Teóricamente, si la unidad familiar permanece compacta y no se ve hostigada por fuerzas externas, todo debe marchar bien. Es un sistema de acomodación, porque, si la agotadora intensidad de los actos sexuales de la joven pareja durante la fase de formación se prolongara indefinidamente, su eficiencia podría resultar menoscabada en otras actividades. Pero los agobios y las tensiones de la condición supertribal tienden a hostigar a la unidad familiar. Las presiones externas son fuertes. La sustitución de la intensidad de la etapa de formación de pareja por la extensión exploratoria a posteriores actividades sexuales es la solución ideal, y, pese a su repetida represión, continúa practicándose en la actualidad.
Sólo existe un inconveniente. La excitación de explorar nuevas formas de estímulo sexual presta un buen servicio a la unidad familiar cuando se practica entre miembros de una pareja desposada. Pero puede adoptar otra forma. El anhelo de novedades puede satisfacerse no sólo explorando nuevos modos con un compañero familiar, sino también explorando un nuevo compañero con modos familiares, o, más aún, explorando un nuevo compañero con nuevos modos.
El desarrollo del sexo exploratorio emerge, por tanto, como una espada de doble filo. Debido a que nuestra civilización supertribal ha cargado con creciente intensidad el acento en los beneficios del comportamiento exploratorio —nuestro sistema educativo, nuestro saber, nuestras artes, ciencias y tecnologías dependen por completo de ello—, han sido similarmente fortalecidas las demás tendencias exploratorias en todos nuestros otros modos de comportamiento. En la esfera sexual, esto ha conducido con frecuencia a dificultades. La idea de una hembra apareada asistiendo a clases prácticas de técnica copulatoria, o de un macho apareado ejercitándose en un gimnasio sexual, es profundamente ofensiva para sus compañeros sexuales, ya que afecta a la inherente exclusividad del mecanismo de vinculación de la pareja. Los experimentos sexuales con sujeto distinto del compañero tienen, por tanto, que ser hechos privadamente y en secreto, y entra en escena el nuevo riesgo de la traición al vínculo de pareja. Como consecuencia de ello, el antiguo y fundamental núcleo social de nuestra especie —la unidad familiar— se ha resentido, pero ha conseguido, no obstante, sobrevivir. No surgirían estas dificultades si nosotros fuéramos una clase de especie diferente, si, como las tortugas, pusiéramos huevos en la arena y los dejásemos empollar solos. Mas, para nosotros, con nuestros pesados deberes parentales, los experimentos sexuales realizados fuera del vínculo de pareja entrañan dos peligros. No sólo provocan intensos celos sexuales, sino que estimulan también la formación accidental de nuevos vínculos de pareja, en detrimento, en último término, de la prole de las unidades familiares afectadas. Pueden haber dado resultado, de vez en cuando, complejas combinaciones sexuales y comunas, pero los éxitos absolutos parecen haber sido rarezas aisladas, limitadas a personalidades excepcionales e insólitas. Sólo el ejercicio del más implacable control intelectual por todas las partes implicadas permitirá que los experimentos sexuales de este tipo se desarrollen plácidamente.
Ni siquiera ha dado buenos resultados el extendido sistema de harén, considerado desde la perspectiva del éxito supertribal, y algunos investigadores lo han señalado acusadoramente como un importante factor de la decadencia social de las civilizaciones afectadas.
Al igual que las otras nueve categorías de comportamiento sexual, la función exploratoria es lo bastante fundamental para ser observada en otras especies animales. Dado que requiere un alto grado de inventiva, no es sorprendente que se halle principalmente limitada a los primates superiores. Los grandes monos, en particular, exhiben una considerable gama de experimentos sexuales cuando viven en condiciones de cautividad, entre los que figuran gran número de posturas copulatorias que no se dan en sus semejantes salvajes.
Es imposible establecer una lista completa de las funciones del sexo sin incluir una categoría basada en la idea de que existe algo semejante al «sexo por el sexo»; comportamiento sexual cuya realización contiene su propia recompensa, independientemente de ninguna otra consideración. Esta función se halla íntimamente relacionada con la anterior, pero son, sin embargo, distintas.
La relación existente entre el sexo exploratorio y el sexo recompensador por sí mismo es semejante a la que existe entre explorar y jugar un juego, o entre el juego desarrollado al azar y el juego organizado de los niños. Cuando los niños irrumpen en un nuevo terreno de juegos, suelen empezar a recorrerlo y a escudriñarlo, investigando sus posibilidades. Con el paso del tiempo, este comportamiento casi desordenado se resuelve en una planeada secuencia. Emerge una estructura lúdica, y emerge un «juego».
