Sería todo más fácil si, como nuestros parientes simios, tuviéramos una carga parental más ligera y fuéramos más verdaderamente promiscuos. Entonces, podríamos extender e intensificar nuestras actividades sexuales con la misma facilidad con que ampliamos nuestro comportamiento en lo que a la limpieza, del cuerpo se refiere. Así como pasamos inocentemente horas enteras en el baño, con los masajistas, en los salones de belleza, peluquerías, baños turcos, piscinas, saunas o casas de baños orientales, del mismo modo podríamos permitirnos complicadas aventuras eróticas con cualquiera, en cualquier momento, sin que se produjeran las más mínimas repercusiones. Parece, de hecho, como si nuestra naturaleza animal básica haya de alzarse siempre como un obstáculo para impedir este desarrollo, o, al menos, lo contenga hasta el momento en que hayamos sufrido algún cambio genético radical.
La única esperanza es que, al ir aumentando en intensidad las encontradas exigencias del supersexo, aprendamos a practicar más diestramente el juego. Al fin y al cabo, es posible complacerse en la buena mesa sin engordar ni caer enfermo. Esto es más difícil de conseguir cuando se trata de la actividad sexual, y, para demostrarlo la sociedad está llena de amargos celos, destrozados corazones abandonados, familias deshechas y desgraciadas e hijos no deseados.
No es extraño que el supersexo haya llegado a constituir tan gran problema para el supermono humano. No es extraño que haya sido denigrado con tanta frecuencia. Es capaz de proporcionar al hombre sus más intensas recompensas físicas y emocionales. Cuando se tuerce, es capaz de causarle sus mayores desventuras. Tal como lo ha extendido, elaborado y manipulado, ha amplificado sus potencialidades, como recompensa y como castigo. Pero, por desgracia, no hay nada extraño en esto.
Encontramos la misma evolución en muchos sectores del comportamiento humano. Incluso en los cuidados médicos, por ejemplo, donde las recompensas son tan evidentes, existen también los castigos: pueden conducir fácilmente a un exceso de población que, a su vez, lleva a una proliferación de nuevas enfermedades de tensión. Pueden producir también una hipersensibilidad al dolor. Un indígena de Nueva Guinea puede arrancarse una lanza de su muslo con más aplomo que un miembro de supertribu al sacarse una astilla de un dedo. Pero esto no es razón para desear retroceder. Si nuestra desarrollada sensibilidad puede actuar en ambos sentidos, debemos asegurarnos de que su función se ejercite en el adecuado. El gran cambio radica en que los asuntos están ahora en nuestras manos, o, mejor, en nuestros cerebros. La cuerda tensa de la supervivencia que ha sido colocada, y en la que nuestra especie realiza sus atrevidos ejercicios, ha ido siendo levantada progresivamente a más altura. Los peligros se han hecho mayores, pero también la emoción. El único inconveniente es que cuando las tribus se convirtieron en supertribus alguien retiró nuestra red biológica de seguridad. A nosotros nos corresponde tomar las medidas que garanticen que no vayamos a morir estrellados. Hemos emprendido la evolución, y no se puede reprochar por ello a nadie más que a nosotros mismos. La fuerza de nuestras propiedades animales sigue todavía albergada dentro de nosotros, pero también nuestras debilidades animales. Cuanto mejor comprendamos éstas, así como los enormes desafíos a que se enfrentan en el antinatural mundo del zoo humano, mayores serán nuestras probabilidades de éxito.
Grupos propios y grupos extraños
Pregunta: ¿Qué diferencia hay entre unos nativos negros que degüellan a un misionero blanco y una chusma blanca que lincha a un negro indefenso? Respuesta: Muy poca…, y, para la víctima, ninguna en absoluto. Cualesquiera que sean las razones, las excusas, los motivos, el mecanismo básico de comportamiento es el mismo. Ambos son casos de miembros del grupo propio atacando a miembros del grupo extraño.
Al abordar este tema, nos estamos introduciendo en un terreno en el que nos resulta difícil mantener nuestra objetividad. La razón es evidente: todos nosotros, cada uno de nosotros, somos miembros de algún particular grupo propio, y se nos hace difícil contemplar los problemas del conflicto entre grupos sin tomar partido, aun inconscientemente. Hasta que yo haya acabado de escribir y usted haya acabado de leer este capítulo, debemos procurar salirnos de nuestros grupos y contemplar los campos de batalla del animal humano con los imparciales ojos de un marciano. No va a resultar fácil, y debo dejar bien claro desde el principio que nada de lo que digo debe ser entendido en el sentido de que estoy favoreciendo a un grupo contra otro, o sugiriendo que un grupo es inevitablemente superior a otro.
Utilizando un rígido argumento evolucionista, podría sugerirse que, si dos grupos humanos chocan entre sí y uno extermina al otro, el vencedor es biológicamente más afortunado que el vencido. Pero si consideramos la especie como un todo, este argumento ya no resulta aplicable. Es un punto de vista mezquino. El punto de vista generoso consiste en que si se hubieran esforzado en vivir competitiva pero pacíficamente uno al lado del otro, la especie entera considerada como un todo habría resultado mucho más beneficiada.
