En sustitución, hasta cierto punto, de esta pérdida, existe un nuevo sistema de fraccionamiento supertribal que se ha desarrollado recientemente. Están surgiendo las clases de edad. Se ha abierto un abismo, que va ensanchándose, entre lo que debemos llamar ahora una pseudotribu de jóvenes adultos y una pseudotribu de viejos adultos. La primera posee sus propias costumbres y su propio sistema de dominación, que van diferenciándose cada vez más de los de la segunda. El fenómeno, enteramente nuevo, de poderosos ídolos adolescentes y líderes estudiantiles se ha producido en una nueva e importante división pseudotribal. Los esporádicos intentos por parte de la pseudotribu de adultos viejos para cercar al nuevo grupo han obtenido un éxito muy limitado. La acumulación de honores propios de los adultos viejos sobre las cabezas de líderes adultos jóvenes, o la tolerante aceptación de los extremismos de las modas y estilos de los adultos jóvenes, no han logrado sino conducir a nuevos excesos de rebeldía. (Si, por ejemplo, el consumo de marihuana llega a ser legalizado y obtiene una amplia difusión, será necesario un sustitutivo inmediato, del mismo modo que el alcohol tuvo que ser sustituido por la marihuana). Cuando estos excesos alcanzan un punto que los adultos viejos no pueden admitir, o que se niegan a imitar, entonces los adultos jóvenes pueden descansar tranquilos por algún tiempo. Haciendo ondear sus nuevas banderas pseudotribales, pueden disfrutar las satisfacciones de su nueva independencia pseudotribal y de su más manejable y reservado sistema de dominación.
La lección que se desprende de todo esto es que la vieja necesidad biológica de la especie humana de una precisa identidad tribal es una poderosa fuerza que no puede ser dominada. En cuanto es invisiblemente reparada con fisura supertribal, aparece otra. Autoridades bien intencionadas hablan alegremente de «esperanzas de una sociedad mundial». Ven con claridad la posibilidad técnica de un desarrollo tal, dadas las maravillas de la comunicación moderna, pero pasan obstinadamente por alto las dificultades biológicas.
¿Un punto de vista pesimista? No. Las perspectivas sólo continuarán siendo sombrías mientras siga sin llegarse a una armonía con las demandas biológicas de la especie. Teóricamente, no existe ninguna buena razón por la que pequeñas agrupaciones, satisfaciendo las exigencias de identidad tribal, no puedan interrelacionarse constructivamente dentro de supertribus florecientes que, a su vez, se relacionen recíproca y constructivamente entre sí para formar una masiva megatribu mundial. Los fracasos habidos hasta la fecha se han debido, en buena parte, a los intentos de suprimir las diferencias existentes entre los diversos grupos, en vez de encauzarlos a mejorar la naturaleza de estas diferencias convirtiéndolas en formas más fructíferas y pacíficas de interacción social competitiva. Los intentos de convertir al mundo entero en una gran extensión de uniforme monotonía se hallan condenados al desastre. Esto se aplica a todos los niveles, desde el nacional hasta el puramente local. El sentido de identidad social presenta dura lucha cuando se ve amenazado. El hecho de que tenga que luchar por su existencia significa, en el mejor de los casos, un levantamiento social, y, en el peor, derramamiento de sangre. En un capítulo posterior, examinaremos esto con más atención, pero, por el momento, debemos volver a la cuestión del status social y considerarlo a nivel del individuo.
¿Dónde se encuentra exactamente este moderno buscador de status? Primero, tiene sus amigos y relaciones personales. Juntos, forman su pseudotribu social. Segundo, tiene su comunidad local, su pseudotribu regional. Tercero, tiene sus especializaciones: su profesión, oficio o empleo, y sus pasatiempos, aficiones o deportes. Estas componen sus pseudotribus especialistas. Cuarto, tiene los restos de una tribu de clase y una nueva tribu de edad.
Todos estos subgrupos juntos le proporcionan una probabilidad de lograr algún tipo de dominación y de satisfacer su necesidad básica de status mucho mayor que si fuera simplemente una minúscula unidad en una masa homogénea, una hormiga humana arrastrándose por un gigantesco hormiguero supertribal.
Hasta el momento, perfecto; pero existen inconvenientes.
En primer lugar, la dominación conseguida en un subgrupo limitado es también limitada. Puede ser real, pero es sólo una solución parcial. Resulta imposible ignorar el hecho de que existen en derredor cosas mayores. Ser un pez grande en un estanque pequeño no puede suprimir los sueños de un estanque más grande. En el pasado, esto no era problema, porque el rígido sistema de clases, implacablemente aplicado, mantenía a cada uno en su «lugar». Esto tal vez fuera muy ordenado, pero podía conducir con demasiada facilidad a un estancamiento supertribal. Individuos de poco talento conseguían medrar, pero muchos de los que poseían grandes cualidades quedaban postergados, desperdiciando sus energías en objetivos estrictamente limitados. Era posible que un genio potencial de la clase baja tuviera menos posibilidades de éxito que un completo imbécil de la clase alta.
