El acaecimiento decisivo iba a tener lugar en el punto en que se unen África, Asia y Europa. Allí, en el confín oriental del Mediterráneo, se produjo una pequeña modificación en el comportamiento alimenticio humano que había de alterar todo el curso del progreso de la Humanidad. Era, ciertamente, trivial y simple en sí mismo, pero su impacto había de ser enorme. Hoy, no le damos la menor importancia: lo llamamos agricultura.
Antes, todas las tribus humanas habían llenado sus vientres de una de estas dos formas: los hombres habían cazado animales para comer, y las mujeres habían recogido plantas para comer. La dieta se equilibraba compartiendo los botines. Virtualmente, todos los miembros adultos activos de la tribu eran suministradores de alimentos. El almacenamiento de víveres era relativamente pequeño. Se limitaban a salir y conseguir lo que necesitaban, cuando lo necesitaban. Esto era menos azaroso de lo que parece, porque claro está, la población mundial de nuestra especie era entonces muy escasa, comparada con las masivas cifras de hoy. Sin embargo, aunque estos primitivos cazadores recolectores prosperaron muchísimo y se extendieron hasta cubrir una amplia zona del Globo, sus unidades tribales continuaron siendo pequeñas y simples. Durante los cientos de miles de años de evolución humana, los hombres habían ido adaptándose tanto física como mentalmente, tanto estructural como operativamente, a esta forma cazadora de vida. El nuevo paso que dieron, el paso hacia la agricultura y la producción de alimentos, les situó en un inesperado umbral y les arrojó con tanta rapidez a una forma desconocida de existencia social, que no tuvieron tiempo de desarrollar nuevas cualidades genéticamente controladas para ajustarse a ella. A partir de entonces, su adaptabilidad y su plasticidad operativa, su capacidad de aprender y acomodarse a nuevos y más complejos modos, iban a ser sometidas a una dura prueba. La urbanización y las complicaciones de la vida ciudadana sólo fueron un paso más adelante.
Por fortuna, el largo aprendizaje de la caza había desarrollado el ingenio y un sistema de ayuda mutua. Los hombres cazadores aún eran intuitivamente competitivos y autoafirmativos, cierto, como sus antepasados simios, pero su carácter competitivo se había visto forzosamente atemperado por una creciente necesidad básica de cooperar. Ésta había sido su única esperanza de éxito en su rivalidad con los asesinos profesionales del mundo carnívoro, establecidos hacía tiempo y provistos de afiladas garras, como los grandes felinos. Los hombres cazadores habían desarrollado su cooperatividad juntamente con su inteligencia y su naturaleza exploradora, y la combinación había demostrado ser eficaz y mortífera.
Aprendían con rapidez, tenían buena memoria y sabían reunir los elementos separados de su pasado aprendizaje para resolver nuevos problemas. Si esta cualidad les había sido útil en los primeros tiempos, cuando se hallaban dedicados a sus arduas cacerías, les era más esencial aún ahora, próximos al hogar, en el umbral de una nueva y mucho más compleja forma de vida social.
Las tierras situadas en el extremo oriental del Mediterráneo eran la morada natural de dos plantas vitales: el trigo y la cebada silvestres. En esta región había también cabras salvajes, carneros salvajes, reses salvajes y cerdos salvajes. Los cazadores-recolectores humanos que se establecieron en esta zona habían domesticado ya el perro, pero éste era utilizado fundamentalmente como compañero de caza y guardián, más que como fuente directa de alimento. La verdadera agricultura comenzó con el cultivo de las dos plantas, el trigo y la cebada. No tardó en ser seguido por la domesticación de cabras y ovejas primero, y, poco después, de reses vacunas y cerdos. Con toda probabilidad, los animales fueron atraídos primero por los cultivos, acudieron a comer y se quedaron luego para ser alimentados y comidos ellos mismos.
No es casualidad que las otras dos regiones de la Tierra que, más tarde, presenciaron el nacimiento de civilizaciones independientes (Asia meridional y América central) fueran también lugares donde los cazadores-recolectores encontraron plantas silvestres adecuadas para el cultivo: arroz en Asia y maíz en América.
Tan afortunados fueron estos cultivos de finales de la Edad de Piedra, que, hoy día, las plantas y animales que entonces fueron domesticados continúan siendo las más importantes fuentes de alimentos en todas las operaciones agrícolas a gran escala. Los grandes progresos modernamente conseguidos en el terreno de la agricultura y la ganadería han sido mecánicos más que biológicos. Pero fue lo que empezó como meros residuos de las primitivas labores agrícolas lo que había de ejercer el impacto en verdad decisivo en nuestra especie.
Retrospectivamente, es fácil de explicar. Antes de que comenzara la labranza de la tierra y la cría de ganado, todo el que quería comer debía aportar su participación en la búsqueda de alimento.