Debemos procurar adoptar este punto de vista amplio. Si parece lógico y evidente, entonces tenemos que presentar una explicación algo menos fácil. No somos una especie que se reproduzca en cantidades masivas, como ciertas clases de peces, que producen miles de crías de una sola vez, la mayoría de las cuales se hallan condenadas a la destrucción, sobreviviendo sólo unas pocas. No somos engendradores de cantidad, sino de calidad; producimos pocos descendientes, y derrochamos sobre ellos más cuidados y atenciones y durante un periodo de tiempo más largo que ningún otro animal. Después de consagrarles casi dos décadas de energía parental, es, aparte de otras consideraciones, grotescamente ineficaz enviarles a que sean acuchillados, muertos a tiros, abrasados y bombardeados por los descendientes de otros hombres. Sin embargo, en poco más de un solo siglo (desde 1820 hasta 1945), nada menos que 59 millones de animales humanos resultaron muertos en choques entre grupos de una u otra clase. Esta es la difícil explicación que tenemos que hacer, si tan evidente es para el intelecto humano que sería mejor vivir pacíficamente. Al hablar de estas matanzas, decimos que los hombres se comportan «como animales», pero si pudiéramos encontrar un animal salvaje que mostrara señales de comportarse de esta manera, sería más exacto decir que actuaba como los hombres. El hecho es que no podemos dar con una criatura semejante. Nos enfrentamos aquí con otra de las dudosas propiedades que hacen del hombre moderno una especie única.
Biológicamente hablando, el hombre tiene la innata misión de defender tres cosas: él mismo, su familia y su tribu. Como primate formador de pareja, territorial y que vive en grupo, se ve fuertemente impulsado a ello. Si él, su familia o su tribu se hallan amenazados por la violencia, será perfectamente natural que responda con contraviolencia. Mientras exista una probabilidad de repeler el ataque, es su deber biológico intentar hacerlo por todos los medios de que disponga. La situación es idéntica para muchos otros animales, pero, en condiciones naturales, la cantidad de violencia física real que tiene lugar es limitada. Por regla general, es poco más que una amenaza de violencia a la que se responde con una contraamenaza de contraviolencia. Todas las especies más violentas parecen haberse exterminado a sí mismas. Una lección que no debemos pasar por alto.
Esto parece bastante sencillo, pero los últimos miles de años de la Historia humana han sobrecargado nuestra herencia evolutiva. Un hombre sigue siendo un hombre, y una familia es todavía una familia, pero una tribu ya no es una tribu. Es una supertribu. Si queremos llegar a comprender la barbarie de nuestros conflictos nacionales, idealistas y raciales, debemos examinar, una vez más, la naturaleza de esta condición supertribal. Hemos visto algunas de las tensiones que ha originado en su mismo interior, las agresiones de la batalla de status; debemos contemplar ahora la forma en que ha creado y amplificado las tensiones fuera de sí misma, entre un grupo y otro.
La historia es cada vez más penosa. El primer paso importante se dio cuando nos establecimos en moradas permanentes. Esto nos dio un objeto concreto que defender. Nuestros más próximos parientes, los monos y los chimpancés, viven típicamente en bandadas nómadas. Cada bandada se desenvuelve dentro de un radio de acción determinado, en cuyo ámbito se mueve sin cesar. Si dos grupos se encuentran y se amenazan mutuamente, el incidente se resuelve con facilidad. Simplemente, se alejan y continúan ocupándose de sus cosas. Una vez que el hombre primitivo se hizo más estrictamente territorial, hubo que reforzar el sistema de defensa. Pero en los tiempos primitivos había tanta tierra y tan pocos hombres, que quedaba sitio de sobra para todos. Incluso cuando las tribus adquirieron mayores dimensiones, las armas eran todavía toscas y primitivas. Los propios dirigentes estaban mucho más personalmente implicados en los conflictos. (Si los dirigentes actuales se vieran obligados a servir en las líneas de combate, se mostrarían mucho más cautos y «humanos» en el momento de tomar su decisión inicial. Quizá no sea demasiado cínico sugerir que éste es el motivo de que se hallen dispuestos a librar guerras «menores», pero les aterrorizan las guerras nucleares. El radio de acción de las armas nucleares les ha vuelto a situar accidentalmente en las líneas del frente. Tal vez, en lugar del desarme nuclear, lo que deberíamos estar exigiendo es la destrucción de los bunkers subterráneos de cemento que ya han construido para su propia protección).
