Como continuación de
El mono desnudo
, Desmond Morris analiza la sociedad que el mono desnudo ha creado y compara al hombre civilizado con su equivalente, el animal cautivo. En condiciones naturales, el animal salvaje, entre otras cosas, no se mutila a sí mismo, no ataca a su prole, no tiene úlcera de estómago, no es fetichista, no padece obesidad ni estrés. Sin embargo, en cautividad muestra conductas semejantes a las del hombre urbano enjaulado en sus agobiantes ciudades. Por tanto, es inexacta la expresión «jungla de asfalto», acuñada por el hombre para describir su propio medio ambiente. Resulta más adecuado designarlo como «zoo humano»… Un lúcido y corrosivo análisis de los desvaríos y atrocidades que el hombre practica en una sociedad condenada a la autodestrucción.
Desmond Morris
El zoo humano
El mono desnudo - 2
ePUB v1.1
Nibbler / GusiX11.09.12
Título original:
The human zoo
Desmond Morris, 1969
Traducción: Adolfo Martín
Retoque portada: GusiX
Editor original: Nibbler (v1.0)
Segundo editor: GusiX (v1.1)
Corrección de erratas: GusiX
ePub base v2.0
Cuando las presiones de la vida moderna se vuelven opresivas, el fatigado habitante de la ciudad suele hablar de su rebosante mundo como de una jungla de asfalto. Es ésta una forma colorista de describir el modo de vida en una comunidad urbana densamente poblada, pero es también sumamente inexacta, como puede confirmar cualquiera que haya estudiado una jungla verdadera.
En condiciones normales, en sus hábitats naturales, los animales salvajes no se mutilan a sí mismos, no se masturban, atacan a su prole, desarrollan úlceras de estómago, se hacen fetichistas, padecen obesidad, forman parejas homosexuales, ni cometen asesinatos. Todas estas cosas ocurren, no hace falta decirlo, entre los habitantes de las ciudades. ¿Revela, pues, esto, una diferencia básica entre la especie humana y otros animales? A primera vista, así parece. Pero esto es engañoso. También otros animales observan estos tipos de comportamiento en determinadas circunstancias, a saber, cuando se hallan confinados en condiciones antinaturales de cautividad. El animal encerrado en la jaula de un parque zoológico manifiesta todas estas anormalidades que tan familiares nos son por nuestros compañeros humanos. Evidentemente, entonces, la ciudad no es una jungla de asfalto, es un zoo humano.
La comparación que debemos hacer no es entre el habitante de la ciudad y el animal salvaje, sino entre el habitante de la ciudad y el animal cautivo. El moderno animal humano no vive ya en las condiciones naturales de su especie. Atrapado, no por un cazador al servicio de un zoo, sino por su propia inteligencia, se ha instalado en una vasta y agitada casa de fieras, donde, a causa de la tensión, se halla en constante peligro de enloquecer.
A pesar de las presiones, las ventajas son importantes. El mundo del zoo, como un padre gigantesco, protege a sus inquilinos: se suministran comida, bebida, albergue y cuidados médicos e higiénicos; los problemas básicos de supervivencia se hallan reducidos al mínimo. Hay tiempo libre en abundancia. El modo en que se emplea este tiempo en un zoo no humano varía, naturalmente, de una especie a otra. Unos animales reposan tranquilamente y dormitan al sol; otros encuentran cada vez más difícil aceptar una prolongada inactividad. Si es usted inquilino de un zoo humano, pertenece inevitablemente a esta segunda categoría. Hallándose en posesión de un cerebro esencialmente exploratorio e inventivo, no podrá reposar durante mucho tiempo. Se verá impulsado con creciente intensidad al desarrollo de actividades cada vez más complicadas. Investigará, organizará y creará, y, al final, se habrá hundido a mayor profundidad todavía, en un mundo de parque zoológico aún más cautivo. A cada nueva complejidad, se encontrará alejado un paso más de su estado tribal natural, el estado en que sus antepasados existieron durante un millón de años.
La historia del hombre moderno es la historia de su lucha para hacer frente a las consecuencias de este difícil progreso. El cuadro se vuelve confuso e induce, a la vez, a la confusión; en parte, a causa de su misma complejidad y, en parte, porque nos hallamos implicados en él en un papel dual, siendo espectadores y participantes al mismo tiempo. Tal vez pueda aclararse la escena si la contemplamos desde el punto de vista del zoólogo, y esto es lo que intentaré en las páginas que siguen. En la mayoría de los casos, he seleccionado ejemplos que serán familiares a los lectores occidentales. Esto no quiere decir, sin embargo, que me proponga referir mis conclusiones sólo a las culturas accidentales. Por el contrario, todo indica que los principios subyacentes se aplican por igual a los habitantes de ciudades de todo el mundo.
Si parezco estar diciendo: «Retroceded, camináis hacia el desastre», permítame asegurarle que no es así. En nuestro incansable progreso social, hemos liberado gloriosamente nuestros poderosos impulsos exploradores e inventivos. Constituyen una parte básica de nuestra herencia biológica. No hay en ellos nada artificial ni antinatural. Ellos nos suministran nuestra gran fuerza, así como nuestra gran debilidad. Lo que trato de mostrar es el creciente precio que tenemos que pagar por satisfacerlos, y los ingeniosos expedientes que ideamos para hacer frente a ese precio, por exorbitante que resulte. Los riesgos van aumentando continuamente, y el juego se hace cada vez más peligroso, las bajas más sobrecogedoras, y el paso más acelerado. Pero, pese a los azares, es el juego más excitante que el mundo ha presenciado jamás. Es absurdo sugerir que alguien debería tocar un silbato y tratar de detenerlo. No obstante, hay formas diferentes de jugarlo, y, si podemos comprender mejor la verdadera naturaleza de los jugadores, debería ser posible hacer el juego más remunerador aún, sin que, al mismo tiempo, se tornara más peligroso y, por fin, desastroso para toda la especie.
