debe esto a que los gobernantes eficientes no sólo necesitan defender a los niños, que algún día aumentarán las filas de sus seguidores, sino también calmar las inquietudes de los adultos activos, todos los cuales se hallan amenazados por la senilidad final, la enfermedad súbita o la posible invalidez. En la mayoría de las personas, el impulso que conduce a prestar ayuda en semejantes casos es consecuencia de un desarrollo natural de su naturaleza biológicamente cooperadora. Mas para los gobernantes se trata también de hacer trabajar con mayor eficiencia a los súbditos, eliminando de sus mentes una pesada carga.
8. Debe tomar decisiones concernientes a las actividades sociales de su grupo.
Cuando el jefe babuino se mueve, todo el grupo se mueve. Cuando descansa, el grupo descansa.
Cuando come, el grupo come. El control directo de este tipo ha desaparecido, desde luego, para el jefe de una supertribu humana, pero puede, no obstante, desempeñar un papel vital para estimular otros rumbos más abstractos que toma su grupo. Puede fomentar las ciencias o poner el énfasis en el aspecto militar. Al igual que lo que ocurre con las demás reglas de oro de la jefatura, es para él importante poner ésta en práctica, aun cuando no parezca ser estrictamente necesaria. Aunque una sociedad esté navegando venturosamente con rumbo fijo y satisfactorio, es para él vital cambiar de algún modo ese rumbo, a fin de hacer sentir su impacto. No basta simplemente con alterarlo como reacción a algo que está marchando mal.
Debe, espontáneamente, por su propia voluntad, insistir en nuevas líneas de desarrollo, so pena de ser considerado débil e inoperante. Si no tiene preferencias y entusiasmos definidos, debe inventarlos. Si se ve que posee lo que parecen ser firmes convicciones sobre ciertas materias, será tomado más en serio en todas las materias. Muchos dirigentes modernos parecen pasar esto por alto, y sus «plataformas» políticas adolecen de una desesperante falta de originalidad. Si ganan la batalla por la jefatura, no es porque sus programas son más sugestivos que los de sus rivales, sino porque son menos insulsos.