La rígida estructura de clases tenía su valor como instrumento de escisión en grupos, pero era un sistema grotescamente despilfarrador, y no ha de sorprender que haya terminado sucumbiendo. Su fantasma continúa marchando, pero en la actualidad ha sido sustituido en gran parte por una meritocracia mucho más eficaz, en la que cada individuo es teóricamente capaz de hallar su nivel óptimo. Una vez allí, puede consolidar su identidad tribal por medio de las diversas agrupaciones pseudotribales.
Este sistema meritocrático presenta unas características excitantes, pero hay en él otro aspecto que considerar. La excitación va acompañada de tensión. Característica esencial de la meritocracia es que, aunque evita la pérdida de talentos, abre también una clara vía desde la zona más baja hasta la cúspide misma de la enorme comunidad supertribal. Si cualquier niño puede, por sus méritos personales, acabar convirtiéndose en el más grande de los dirigentes, entonces por cada uno que triunfe en el empeño habrá gran número de fracasos. Estos fracasos no pueden ya ser atribuidos a las fuerzas externas del perverso sistema de clases. Quienes los padecen deben atribuirlos a su verdadero origen, sus propios defectos personales.
Parece, por tanto, que toda supertribu de grandes dimensiones, vigorosa y progresiva, debe contener inevitablemente una elevada proporción de frustrados aspirantes a un status superior. La muda satisfacción de una sociedad rígida y estancada es sustituida por las febriles ansias e inquietudes de una sociedad móvil y en desarrollo. ¿Cómo reacciona ante esta situación el forcejeante aspirante a un status?
La respuesta es que, si no puede llegar a la cumbre, hace cuanto puede para crear la ilusión de ser menos subordinado de lo que es. Para comprender esto, será de utilidad a este respecto echar un vistazo al mundo de los insectos.
Muchas clases de insectos son venenosos, y los animales mayores aprenden a no comerlos. A estos insectos les interesa mostrar una bandera de advertencia de alguna especie. La avispa típica, por ejemplo, ostenta en su cuerpo unas visibles franjas negras y amarillas. Esto es tan manifiesto que a un animal de presa le resulta fácil recordarlo. Después de unas experiencias infortunadas, aprende rápidamente a rehuir a los insectos que exhiben este dibujo. Otras especies venenosas de insectos, no relacionadas con ellas, pueden ostentar también un dibujo similar. Se convierten en miembros de lo que se ha denominado un «club de advertencia».
Para nosotros, lo que importa en el presente contexto es que algunas especies inofensivas de insectos se han aprovechado de este sistema desarrollando dibujos y colores similares a los de los miembros venenosos del «club de advertencia». Ciertas moscas inocuas, por ejemplo, ostentan en sus cuerpos franjas negras y amarillas que imitan el dibujo y el colorido de las avispas. Convirtiéndose en falsos miembros del «club de advertencia», obtienen los beneficios sin tener que poseer ningún auténtico veneno.
Los animales agresores no se atreven a atacarlos, aun cuando, en realidad, constituirían un sabroso alimento.
Podemos utilizar este ejemplo de los insectos como burda analogía para ayudarnos a comprender lo que le ha sucedido al aspirante humano a un status. Todo lo que tenemos que hacer es sustituir la posesión de veneno por la posesión de dominio. Los individuos verdaderamente dominantes manifiestan su status superior de muchas maneras visibles. Agitarán sus banderas de dominación bajo la forma de los vestidos que llevan, las casas en que viven, el modo en que viajan, hablan, se divierten y comen. Llevando las insignias sociales del «club de dominación», ponen inmediatamente en evidencia su status superior, tanto a sus subordinados como entre ellos mismos, de modo que no necesitan reafirmar constantemente su dominación de una forma más directa. Al igual que los insectos venenosos, no necesitan estar «picando» continuamente a sus enemigos; les basta con agitar la bandera que indica que podrían hacerlo si quisieran.
De ahí se sigue, lógicamente, que los subordinados inofensivos pueden unirse al «club de dominación» y disfrutar de sus beneficios con sólo exhibir las mismas banderas. Si, como las moscas negras y amarillas, pueden imitar a las avispas negras y amarillas, pueden, al menos, crear la ilusión de dominación.