Virtualmente, toda la tribu se hallaba implicada. Pero cuando los cerebros con visión de futuro que habían ideado y planeado las maniobras cinegéticas volvieron su atención a los problemas de organizar el cultivo de cosechas, la irrigación de la tierra y la alimentación de animales cautivos, consiguieron dos cosas. Fue tal su éxito, que crearon por primera vez no sólo una provisión constante de alimentos, sino también un excedente alimenticio regular con el que se podía contar. La creación de este excedente fue la llave que había de abrir la puerta a la civilización. La tribu no sólo podía hacerse más numerosa, sino que podía liberar a algunos de sus miembros para que se dedicaran a otras tareas: no tareas ocasionales, supeditadas a las primordiales exigencias de la búsqueda de alimentos, sino actividades de plena dedicación que podían florecer y desarrollarse por derecho propio. Había nacido una Era de especialización.
De estos pequeños comienzos surgieron las grandes ciudades.
He dicho que es fácil de explicar, pero ello no significa que no sea difícil para nosotros, al volver la vista hacia atrás, seleccionar el factor vital que condujo al siguiente gran paso de la historia humana. No significa, naturalmente, que fuera un paso fácil de dar a la sazón. Cierto que el cazador-recolector humano era un animal magnífico, lleno de aptitudes y potencialidades latentes. El hecho de que nosotros estemos aquí hoy es prueba suficiente de ello. Pero había evolucionado como cazador tribal, no como paciente y sedentario granjero. Es también cierto que poseía una mente sagaz, capaz de planear una expedición de caza y de comprender los cambios de estación que se sucedían en su medio ambiente. Mas para obtener éxito en su actividad de granjero tenía que extender su sagacidad más allá de todo cuanto antes había experimentado. La táctica de la caza tuvo que convertirse en estrategia agropecuaria. Conseguido esto, tenía que aguzar aún más su inteligencia para enfrentarse a las nuevas complejidades sociales que habían de seguir a su recién lograda opulencia, mientras los pueblos se convertían en ciudades.
Es importante comprender esto cuando se habla de una «revolución urbana». El uso de esta expresión da la impresión de que las ciudades empezaron a surgir por todas partes en una súbita e impetuosa marcha hacia una nueva vida social. Pero no fue así. Los viejos modos fueron extinguiéndose lenta y dificultosamente. De hecho, subsisten en la actualidad en muchas partes del mundo. Numerosas culturas contemporáneas están todavía operando a niveles agropecuarios virtualmente neolíticos, y en ciertas regiones, tales como el desierto del Kalahari, el norte de Australia y el Ártico, podemos aún observar comunidades de cazadores-recolectores de puro estilo paleolítico.
Los primeros desenvolvimientos urbanos, las primeras ciudades, surgieron, no como una súbita erupción en la piel de la sociedad prehistórica, sino como unas cuantas manchas aisladas y diminutas.
Aparecieron en lugares del Asia sudoccidental como dramáticas excepciones a la regla general. Conforme a las medidas actuales, eran muy pequeñas, y el modelo se extendía lentamente, muy lentamente. Cada una de ellas se basaba en una organización acusadamente localizada, íntimamente relacionada con las tierras de labor circundantes y ligada a ellas.
Al principio, había un comercio y una mutua relación muy escasos entre un centro urbano y los otros. Éste había de ser el siguiente gran avance, y requería tiempo. La barrera psicológica que se oponía a semejante paso era, evidentemente, la pérdida del particularismo local. No era tanto el caso de «la tribu que perdió su cabeza», como la cabeza humana rehusando perder su tribu. La especie había evolucionado como un animal tribal, y la característica fundamental de una tribu es que opera sobre una base localizada e interpersonal. No iba a resultar fácil abandonar este básico modelo social, tan típico de la antigua condición humana. Pero eran las cosechas, tan eficientemente recogidas y transportadas, lo que estaba forzando la marcha. Al ir progresando la agricultura y a medida que la élite urbana, liberada de los trabajos de la producción, fue concentrando su atención en otros problemas más nuevos, resultó inevitable que emergiera finalmente una red urbana, una interconexión jerárquicamente organizada entre ciudades vecinas.
La más antigua ciudad conocida surgió en Jericó hace más de ocho mil años, pero la primera civilización plenamente urbana se desarrolló mucho más al Este, al otro lado del desierto de Siria, en Sumer. Allí, hace unos cinco mil o seis mil años, nació el primer imperio, y el prefijo «pre» fue eliminado de la palabra «prehistoria» con la invención de la escritura. Se desarrolló la coordinación entre ciudades, los dirigentes se convirtieron en administradores, adquirieron estabilidad las profesiones, progresaron el trabajo sobre metales y el transporte, los animales de carga (distintos de los destinados al consumo alimenticio) fueron domesticados y surgió la arquitectura monumental.