Un terreno determinado puede conducir a un juego de escalada, o a un juego de escondite, o a un juego de persecución y, una vez que el juego se ha desarrollado, puede ser repetido en ocasiones posteriores sin grandes variaciones. Si resulta ser un modelo recompensador, volverá a ser practicado una y otra vez, aun cuando no sea ya una novedad. El comportamiento errático inicial era excitante porque era un juego exploratorio; la posterior y repetida pauta es excitante como juego recompensador en sí mismo.
Es evidente el paralelismo con el sexo exploratorio y el sexo recompensador en sí mismo. Entre los componentes de una pareja tienen lugar numerosos incidentes copulatorios sumamente satisfactorios que no se hallan directamente dirigidos a la procreación, que superan con mucho las exigencias del mantenimiento de la pareja y que no implican la introducción de nuevos experimentos. Encajan, por consiguiente, en la presente categoría funcional. Representan el sexo recompensador en sí mismo, o, si usted lo prefiere, el puro erotismo. Son al copulador lo que la gastronomía es al comensal, o lo que la estética es al artista. Es incongruente cantar las alabanzas de exquisitas experiencias gastronómicas, o de sublimes experiencias estéticas, y condenar al mismo tiempo hermosas experiencias eróticas. Sin embargo, esto se ha hecho con frecuencia. Es cierto que el exceso puede a veces crear problemas, pero otro tanto puede afirmarse de las desmesuras en el terreno de la gastronomía o de la estética. Los casos extremos de atletismo sexual pueden resultar tan agotadores que quede poca energía para ninguna otra cosa, y el modo de vida se ve entonces afectado de desequilibrio, del mismo modo que la excesiva complacencia en la comida puede producir grave obesidad y pérdida de la salud física, y la obsesión con problemas estéticos puede conducir a un perjudicial desinterés para otros aspectos de la vida social. Las mismas reglas básicas son aplicables en cada caso.
La preocupación hacia la acción por la acción lleva aparejada la existencia de un cierto grado de tiempo y energía sobrantes. Esto, a su vez, implica que las necesidades fundamentales de la supervivencia están cubiertas. En los humanos, esto significa una sociedad urbana. En los animales significa la vida en un zoo, con el suministro de alimento y la eliminación de los enemigos; y es allí, lógicamente, donde encontramos los ejemplos de hipersexualidad animal.
Este es el sexo que opera como terapia ocupacional, o, si usted lo prefiere, como instrumento contra el aburrimiento. Se halla en íntima relación con la categoría anterior, pero también puede distinguirse perfectamente de ella. Existe una diferencia entre tener tiempo de sobra y aburrirse. El sexo recompensador en sí mismo puede tener lugar simplemente como una de las muchas formas de emplear constructivamente el tiempo sobrante disponible, sin que asome en el horizonte el más mínimo signo de un síndrome de aburrimiento. Su función es la búsqueda positiva de recompensas sensorias. El sexo ocupacional, por contraste, funciona como remedio terapéutico de la condición negativa producida por un medio ambiente monótono y estéril. El aburrimiento leve acarrea indiferencia y falta de dirección o de motivación. El aburrimiento intenso, en un medio desolado y vacío, produce un impacto diferente. Crea ansiedad y agitación, irritabilidad y, por fin, ira.
Experimentos realizados con investigadores que fueron colocados en cubículos de superficies lisas y monótonas, provistos de anteojos opacos y gruesos guantes que imposibilitaban pequeños movimientos de las manos dieron resultados sorprendentes. Con el paso de las horas, se volvieron cada vez más incapaces de descansar. Llegaron al extremo de inventar cualquier clase de trivial acción que pudieran realizar en sus limitadas circunstancias. Empezaron a silbar, a hablar consigo mismos, a marcar un ritmo con los pies, cualquier cosa que rompiese la monotonía, por absurda que fuese la actividad. Al cabo de varios días, padecían signos de grave tensión y encontraron tan insoportables las condiciones que no pudieron continuar.
El aburrimiento intenso, no es, por tanto, cuestión de estarse tendido sin hacer nada; es precisamente lo contrario. Se llega a un punto en el que servirá cualquier actividad, siempre que se logre alguna especie de comportamiento. La situación es demasiado amenazadora para disfrutar los placeres sensitivos típicos de las actividades recompensadoras en sí mismas; es cuestión, sobre todo, de hacer cesar el dolor de la total inactividad. La situación de infraactividad es perjudicial para el sistema nervioso, y el cerebro hace cuanto puede para protegerse a sí mismo.
