Hasta las plantas fueron utilizadas para prestar servicios fálicos. La mandragora, una planta con raíces en forma de falo, fue muy empleada como amuleto protector. Se perfeccionaba su papel simbólico incrustando en ella granos de mijo o de cebada en la zona apropiada; se la volvía a enterrar durante veinte días para que germinaran los granos y, luego, se la desenterraba de nuevo y se le recortaban los vástagos para que pareciesen vello pubiano. Conservada de esta forma, se decía que era tan eficaz para dominar las fuerzas exteriores que duplicaría cada año el dinero de su propietario.
Se podría continuar y llenar todo un libro con ejemplos de simbolismo fálico, pero creo que los que he seleccionado bastan para mostrar cuan extendido y variado es este fenómeno. Hemos llegado a este tema destacando sólo uno de los elementos de la agresiva manifestación masculina del sexo de status, a saber, la erección del pene. Sin embargo, se ha producido también otro importante desarrollo que no debemos pasar por alto. El original y natural acto de copulación es para el macho, como ya he destacado, un acto fundamentalmente afirmativo y agresivo de penetración. En determinadas condiciones, puede, por tanto, funcionar como instrumento del sexo de status. Un macho puede copular con su hembra primariamente para reforzar su ego masculino, más que para lograr cualquiera de los otros nueve objetivos sexuales que he enumerado en este capítulo. En tales casos, puede hablar de hacer una «conquista», como si hubiera estado librando una batalla en ves de hacer el amor. Y cuando digo que habla de ello lo digo en un sentido literal, pues alardear ante otros machos constituye una parte importante de la victoria del sexo de status. Si guarda silencio acerca de ello, siempre puede alimentar privadamente a su ego, pero obtiene un refuerzo de status mucho mayor si se lo cuenta a sus amigos. Toda hembra que se entere de esto puede estar razonablemente segura de la clase de copulación en que ha intervenido. Los detalles de las copulaciones de formación de pareja son, por contraste, estrictamente privados.
El macho que utiliza a las hembras con finalidades de sexo de status está, de hecho, más interesado en lucirlas que en ninguna otra cosa. Puede incluso conformarse con hacer ostentación ante su grupo de sus hembras dependientes, sin molestarse en copular con ellas. Siempre que se vea con claridad que son sus subordinadas, esto será suficiente.
Los grandes harenes formados por los gobernantes de ciertas civilizaciones cumplían predominantemente una función de instrumento del sexo de status. No indicaban la existencia de múltiples nexos de pareja. Con frecuencia, emergía del grupo de hembras una esposa favorita con la que se desarrollaba una especie de vínculo de pareja, pero la misión del sexo de status dominaba toda la escena.
Había una sencilla ecuación: poder = número de hembras en el harén. A veces, había tantas que el gobernante carecía de tiempo y de energía para copular con todas ellas, pero, como símbolo de virilidad, intentaba engendrar una prole lo más numerosa posible. El supuesto señor de harén actual tiene que conformarse generalmente con una larga serie de hembras, dominándolas de una en una, en vez de congregarlas a todas a su alrededor simultáneamente. Tiene que apoyarse en su reputación verbal, más que en una masiva exhibición visual de poder sexual.
Es oportuno mencionar aquí la especial actitud que los practicantes del sexo de status heterosexual manifiestan hacia los machos homosexuales. Es una actitud de hostilidad y desprecio crecientes, motivada por la inconsciente comprensión de que «si no se unen al juego, no pueden ser derrotados». En otras palabras, la carencia en el macho homosexual de interés sexual hacia las hembras le proporciona una injusta ventaja en la batalla del sexo de status, pues, por muchas hembras que domine el experto heterosexual, el homosexual no quedará impresionado. Es necesario, entonces, derrotarle por el ridículo.
Dentro del mundo homosexual habrá, naturalmente, una competición de sexo de status tan vigorosa como la que tiene lugar en la esfera heterosexual, pero esto no mejora en absoluto la comprensión entre los dos grupos, ya que los objetos por los que se compite son muy diferentes en los dos casos.
Si el practicante moderno del sexo de status es incapaz de conseguir conquistas reales, puede todavía disponer de gran número de alternativas. Un macho ligeramente inseguro puede expresarse a sí mismo contando chistes sucios. Estos dan a entender que es agresivamente sexual, pero un obsesivo y persistente narrador de chistes obscenos empieza a despertar sospechas en sus compañeros, que descubren la existencia de un mecanismo compensador.
Los machos con un mayor problema de inferioridad pueden frecuentar el trato con prostitutas. Ya he mencionado otras funciones de esta actividad sexual, pero la del realce de status es quizá la más importante. La propiedad esencial de esta forma de sexo de status es que la hembra está siendo degradada. El macho, siempre que tenga una pequeña cantidad de dinero, puede exigir sumisión sexual. El hecho de que sabe que la mujer no recibe con agrado sus maniobras, pero que se somete a ellas de todos modos, no puede por menos de aumentar su sensación de poder sobre ella. Otra alternativa es la exhibición de strip-tease. La hembra, también por una pequeña suma de dinero, tiene que desnudarse delante de él, rebajándose a sí misma y elevando, por consiguiente, el status relativo de los machos espectadores.
