Dadas las presiones de la supertribu, el hacinamiento a escala global de nuestra especie y las desigualdades de progreso de las diferentes supertribus, hay pocas esperanzas de que nuestros hijos crezcan para preguntarse a qué se debía la guerra. El animal humano se ha hecho demasiado grande para sus botas de primate. Su equipo biológico no es lo bastante fuerte para enfrentarse al medio ambiente, no biológico, que ha creado. Sólo un inmenso esfuerzo de contención intelectual podrá ya salvar la situación.
Ocasionalmente, se ve algún signo de esto acá y allá, pero no bien brota en un lado se extingue en otro. Y, lo que es más, nuestra especie posee tal elasticidad que siempre parecemos capaces de absorber los choques, de compensar la destrucción, de tal modo que ni siquiera nos vemos obligados a extraer enseñanzas de nuestras brutales lecciones. Las guerras más grandes y sangrientas que hayamos conocido no han tenido más efecto, a la larga, que producir una ligera depresión en la curva de crecimiento de la población mundial. Siempre hay un incremento de posguerra en el ritmo de nacimientos, y los huecos se llenan con rapidez. El gigante humano se regenera a sí mismo como un gusano mutilado y continúa deslizándose rápidamente.
¿Qué es lo que hace a un individuo humano ser uno de «ellos», a los que hay que destruir como una plaga de insectos, en vez de uno de «nosotros», que debe ser defendido como un hermano querido? ¿Qué es lo que le sitúa a él en un grupo extraño y nos mantiene a nosotros en el grupo propio? ¿Cómo «reconocerlos»? Es facilísimo, naturalmente, si pertenecen a una supertribu enteramente separada, con costumbres extrañas, aspecto extraño y extraño lenguaje. Todo en ellos es tan diferente de «nosotros» que basta con realizar la burda simplificación de que todos ellos son malvados bellacos. Las fuerzas cohesivas que ayudaron a mantener unido su grupo como una sociedad claramente definida y eficientemente organizada sirven también para situarlos aparte de nosotros y hacer que susciten terror por causa de su extranjería. Como el dragón shakesperiano, son «más frecuentemente temidos que vistos».
Estos grupos son los objetivos más evidentes de hostilidad de nuestro grupo. Pero, suponiendo que les hayamos atacado y derrotado, ¿qué ocurre luego? ¿Y si no nos atrevemos a atacarlos? Y si, por cualquier razón, nos hallamos por el momento en paz con otras supertribus, ¿qué sucede con la agresión existente en el interior de nuestro grupo propio? Podemos, si tenemos suerte, continuar en paz y seguir operando eficiente y constructivamente dentro de nuestro grupo. Las fuerzas cohesivas internas, incluso sin la ayuda de la amenaza proveniente de un grupo extraño, pueden ser lo bastante vigorosas para mantenernos unidos. Pero las presiones y tensiones de la supertribu continuarán actuando sobre nosotros, y si la batalla interna de dominación es librada con excesiva crueldad, con subordinados extremos que experimentaran demasiada represión o pobreza, entonces no tardarán en aparecer grietas. Si existen graves desigualdades entre los subgrupos que inevitablemente se desarrollan dentro de la supertribu, su competición, normalmente saludable, estallará en violencia. La agresión reprimida de subgrupo, si no puede combinarse con la agresión reprimida de otros subgrupos para atacar a un común enemigo extranjero, encontrará expresión en forma de tumultos, persecuciones y rebeliones.
Ejemplos de esto se pueden encontrar a todo lo largo de la Historia. Cuando el Imperio romano hubo conquistado el mundo (tal como entonces lo conocía), su paz interna fue destrozada por una serie de guerras y secesiones civiles. Lo mismo sucedió cuando España dejó de ser una potencia conquistadora, organizadora de expediciones coloniales. Por desgracia, existe una relación inversa entre las guerras externas y las disensiones internas. La implicación está clara: en ambos casos es la misma clase de energía agresiva frustrada que está buscando una válvula de escape. Sólo una estructura supertribal inteligentemente construida puede evitar las dos a la vez.
Era fácil reconocerles a «ellos» cuando pertenecían a una civilización enteramente distinta, pero, ¿cómo se consigue cuando «ellos» pertenecen a nuestra propia cultura? El lenguaje, las costumbres, el aspecto de los «ellos» internos no nos resultan foráneos ni desconocidos, por lo que es más difícil su rotulación y calificación. Pero no es imposible. Un subgrupo puede no parecer foráneo ni extraño a otro subgrupo, pero le parece diferente, y eso suele bastar.