Tan pronto como el hombre granjero se convirtió en hombre urbano, se dio otro paso trascendental hacia un conflicto más feroz. La división del trabajo y la especialización que se desarrolló significó que toda una categoría de la población podía ser dedicada a las armas; había nacido el Ejército. Con el crecimiento de las supertribus urbanas, las cosas comenzaron a moverse más aceleradamente. El crecimiento social adquirió tal rapidez de su desarrollo en un terreno no coincidía con su progreso en otro. El más estable equilibrio de poder tribal fue sustituido por la grave inestabilidad de las desigualdades supertribales. A medida que las civilizaciones florecían y podían permitirse la expansión, se vieron frecuentemente enfrentadas, no a rivales iguales que les harían pensarse las cosas dos veces y entregarse a la amenaza ritualizada de regateo y comercio, sino a grupos más débiles y atrasados que podían ser invadidos y avasallados con facilidad. Hojeando las páginas de un atlas histórico, puede verse en seguida toda la historia de derroche e ineficacia, de construcción seguida de destrucción, sólo para ser seguida nuevamente de más construcción y más destrucción. Había, desde luego, ventajas incidentales, entrecruzamientos y relaciones que conducían a la acumulación y comunicación de conocimientos, a la difusión de nuevas ideas. Los arados pueden haber sido convertidos en espadas, pero el ímpetu para investigar la consecución de armas mejores condujo también a la producción de utensilios mejores. El coste, sin embargo, fue grande.
A medida que las supertribus iban engrandeciéndose, aumentaba la dificultad de gobernar a las extensas y rebosantes poblaciones, crecían las tensiones provocadas por el nacimiento y las frustraciones de la carrera de súper status se hacían más intensas. Aumentaba progresivamente el volumen de agresión reprimida en busca de una válvula de escape. El conflicto entre grupos la proporcionó a gran escala.
Para el dirigente moderno, pues, lanzarse a la guerra tiene muchas ventajas de las que el dirigente de la Edad de Piedra no podía disfrutar. En primer lugar, no tiene que arriesgarse a que le dejen el rostro ensangrentado. Además, a los hombres que envía a la muerte no los conoce personalmente: son especialistas, y el resto de la sociedad puede continuar su vida cotidiana. Los que, a causa de las presiones supertribales a que han estado sometidos, necesitan perturbaciones o peleas pueden llevar a cabo su combate sin dirigirlo contra la supertribu misma. Y tener un enemigo exterior, un villano, puede convertir en héroe a un dirigente, unir a su pueblo y hacerle olvidar a éste las rencillas internas que tantos quebraderos de cabeza le proporcionaban.
Sería ingenuo pensar que los dirigentes son tan sobrehumanos que no influyen sobre ellos estos factores. Sin embargo, el factor más importante continúa siendo el ansia de mantener o mejorar el status entre los dirigentes. El diferente progreso de las distintas supertribus a que me he referido antes es, indudablemente, el mayor problema. Si, por sus recursos naturales o por su habilidad, una supertribu sobrepasa a otra, lo más seguro es que se originen dificultades. El grupo avanzado se impondrá, de una u otra manera, al grupo retrasado, y el grupo retrasado manifestará su resentimiento de una manera u otra.
Un grupo avanzado es, por su misma naturaleza, expansivo, y, simplemente, no puede dejar las cosas tal como están y ocuparse de sus propios asuntos. Trata de influir sobre otros grupos, ya sea dominándolos o «ayudándolos». A menos que domine a sus rivales hasta el punto de que pierdan su personalidad y queden absorbidos en el cuerpo supertribal avanzado (lo que a menudo es geográficamente imposible), la situación se volverá inestable. Si la supertribu avanzada ayuda a otros grupos y los hace más fuertes, pero a su propia imagen, entonces llegará el día en que sean lo suficientemente fuertes para rebelarse y repeler a la supertribu con sus propias armas y sus propios métodos.
Mientras todo esto sucede, los dirigentes de otras supertribus poderosas y avanzadas estarán vigilando ansiosamente para cerciorarse de que estas expansiones no obtienen demasiado éxito. Si lo alcanzan, entonces empezará a decaer su status entre grupos.
Todo esto se realiza bajo una capa bastante transparente, pero, pese a ello, persistente, de ideología. Leyendo los documentos oficiales, uno nunca adivinaría que lo que de verdad estaba en juego era el orgullo y el status de los dirigentes. En apariencia, siempre es cuestión de ideales, principios morales, filosofías sociales o creencias religiosas. Mas para un soldado que se mira sus piernas mutiladas, o que se sujeta los intestinos con las manos, sólo significa una cosa: una vida destrozada. La razón por la que fue tan fácil llevarle a esa situación radicaba en que no sólo era un animal potencialmente agresivo, sino también intensamente cooperativo. Toda esa palabrería de defender los principios de su supertribu tocó su fibra sensible porque se convirtió en cuestión de ayudar a sus amigos. Bajo la tensión de la guerra, bajo la visible y directa amenaza procedente del grupo extraño, se fortalecieron enormemente los lazos entre él y sus compañeros de batalla. Mató, más por no dejarles desamparados que por ninguna otra razón. Las viejas lealtades tribales eran tan fuertes que, cuando llegó el momento final, no tenía opción.