Existe un cruel dibujo satírico sobre el tema del strip-tease, titulado simplemente «tripes-tease».
Muestra a una muchacha desnuda que, habiéndose despojado de toda su ropa y escuchando todavía gritos de «más», se practica una incisión en el vientre y, con una seductora sonrisa, comienza a sacarse los intestinos al compás de la música. Este brutal comentario revela que con el tema del strip-tease estamos entrando en el terreno de esa forma extrema de expresión de sexo de status que es el del sadismo.
Es un hecho desagradable, pero evidente, que cuanto más intensa es la necesidad que el macho siente de realzar su ego, más desesperadas son las medidas que toma; cuanto más degradante y violento sea el acto, mayor será el realce que se consiga. Para la inmensa mayoría de los machos, estas medidas extremas son innecesarias. El grado de autoafirmación conseguido en la vida social es suficientemente recompensador. Pero bajo las fuertes presiones de status de la vida supertribal, donde tienen que ser tan escasos los dominantes y tan numerosos los subordinados reprimidos, los pensamientos sádicos tienden, no obstante, a proliferar. Para la mayoría de los hombres no pasan de ser pensamientos; las fantasías sádicas no ven jamás la luz del día. Algunos individuos van más allá, estudiando ávidamente los detalles de las flagelaciones, palizas y torturas de los libros, cuadros y películas sádicos. Unos cuantos asisten a exhibiciones pseudosádicas, y muy pocos se convierten en auténticos sádicos practicantes. Es cierto que muchos hombres pueden ser levemente brutales en la práctica del amor, y que algunos realizan con sus parejas rituales fingidamente sádicos, pero, por suerte, el sádico sanguinario es un fenómeno poco corriente.
Una de las formas más comunes de sadismo es la violación. Quizá se deba esto a que es tan exclusivamente un acto propio del macho que expresa la masculinidad agresiva mejor que otros tipos de actividad sádica. (Los machos pueden torturar a las hembras, y las hembras no pueden torturar a los machos. Los machos pueden violar hembras, pero las hembras no pueden violar machos). Aparte de la total dominación y degradación de la hembra, una de las extrañas satisfacciones que la violación depara al sádico estriba en que las contorsiones y expresiones faciales de dolor que produce en la hembra son en cierto modo similares a las contorsiones y expresiones faciales de una hembra experimentando un intenso orgasmo. Además, si mata luego a su víctima, su estado inmediatamente fláccido y pasivo ofrece una horrenda mímica del colapso y la relajación posorgásmicos.
Un comportamiento alternativo para los machos menos violentos es lo que podría describirse como «violación visual». Denominado generalmente exhibicionismo, consiste esto en mostrar súbitamente los genitales a una o varias mujeres extrañas. No se realiza ningún intento por establecer contacto físico. La finalidad es producir vergüenza y confusión en las involuntarias espectadoras presentándoles la forma más básica de ostentación amenazadora de sexo de status. Volvemos aquí a la amenaza del pene del pequeño mono ardilla.
Quizá la forma más extrema de sadismo sea la tortura, la violación y el asesinato de una niña por parte de un macho adulto. Los sádicos de este tipo tienen que sufrir sentimientos de la más intensa inferioridad de status conocida del hombre. Para conseguir el realce de su ego, se ven obligados a elegir los individuos más débiles y desamparados de la sociedad e imponerles la forma más violenta de dominación que puedan realizar. Por fortuna, estas medidas extremas se toman en raras ocasiones.
Parecen ser más frecuentes de lo que en realidad son debido a la enorme publicidad que se da a tales casos, pero la verdad es que comprenden una ínfima fracción del conjunto total de «crímenes violentos». De todos modos, una supertribu en la que sólo existen unos cuantos individuos que se vean empujados a excesos de dominación de este tipo ha de constituir una sociedad que opera bajo inmensas presiones de status.
Una cuestión final sobre el sexo de status: resulta intrigante descubrir que ciertos individuos provistos de una manifiesta vasta ansia de poder padecían anormalidades sexuales físicas. La autopsia de Hitler, por ejemplo, reveló que sólo tenía un testículo. La autopsia de Napoleón puso de manifiesto las «atrofiadas proporciones» de sus genitales. Ambos tuvieron una vida sexual poco común, y no puede uno por menos de preguntarse cuánto habría cambiado el curso de la Historia europea si hubieran sido sexualmente normales. Al ser inferiores por su estructura sexual, fueron quizás empujados a formas más directas de expresión agresiva. Pero, por extrema que llegara a ser su dominación, nunca podía saciarse su ansia de súper status, porque, independientemente de lo que consiguieran, ello no podía darles jamás los genitales perfectos del macho dominante típico. Aquí se cierra el círculo del sexo de status. Primero, la condición sexual del macho dominante es tomada como una expresión de la agresión dominante. Luego, se vuelve tan importante en este papel que, si existe algún defecto en el equipo sexual, resulta necesario compensarlo cargando aún más el acento en la pura agresión.
Quizá, después de todo, haya algo que decir en favor del sexo de status (en sus formas más leves).