Para nuestros actuales niveles, las ciudades sumerias eran pequeñas, con poblaciones que oscilaban desde siete mil hasta no más de veinte mil habitantes. Sin embargo, el sencillo miembro de tribu había recorrido ya un largo camino. Se había convertido en un ciudadano, miembro de una supertribu, y la diferencia clave consistía en que en una supertribu ya no conocía personalmente a cada miembro de su comunidad. Era este cambio, este desplazamiento de la sociedad personal a la impersonal, lo que había de causar al animal humano sus más intensas angustias en los milenios siguientes. Como especie, no estábamos biológicamente equipados para enfrentarnos a una masa de desconocidos disfrazados de miembros de nuestra tribu. Era algo que teníamos que aprender a hacer, pero que no resultaba fácil. Como veremos más adelante, todavía nos estamos esforzando por conseguirlo en toda clase de secretas maneras… y algunas que no lo son tanto.
Como consecuencia de la artificialidad de la inflación de la vida social humana a escala supertribal, se hizo necesario introducir formas más elaboradas de controles para mantener unidas las dilatadas comunidades. Era preciso pagar en disciplina los enormes beneficios materiales de la vida supertribal. En la antigua civilización, que comenzó a desarrollarse en torno al Mediterráneo, en Egipto, Grecia, Roma y otros lugares, la administración y el Derecho se hicieron más opresivos y más complejos, juntamente con las tecnologías y artes en creciente florecimiento.
Fue un lento proceso. La magnificencia de los restos de estas civilizaciones, ante los que hoy día nos sentimos maravillados, tiende a hacernos pensar que abarcaban vastas poblaciones, pero no es así.
En cabezas por supertribu, el crecimiento fue gradual. En fecha tan avanzada como el año 600 a. de C., la ciudad más grande, Babilonia, no contenía más de ochenta mil personas. La Atenas clásica poseía una población ciudadana de veinte mil habitantes únicamente, y tan sólo la cuarta parte de ellos formaban parte de la verdadera élite urbana. La población total de toda la ciudad-Estado, incluyendo mercaderes extranjeros, esclavos y residentes rurales y urbanos, ha sido estimada en una cifra aproximada que oscila entre los setenta mil y los cien mil habitantes. Para situar esto en una perspectiva adecuada, téngase en cuenta que la cifra es ligeramente inferior a la de la población de las actuales ciudades universitarias, tales como Oxford y Cambridge. Naturalmente, las grandes metrópolis modernas no admiten comparación: existen en la actualidad más de cien ciudades que superan el millón de habitantes, sobrepasando los diez millones la mayor de ellas. La Atenas moderna contiene nada menos que 1.850.000 personas.
Si habían de continuar creciendo en esplendor, los antiguos Estados urbanos no podían confiar por más tiempo en la producción local. Tenían que aumentar sus provisiones por uno de estos dos medios: el comercio o la conquista. Roma siguió ambos procedimientos, pero dio preferencia a la conquista y la llevó a cabo con tan devastadora eficiencia administrativa y militar que fue capaz de crear la ciudad más grande que el mundo había visto jamás, con una población que se acercaba al medio millón de habitantes, y erigiendo un modelo cuyos ecos habían de resonar a todo lo largo de las centurias siguientes. Estos ecos persisten hoy día, no sólo en el esfuerzo cerebral de los organizadores, manipuladores y talentos creadores, sino también en la élite urbana, cada vez más ociosa y ávida de emociones, cuyos miembros se han hecho tan numerosos que su humor puede agriarse fácilmente y deben ser mantenidos entretenidos a toda costa. En el sofisticado habitante ciudadano del Imperio Romano podemos ya ver hoy un prototipo del actual miembro de la supertribu.
Desarrollando nuestro relato urbano, hemos llegado, con la antigua Roma, a una fase en que la comunidad humana ha crecido de tal modo y alcanza una densidad tal que, zoológicamente hablando, hemos llegado ya a la condición moderna. Cierto que, durante las centurias siguientes, la trama fue espesándose, pero continuó siendo esencialmente la misma. Las muchedumbres se hicieron más densas, las élites se volvieron más selectas, las tecnologías adquirieron un carácter más técnico. Las frustraciones y tensiones de la vida ciudadana aumentaron en intensidad. Los choques supertribales se hicieron más sangrientos. Había demasiadas personas, lo cual significaba que había personas de sobra, personas que se podían dilapidar. A medida que las relaciones humanas, perdidas en la multitud, se hacían más impersonales, la inhumanidad del hombre hacia el hombre aumentaba hasta alcanzar proporciones horribles. Sin embargo, como he dicho antes, una relación impersonal no es una relación biológicamente humana, de modo que esto no resulta sorprendente. Lo sorprendente es que las desmesuradamente hinchadas supertribus hayan podido sobrevivir y, lo que es más, que hayan sobrevivido tan bien. No es esto algo que debamos aceptar simplemente porque nos hallamos en el siglo XX, es algo de lo que debemos maravillarnos. Es un asombroso testimonio de nuestra increíble habilidad, tenacidad y plasticidad como especie. ¿Cómo pudimos conseguirlo? Lo único que poseíamos, como animales, era un conjunto de características biológicas desarrolladas durante nuestro largo aprendizaje como cazadores. La respuesta debe de radicar en la naturaleza de estas características y en la forma en que hemos sabido explotarlas y manipularlas sin distorsionarlas con tanta intensidad como (superficialmente) parecemos haber hecho.