Las diferentes clases, las diferentes ocupaciones, los diferentes grupos de edad, todos tienen sus propias características formas de hablar, vestir y comportarse. Cada subgrupo desarrolla su propio acento o su propia jerga. El estilo de las ropas también difiere notablemente, y cuando entre dos subgrupos estallan las hostilidades, o están a punto de estallar (una valiosa pista), los hábitos de vestido se tornan más agresiva y ostensiblemente distintivos. En algunos aspectos, empiezan a parecer uniformes. En el caso de una guerra civil, desde luego a gran escala, se convierten en uniformes, pero aun en disputas menores la aparición de artilugios pseudomilitares, tales como brazaletes, escarapelas e, incluso, penachos y emblemas, se convierte en una característica habitual. En las sociedades secretas agresivas, proliferan extraordinariamente. Estos y otros expedientes similares contribuyen a fortalecer con rapidez la identidad del subgrupo y, al mismo tiempo, facilitan que otros grupos existentes dentro de la supertribu reconozcan y clasifiquen a los individuos afectados como «ellos». Pero éstos son emblemas temporales. Los galones pueden ser arrancados cuando la agitación ha terminado. Quienes los portaban pueden volver a integrarse rápidamente con el núcleo de la población. Incluso las más violentas animosidades pueden apaciguarse y quedar relegadas al olvido. Existe, sin embargo, una situación completamente distinta cuando un subgrupo posee características distintivas físicas. Si exhibe, pongamos por caso, piel oscura o piel amarilla, pelo ensortijado u ojos oblicuos, entonces éstos son emblemas distintivos que no pueden ser arrancados, por muy pacíficos que sean sus dueños. Si se hallan en minoría dentro de una supertribu son automáticamente considerados como un subgrupo comportándose como un activo «ellos». Aunque sean en «ellos» pasivo, no parece haber diferencia. Incontables sesiones para alisar el cabello e incontables operaciones para eliminar los pliegues de los ojos no consiguen trasmitir el mensaje, el mensaje que dice: «No nos estamos situando aparte deliberada y agresivamente». Quedan demasiadas e inequívocas pistas físicas.
Racionalmente, el resto de la supertribu sabe muy bien que estos «emblemas» físicos no han sido puestos deliberadamente, pero la respuesta no es racional. Es una reacción de grupo propio que brota de profundas raíces, y cuando la agresión reprimida busca un objetivo, allí están los portadores de emblemas, literalmente dispuesto a asumir el papel de víctima propiciatoria.
No tarda en establecerse un círculo vicioso. Si los portadores de emblemas son tratados, sin que medie culpa alguna por su parte, como un subgrupo hostil, pronto empezarán todos a comportarse como tal. Los sociólogos han denominado a esto una «profecía de autorrealización». Ilustraré lo que sucede utilizando un ejemplo imaginario. Las etapas son éstas:
1. Mira a ese hombre de pelo verde que está pegando a un niño.
2. Ese hombre de pelo verde es malvado.
3. Todos los hombres de pelo verde son malvados.
4. Los hombres de pelo verde atacarán a cualquiera.
5. Ahí hay otro hombre de pelo verde; pégale antes de que te pegue él a ti.
(El hombre de pelo verde, que no ha hecho nada para provocar la agresión, devuelve el golpe para defenderse.)
6. Ahí tienes, eso lo demuestra: los hombres de pelo verde son malvados.
7. Pega a todos los hombres de pelo verde.
Esta progresión de violencia, expresada de forma tan elemental, parece ridícula. Es, desde luego, ridícula, pero representa, no obstante, una manera real de pensar. Hasta la mente menos perspicaz puede distinguir los sofismas de las siete fases de ascendentes prejuicios de grupo que he numerado, pero esto no impide que se conviertan en realidad.
Después de que los hombres de pelo verde han sido golpeados sin motivo durante un espacio de tiempo suficiente, se convierten, como no podría menos de esperarse, en malvados. La profecía originariamente falsa se ha cumplido a sí misma y se ha convertido en una profecía verdadera.
Ésta es la sencilla historia de cómo el grupo extraño se convierte en una entidad odiada. La moraleja a extraer de ella es doble: no tengas pelo verde; pero, si lo tienes, procura que te conozcan personalmente los que no tienen pelo verde, para que se den cuenta de que no eres realmente malvado. La cuestión es que si el hombre que en un principio fue visto pegando a un niño no hubiera tenido rasgos característicos susceptibles de diferenciarle, habría sido juzgado como individuo, y no se habría producido ninguna perjudicial generalización. Sin embargo, una vez que el daño ha sido causado, la única esperanza posible de impedir una ulterior extensión de la hostilidad dentro del grupo propio debe fundarse en una relación y conocimiento personales de los otros individuos de pelo verde considerados como individuos. Si esto no sucede, entonces la hostilidad entre grupos se acentuará, y los individuos de pelo verde —incluso los que son excesivamente no violentos— sentirán la necesidad de unirse, incluso de vivir juntos, y de defenderse unos a otros. Una vez ocurrido esto, la violencia real está a la vuelta de la esquina. Habrá cada vez menos contactos entre los miembros de los dos grupos, y no tardarán en comportarse como si pertenecieran a dos tribus diferentes. Las personas de pelo verde empezarán pronto a proclamar que están orgullosas del color de sus cabellos, cuando, en realidad, no había tenido el más mínimo significado para ellas antes de que fuera singularizado como una señal especial.