En condiciones normales de aburrimiento —es decir, en un medio ambiente vacío, pero no tan deliberadamente vacío como el de los experimentos anteriormente citados—, el objeto más a mano para romper la monotonía es el propio cuerpo del sujeto. Si no hay ninguna otra cosa, siempre hay eso. Las uñas pueden ser mordidas, las narices hurgadas, y rascado el cuero cabelludo; y siempre puede ser provocado el cuerpo para que produzca una respuesta sexual. Puesto que el objetivo es producir el máximo total de estímulo, las actividades sexuales desarrolladas en esta situación se tornan frecuentemente brutales y dolorosas, y, a veces, conducen incluso a una grave mutilación o a una lesión física de los genitales. El dolor que causan es, en cierto sentido, una extraña parte de la terapia, más que un resultado accidental de ella. Típica de este fenómeno es la masturbación brutal y prolongada, comprendiendo quizás el desgarramiento de la piel o la inserción de objetos afilados en los tractos genitales.
Pueden observarse formas extremas de sexo ocupacional en prisioneros humanos que han sido separados coercitivamente de sus medios ambientes normales y estimulantes. No se trata de sexo fisiológico; una cantidad menos de deleitación bastaría para satisfacer las específicas exigencias fisiológicas.
El fenómeno puede observarse también en el caso de introvertidos patológicos. En este supuesto, puede surgir en medios que parezcan, superficialmente, adecuadamente estimulantes. Un examen más atento, sin embargo, revela pronto que, aunque los individuos afectados parezcan hallarse rodeados de estímulos excitantes, se encuentran separados de ellos por su anormal condición psicológica. Están muriendo psicológicamente de inanición en medio de la abundancia. Si, por alguna razón, se han vuelto intensamente antisociales y mentalmente aislados, incapaces de establecer contacto con el mundo que les rodea, pueden estar sufriendo una subestimulación tan intensa como la experimentada por los prisioneros físicos en sus celdas. Para los aislados extremos, sean físicos o mentales, los dolorosos excesos del sexo ocupacional se convierten en un mal menor que la total y moribunda inactividad.
Los animales de zoo, retenidos en jaulas estériles, manifiestan respuestas similares. Cuando se les aísla de sus parejas, pueden exhibir el sexo fisiológico. Libres de los apremios de encontrar comida y de evitar a los enemigos, y con tiempo de sobra en sus manos, pueden entregarse al sexo recompensador en sí mismo. Pero, llevados a situaciones de aburrimiento extremo, pueden recurrir a una drástica especie de sexo ocupacional. Algunos monos machos se convierten en obsesos masturbadores. Los machos ungulados encerrados con hembras, pero sin nada más que hacer, pueden, literalmente, atormentar a sus compañeras hasta la muerte, acosándolas y persiguiéndolas más allá de todo límite natural. Se han conocido monos que se comportaban de la misma manera. Un orangután macho que vivía en una jaula vacía, cuando se le suministró una hembra se apareó con ella y la abrazó con tan persistente ímpetu que la hembra perdió temporalmente el uso de sus brazos y tuvo que ser retirada. Los monos que han sido criados alejados de los de su especie suelen encontrar imposible acomodarse a la vida social cuando se les introduce, ya adultos, en un grupo de su propia especie. Como el ser humano mentalmente trastornado que «vive en su propio mundo», pueden acurrucarse en un rincón y continuar entregándose al solitario sexo ocupacional, sólo a unos pocos metros de distancia de un compañero receptivo. Esto es muy frecuente en los chimpancés de zoo, que suelen ser criados en situación de aislamiento como animalitos domésticos y son luego reunidos al llegar a la edad adulta. Una pareja, cuyos componentes habían tenido infancias anormales y que fueron encerrados como «matrimonio» en una jaula sin más compañeros, se entregaron repetidamente a un desmedido comportamiento sexual, aunque éste nunca estuvo dirigido hacia el otro.
Aunque compartían el encierro, ambos se hallaban mentalmente aislados. Sentados separados el uno del otro, se masturbaban regularmente de muy variadas formas. La hembra utilizaba ramitas o trozos de madera que arrancaba con los dientes de las paredes y se las insertaba en la vagina, realizando estas acciones mientras el macho estimulaba su pene en otro rincón.
Así como el sistema nervioso no puede tolerar una acusada inactividad, así también se rebela contra las tensiones de la excesiva superactividad. El sexo tranquilizador es la otra cara de la moneda del sexo ocupacional. En vez de ser antiaburrimiento, es antiagitación. Cuando se enfrenta a una dosis excesiva de estímulos extraños, desconocidos o aterradores, el individuo busca una vía de escape en la realización de actos familiares y conocidos que sirven para calmar sus destrozados nervios. Cuando las tensiones de la vida son excesivas, la víctima puede tranquilizarse recurriendo a acciones que sabe habrán de traerle la satisfacción de una recompensa consumatoria. En su estado de tensión y sobreactividad, es incapaz de llevar nada a una conclusión. Se ve arrastrado de un lado a otro, sin poder resolver jamás problemas específicos a causa de las constantes interferencias y de la confusión de los obstruidos caminos.