El mimetismo de dominación se ha convertido, de hecho, en una considerable preocupación de los aspirantes supertribales a un status, y es importante examinarlo con más atención. Ante todo, es esencial trazar una clara distinción entre un símbolo de status y una mímica de dominación. Un símbolo de status es un signo exterior del verdadero nivel de dominación que uno ha alcanzado. Una mímica de dominación es un signo exterior del nivel de dominación que a uno le gustaría alcanzar, pero al que aún no ha llegado. En términos de objetos materiales, un símbolo de status es algo de que uno dispone; una mímica de dominación es algo de que uno no dispone por completo, pero que, sin embargo, puede adquirir. Por tanto, las mímicas de dominación implican con frecuencia importantes sacrificios en otras direcciones, mientras que esto no ocurre con los símbolos de status.
Es evidente que las sociedades primitivas, con sus estructuras de clase más rígidas, no dieron tanta extensión al mimetismo de dominación. Como ya he señalado, las gentes estaban mucho más satisfechas con «conocer su puesto». Pero el impulso ascensional es una fuerza poderosa, y siempre hubo excepciones, por rígida que fuese la estructura de clases. Los individuos dominantes, al ver su posición amenazada por la imitación, reaccionaron duramente. Introdujeron estrictas regulaciones, e incluso leyes, para reprimir el mimetismo.
Las diversas reglas sobre la indumentaria constituyen un buen ejemplo. En Inglaterra, la ley del Parlamento de Westminster de 1363 tenía como objeto principal regular el modo de vestir de las diferentes clases sociales, tan importante había llegado a ser esta cuestión. En la Alemania del Renacimiento, una mujer que vistiera ropas pertenecientes a una clase superior a la suya se exponía a tener que llevar en torno al cuello una pesada argolla de madera. En la India se dictaron estrictas reglas que relacionaban la forma en que uno plegaba su turbante con su casta particular. En la Inglaterra de Enrique VIII, no se permitía llevar sombreros de terciopelo ni cadenas de oro a ninguna mujer cuyo marido no pudiera mantener un caballo veloz para el servicio del rey. En América, en la Nueva Inglaterra de los primeros tiempos, se prohibía a una mujer llevar un chal de seda a menos que su marido poseyera bienes por valor de mil dólares. Los ejemplos son innumerables.
En la actualidad, con el derrumbamiento de la estructura de clases, estas leyes han sido muy restringidas. Se limitan ahora a unas cuantas categorías especiales, tales como medallas, títulos e insignias, cuyo uso todavía es ilegal, o, al menos, socialmente inaceptable, sin el apropiado status. En general, sin embargo, el individuo dominante está mucho menos protegido contra las prácticas de mimetismo de dominación de lo que lo estuvo en otro tiempo.
Ha reaccionado con ingenio y habilidad. Aceptando el hecho de que los individuos de status inferior están decididos a copiarle, ha respondido haciendo accesibles imitaciones baratas y producidas en masa de los objetos demostrativos de un status superior. El cebo es tentador y ha sido ávidamente tragado. Un ejemplo explicará cómo funciona la trampa.
La esposa de status elevado lleva un collar de diamantes. La de status bajo lleva un collar de cuentas. Los dos collares están bien hechos; las cuentas, aunque baratas, son alegres y atractivas, y no pretenden ser más que lo que son. Desgraciadamente, poseen un bajo valor de status, y la esposa de status inferior quiere algo más. No existe ninguna ley ni ningún edicto social que le impida llevar un collar de diamantes. Trabajando duramente, ahorrando hasta el último céntimo y, por fin, gastando más de lo que puede permitirse, tal vez llegue a poder adquirir un collar de diamantes pequeños, pero auténticos. Si da este paso, adornando su cuello con un remedo de dominación, empieza a convertirse en una amenaza para la esposa de status elevado. La diferencia existente entre sus respectivos status se vuelve difusa. Por consiguiente, el marido de status elevado lanza al mercado collares de grandes diamantes falsos. Son baratos y superficialmente tan atractivos que la esposa de bajo status abandona su lucha por los diamantes auténticos y se decide en su lugar por los falsos. La trampa ha funcionado. Se ha impedido el mimetismo de dominación.
Esto no se manifiesta en la superficie. La mujer de bajo status, al lucir su llamativo collar falso parece estar imitando a su rival dominante, pero esto es una ilusión. La cuestión radica en que el collar falso es demasiado bueno para ser verdadero, si se le considera con relación a la forma general de vida de la mujer que lo lleva. No engaña a nadie, y, por consiguiente, no sirve para elevar su status.
Resulta sorprendente que el truco dé tan buenos resultados y con tanta frecuencia, pero así es. Ha penetrado en muchas esferas de la vida y ello no ha dejado de producir repercusiones. Ha destruido gran parte del arte y la artesanía propios del bajo status. El arte popular ha sido remplazado por reproducciones baratas de los grandes maestros; la música popular ha sido sustituida por el disco de gramófono; la artesanía aldeana ha sido sustituida por imitaciones en plástico, fabricadas en masa, de artículos más costosos.