En sus variedades más ritualizadas y simbólicas, proporciona, al menos, válvulas de escape relativamente inofensivas para agresiones potencialmente perjudiciales en otro caso. Cuando un mono dominante monta a un subordinado, consigue afirmarse a sí mismo sin tener que recurrir a hincar sus dientes en el cuerpo del animal más débil. Intercambiar chistes verdes en un bar causa menos daños que sostener una reyerta.
Hacer un gesto obsceno en dirección a alguien no le pone un ojo morado. El sexo de status ha evolucionado, de hecho, como un sustitutivo incruento de la violencia sanguinaria de la dominación y agresión directas. Es sólo en nuestras excesivamente desarrolladas supertribus donde la escala de status se alza hasta las nubes, y las opresiones derivadas del esfuerzo por mantener o mejorar una posición en la jerarquía social se han hecho tan inmensas que el sexo de status se ha desmandado y ha llegado a extremos tan cruentos como la pura agresión misma. Este es, sin embargo, otro de los precios que el miembro de una supertribu tiene que pagar por los grandes logros de su mundo supertribal y por las excitaciones de vivir en él.
Al examinar estas diez funciones básicas del comportamiento sexual, hemos visto claramente la forma en que, para el moderno animal urbano, el sexo se ha convertido en supersexo. Aunque comparte estas diez funciones con otros animales, ha llevado a la mayoría de ellas mucho más allá de lo que las demás especies lo han hecho jamás. Incluso en las civilizaciones más puritanas, el sexo ha desempeñado un importante papel, aunque sólo fuera porque se hallaba siempre presente en las mentes de las personas como algo que era necesario reprimir, probablemente, es exacto afirmar que nadie está tan totalmente obsesionado por el sexo como un puritano fanático.
Las influencias actuantes en el camino hacia el supersexo se han entremezclado unas con otras. El factor principal fue la evolución de un gran cerebro. Por una parte, esto condujo a una prolongada infancia, y esto, a su vez, significó una unidad familiar de larga duración. Había que forjar un vínculo de pareja y de mantenimiento. El sexo de formación de pareja y el sexo de mantenimiento de pareja fueron añadidos al primario sexo de procreación. Si no había a mano válvulas de escape sexuales activas, el ingenio del cerebro hizo posible la utilización de técnicas diversas para obtener un alivio a la tensión sexual psicológica.
El renovado anhelo de novedades del hombre, su viva curiosidad e inventiva, dio lugar a un desarrollo masivo del sexo exploratorio. Debido a su eficiencia, el cerebro organizó su vida de tal modo que el hombre tenía cada vez más tiempo libre y una sensibilidad progresivamente mayor para emplearlo. Pudo así florecer el sexo recompensador en sí mismo, el sexo por el sexo. Si había demasiado tiempo libre, pudo hacer su aparición el sexo ocupacional. Si, por contraste, la creciente carga de las presiones y tensiones supertribales se hacía demasiado pesada, siempre estaba el sexo tranquilizante. Las complejidades combinadas de la vida supertribal produjeron una creciente división del trabajo y las profesiones, y la actividad sexual se vio afectada también, en la forma de sexo comercial. Por fin, con los magnificados problemas de dominación y status de la enorme estructura supertribal, el sexo fue siendo progresivamente utilizado en contextos no sexuales, como un omnipresente sexo de status.
La mayor complicación sexual surgida ha sido la oposición entre las categorías primariamente reproductivas (sexo de procreación, de formación de pareja y de mantenimiento de pareja), por una parte, y las categorías primariamente no reproductivas por la otra. En los tiempos anteriores a la «píldora», cuando la anticoncepción era rara o ineficaz, el sexo procreador constituía un importante riesgo para el sexo exploratorio, el sexo recompensador en sí mismo y los demás. Aun en el llamado «paraíso pospíldora», que algunos han considerado precursor de una época de desenfrenada promiscuidad, el problema está lejos de ser resuelto, debido a la persistencia de las fundamentales propiedades de consolidación de pareja inherentes a los encuentros sexuales humanos. La extendida y despreocupada promiscuidad es un mito, y siempre lo será. Es un mito nacido exclusivamente de la creencia fundada en el deseo propio del sexo de status, pero nunca pasará de mero deseo. La oposición constituida por el fuerte impulso de formación de pareja existente en el hombre y derivada de sus cada vez mayores deberes parentales, continuará persistiendo, cualesquiera que sean los progresos técnicos que se realicen en el futuro en el campo de la anticoncepción. Esto no significa que tales progresos no hayan de producir su impacto en nuestras actividades sexuales. Por el contrario, alterarán profundamente nuestra conducta. La triple presión de la anticoncepción perfeccionada, la disminución de las enfermedades venéreas y el continuo aumento de la población humana conducirá a un dramático incremento de las formas no reproductivas de complacencia copulatoria. No puede haber duda de ello. Tampoco puede haber la menor duda de que esto intensificará el antagonismo entre estas formas de sexo y las exigencias del vínculo de pareja. Por desgracia, como consecuencia, los hijos sufrirán al mismo tiempo que sus sexualmente confundidos padres.