La cualidad de la señal de pelo verde que la ha hecho tan potente es su visibilidad. Esto no tenía nada que ver con la verdadera personalidad. Era, simplemente, un rasgo accidental. Ningún grupo extraño se ha formado jamás, por ejemplo, de personas que pertenecen al grupo sanguíneo O, pese al hecho de que, como el color de la piel o la clase de pelo, es un factor inequívoco y genéticamente controlado. La razón es sencilla: es imposible decir quién pertenece al grupo con sólo mirarle. Por ello, si un hombre que se sabe pertenece al grupo O pega a un niño, es imposible extender el antagonismo existente contra él a otras personas del grupo O.
Esto parece de una evidencia meridiana, y, sin embargo, constituye la base entera de los odios entre grupos propios y extraños, a los que solemos denominar «intolerancia racial». A muchos les resulta difícil comprender que, en realidad, este fenómeno no tiene nada que ver con significativas diferencias raciales de personalidad, inteligencia o caracterización emocional (cuya existencia no se ha demostrado jamás), sino sólo con insignificantes y, en la actualidad, nimias diferencias de «emblemas» raciales superficiales. Un niño blanco o un niño amarillo, criados en una supertribu negra y a quienes se hayan dado las mismas oportunidades, saldrían adelante exactamente igual y se comportarían del mismo modo que los niños negros. Otro tanto puede afirmarse de la situación inversa. Si parece no ser así, entonces es tan sólo el resultado del hecho de que, probablemente, no existirían idénticas oportunidades. Para comprender esto, debemos, en primer lugar, examinar brevemente la forma en que surgieron las diferentes razas.
Hagamos constar, ante todo, que la palabra «raza» es poco afortunada. Ha sido mal empleada con demasiada frecuencia. Hablamos de la raza humana, de la raza blanca y de la raza británica, refiriéndonos, respectivamente, a la especie humana, a la subespecie blanca y a la supertribu británica. En zoología, una especie es una población de animales que se reproducen libremente entre ellos, pero que no pueden reproducirse, o no lo hacen, con otras poblaciones. Una especie tiende a escindirse en gran cantidad de discernibles subespecies, a la par que se extiende por un ámbito geográfico cada vez más amplio. Si estas subespecies son mezcladas artificialmente, continúan procreando libremente entre sí y pueden volver a fundirse en un solo tipo, pero esto no sucede normalmente. Las diferencias climáticas y de otra clase influyen en el color, la forma y el tamaño de las diferentes subespecies en sus diversas regiones naturales.
Un grupo que vive en una región fría, por ejemplo, puede hacerse más fuerte y pesado; otro que habite una región boscosa puede desarrollar una piel moteada que le camufle bajo la luz que se filtra entre las hojas.
Las diferencias físicas ayudan a adaptar las subespecies a su medio ambiente, de modo que cada una de ellas se desenvuelve mejor en su propia zona particular. No existe ninguna línea divisoria entre las subespecies allá donde las regiones limitan una con otra; van fundiéndose gradualmente una con otra. Si, con el paso del tiempo, van diferenciándose progresivamente entre sí, los contactos reproductivos pueden finalizar en las fronteras de su campo de acción, y surge una nítida línea divisoria. Si, más tarde, se extienden y superponen, ya no se mezclarán. Se habrán convertido en verdaderas especies.
La especie humana, al comenzar a extenderse por todo el Globo, empezó a formar subespecies distintivas, exactamente igual que cualquier otro animal. Tres de ellas, el grupo caucasoide (blanco), el grupo negroide (negro) y el grupo mongoloide (amarillo), han alcanzado un alto grado de desarrollo. Dos de ellas no son en la actualidad ni sombra de lo que fueron y existen sólo como grupos residuales. Son los australoides —los aborígenes australianos y sus allegados— y los capoides, los bosquimanos del África del Sur. Estas dos subespecies cubrieron en otro tiempo una extensión mucho mayor (los bosquimanos llegaron a poseer la mayor parte de África), pero, salvo en zonas reducidas, han sido posteriormente exterminados. Un reciente estudio de las dimensiones relativas de estas cinco subespecies estimaba su respectiva población mundial actual del modo siguiente:
Caucasoide 1.757 millones
Mongoloide 1.171 millones
Negroide 216 millones
Australoide 13 millones
Capoide 150.000
Sobre la población mundial total, de más de tres mil millones de animales humanos, esto da el primer lugar a la subespecie blanca, con más del 55 por ciento; le sigue de cerca la subespecie amarilla, con el 37 por ciento, y después, la subespecie negroide, con el 7 por ciento. Los dos grupos restantes juntos no alcanzan un 0.50 por ciento del total.