Tribus y supertribus
Imagine usted un pedazo de tierra de treinta y cinco kilómetros de longitud y otros tantos de anchura. Represénteselo agreste, habitado por animales grandes y pequeños. Figúrese ahora un grupo compacto de sesenta seres humanos acampando en medio de este territorio. Trate de verse a sí mismo allí, como miembro de esta minúscula tribu, con el paisaje, su paisaje, extendiéndose en torno más allá de cuanto puede abarcar su vista. Nadie ajeno a su tribu utiliza este vasto espacio. Constituye su ámbito doméstico exclusivo, su terreno de caza tribal. Periódicamente, los hombres de su grupo se ponen en marcha en busca de presas. Las mujeres recogen bayas y frutas. Los niños juegan ruidosamente en torno al campamento, imitando las técnicas de caza de sus padres. Si la tribu prospera y aumenta de tamaño, se desgajará de ella un grupo que se dispondrá a colonizar un nuevo territorio. Poco a poco, se irá extendiendo la especie.
Imagine un pedazo de tierra de treinta y cinco kilómetros de longitud y otros tantos de anchura.
Represénteselo civilizado, habitado por máquinas y edificios. Figúrese ahora un grupo compacto de seis millones de seres humanos acampando en medio de este territorio. Véase a sí mismo allí, con la complejidad de la gran ciudad extendiéndose a su alrededor, más allá de cuanto puede abarcar su vista.
Compare ahora estas dos imágenes. En la segunda escena hay cien mil individuos por cada uno de la primera escena. El espacio ha permanecido idéntico. Hablando en términos evolucionistas, este dramático cambio ha sido casi instantáneo; han bastado unos cuantos miles de años para que la escena uno se convierta en la escena dos. El animal humano parece haberse adaptado con brillantez a su extraordinaria nueva condición, pero no ha tenido tiempo para cambiar biológicamente, para evolucionar hasta una nueva especie genéticamente civilizada. Este proceso civilizador se ha realizado de modo exclusivo por el aprendizaje y el condicionamiento. Biológicamente, continúa siendo el sencillo animal tribal representado en la escena uno. Así vivió, no durante unos cuantos siglos, sino durante un millón de duros años. A lo largo de ese período cambió biológicamente. Evolucionó de modo espectacular. Las presiones de la supervivencia eran grandes y le moldearon.
Han sucedido tantas cosas en los últimos miles de años, los años urbanos, los agitados años del hombre civilizado, que se nos hace difícil comprender la idea de que esto no es más que una ínfima parte de la historia humana. Nos resulta tan familiar, que imaginamos vagamente haber llegado a ella de manera gradual y que, en consecuencia, nos hallamos plenamente equipados para enfrentarnos a todos los nuevos azares sociales. Si nos forzamos a considerar la cuestión con fría objetividad, nos vemos obligados a admitir que no es así. Es sólo nuestra increíble plasticidad, nuestra ingeniosa adaptabilidad, lo que hace que lo parezca. El sencillo cazador tribal está haciendo todo lo posible por llevar airosa y orgullosamente sus nuevos jaeces; pero son vestiduras complejas y embarazosas, y no deja de tropezar con ellas. Sin embargo, antes de examinar la forma en que tropieza y tan frecuentemente pierde el equilibrio, debemos, en primer lugar, ver cómo se las ha arreglado para confeccionar su fabulosa capa de civilización.
Debemos comenzar haciendo descender la temperatura hasta encontrarnos en plena Era glacial, hace unos veinte mil años. Nuestros primeros antepasados cazadores habían conseguido ya extenderse a lo largo de buena parte del Viejo Mundo y no habrían de tardar en emigrar desde el Asia oriental hasta el Nuevo Mundo. Haber conseguido una expansión semejante debe de haber significado que su sencilla vida cazadora era ya algo más que un simple modo de emular a sus rivales carnívoros. Pero esto no es sorprendente si se piensa que el cerebro de nuestros antepasados de la Edad del Hielo era ya tan grande y estaba tan desarrollado como los nuestros en la actualidad. Desde el punto de vista del esqueleto, hay poca diferencia entre ellos y nosotros. Físicamente hablando, el hombre moderno había entrado ya en escena.
De hecho, si con la ayuda de una máquina del tiempo fuera posible traer a nuestro hogar al hijo recién nacido de un cazador de la Edad del Hielo y criarlo como propio, es dudoso que nadie notara la superchería.
En Europa, el clima era hostil, pero nuestros antepasados luchaban bien contra él. Con la más sencilla de las tecnologías, eran capaces de matar grandes piezas de caza. Afortunadamente, nos han dejado un testimonio de su destreza cazadora, no sólo en los accidentales restos que podemos desenterrar en los suelos de sus cuevas, sino también en los impresionantes murales pintados en sus paredes. Los velludos mamuts, los lanosos rinocerontes, bisontes y renos allí retratados no permiten albergar ninguna duda respecto a la naturaleza de su clima. Al emerger hoy en día de la oscuridad de las cuevas y salir a la abrasada campiña, es difícil imaginarla habitada por estas criaturas de gruesas pieles. Acude vívidamente a la mente el contraste entre la temperatura de antaño y la actual.
Al tocar a su fin la última glaciación, el hielo empezó a retirarse hacia el Norte a un ritmo de cincuenta metros al año, y los animales de las zonas frías se movieron con él hacia el Norte. Frondosos bosques ocuparon el lugar de las frías tundras. La gran Edad del Hielo concluyó hace unos diez mil años, pregonando el advenimiento de una nueva época en el desarrollo humano.