Por lo que se refiere a la unidad familiar, puede argüirse que la anticoncepción no está creando una situación antinatural, sino, simplemente, creando de nuevo una situación natural. Antes de que existiesen los cuidados médicos, la higiene y otros medios de seguridad de la vida moderna, puede que la unidad familiar haya producido gran número de descendientes, pero también es cierto que una elevada proporción de ellos se perdían. Lo único que, aplicado moderadamente, hace el anticoncepcionismo es anticipar estas pérdidas a un momento anterior a la fertilización del óvulo humano.
El animal humano es básica y biológicamente una especie formadora de parejas. Cuando entre dos consortes en potencia se desarrolla una relación emocional, ésta es fomentada y estimulada por las actividades sexuales que comparten. La función formadora de pareja del comportamiento sexual es tan importante para nuestra especie que en ninguna parte, fuera de la fase emparejadora, las actividades sexuales alcanzan semejante intensidad.
Es esta función lo que causa tantos problemas cuando entra en contacto con las diversas formas no reproductoras del sexo. Aunque el sexo procreador consiga ser evitado y la fertilización no tenga lugar, puede, no obstante, comenzar a formarse automáticamente un lazo de pareja allá donde no se pretendía ninguno. A esto se debe el hecho de que cópulas casuales creen con frecuencia tantos problemas.
Si un copulador o copuladora sufrió durante la infancia algún daño en su mecanismo formador de pareja, de tal modo que sea incapaz de «enamorarse», o si existe una transitoria y deliberada supresión del impulso formador de pareja, entonces puede tener éxito una copulación casual y ser disfrutada sin ulteriores repercusiones. Pero se necesitan dos para copular, y la otra parte de este encuentro puede no ser tan afortunada. Si su mecanismo formador de pareja es más activo, puede empezar a formarse un lazo unilateral de pareja como resultado de la intensidad emocional de las acciones sexuales. La consecuencia inevitable de ello es que la sociedad queda plagada de «corazones destrozados» y «amantes abandonados» que, posteriormente, encuentran muy difícil formar un nuevo lazo de pareja con un nuevo compañero.
Sólo cuando el mecanismo de formación de pareja ha sido igualmente dañado o igualmente suprimido en ambos compañeros puede ser realizada una cópula humana casual sin excesivos riesgos.
Aun entonces, existe siempre el peligro de que la fuerza de la respuesta sexual de uno de los partícipes sea tan intensa, para él o para ella, que empiece a reparar el daño previamente causado al mecanismo de enlace o a retirar las inhibiciones que constriñen el impulso de unión.
Cuando se ha formado con éxito un vínculo de pareja, las actividades sexuales continúan funcionando para mantenerlo y reforzarlo. Aunque estas actividades puedan llegar a ser más refinadas y extensas, generalmente se vuelven menos intensas que las de la fase de formación de pareja, debido a que la función formadora de pareja ha dejado ya de actuar.
Esta distinción entre las funciones de formación y de mantenimiento de pareja de la actividad sexual queda claramente ilustrada siempre que los componentes de una pareja que lleva ya largo tiempo establecida se separan uno de otro durante cierto período de tiempo por causa de guerra, negocios o alguna otra exigencia externa. Cuando se reúnen, se produce un típico resurgimiento de intensa actividad sexual durante las primeras noches en que están juntos de nuevo, al paso que recorren un segundo proceso de formación de vínculo.
Existe una aparente contradicción que debe ser resuelta aquí. En algunas culturas, donde el proceso biológico natural de «enamorarse» se ve interferido por matrimonios convenidos o por propaganda antisexual, un par de jóvenes pueden encontrarse a sí mismos recién casados sin haberse producido siquiera los principios de formación de pareja, o con un acceso fuertemente inhibido hacia la actividad copuladora. En casos semejantes, tal vez informen que (si tienen suerte) su conducta sexual adquiere más intensidad en una fase posterior. Para ellos, la fase de mantenimiento de pareja parece, a primera vista, ser más intensa sexualmente que la fase de formación de pareja, invirtiendo aparentemente la correlación que he descrito. Pero no se trata de una verdadera contradicción; se trata, simplemente, de que la auténtica fase de formación de pareja ha sido artificialmente diferida.
No siempre son tan afortunadas estas parejas. Lo que en semejantes casos sucede con frecuencia es que la unidad familiar tiene que depender de presiones sociales externas para mantenerse unida, en vez de confiar en el proceso vinculador interno, más básico y seguro. Si uno de los miembros de un matrimonio permanece biológicamene «desvinculado» en este sentido, existe considerable peligro de que se forme súbitamente un poderoso vínculo o lazo extramarital. La verdadera capacidad de formar pareja yacerá ociosa, por así decirlo, y estará dispuesta a entrar prontamente en acción, causando estragos en el oficialmente reconocido «pseudo-vínculo».
Existe una diferente clase de peligro para los jóvenes que no consiguen basar su matrimonio en la formación de un verdadero vínculo de pareja. Este peligro no es provocado por una propaganda antisexual, sino más bien por un exceso de propaganda prosexual, que puede conducirlos a suponer que la elevada intensidad de la fase de formación de pareja debe persistir aun después de que la pareja haya quedado plenamente formada. Cuando, inevitablemente, resulta no ser así, imaginan que algo ha marchado mal, cuando lo que en realidad ha ocurrido es, simplemente, que han alcanzado la fase sexual de mantenimiento de pareja. La importancia del sexo reproductivo puede ser exagerada o puede ser empequeñecida, y cualquiera de ambas conductas puede suscitar problemas.
Estas tres primeras categorías —sexo procreador, de formación de pareja y de mantenimiento de pareja— componen las funciones reproductoras primarias del comportamiento sexual humano. Antes de pasar al examen de las funciones no reproductoras, procede hacer un último comentario general. Individuos cuyo mecanismo de constitución de pareja ha sufrido algún deterioro, han encontrado conveniente, en ocasiones, afirmar que no existe en la especie humana nada semejante a un impulso biológico de apareamiento. El «amor romántico», como prefieren llamarlo, es considerado como una reciente y completamente artificial invención de la vida moderna. El hombre, alegan, es fundamentalmente promiscuo, como tantos de sus parientes simios. Los hechos, sin embargo, demuestran lo contrario. Es cierto que en muchas culturas las consideraciones económicas han conducido a una grosera perversión de la pauta de formación de pareja, pero, aun allí donde la interferencia de esta pauta con «pseudo-vínculos» oficialmente diseñados ha sido más rigurosamente reprimida, con penas crueles, siempre ha mostrado señales de reafirmarse. Desde tiempos antiguos, jóvenes amantes, conscientes de que la ley podía arrebatarles nada menos que la vida si eran capturados, se han visto, no obstante, impulsados a arrostrar el riesgo. Tal es el poder de este fundamental mecanismo biológico.
En el macho y la hembra humanos, adultos y sanos, existe una básica exigencia fisiológica de repetida consumación sexual. Sin esa consumación, se origina una tensión fisiológica, y, finalmente, el cuerpo exige un alivio de la misma. Cualquier acto sexual que implique un orgasmo proporciona este alivio al individuo orgásmico. Aun cuando una copulación deje de cumplir cualquiera de las otras nueve funciones del comportamiento sexual, puede, al menos, satisfacer esta básica necesidad fisiológica. Para un macho no apareado o, de cualquier otro modo, sexualmente fracasado, una visita a una prostituta puede cumplir esta función. Una solución más extendida, y a la que se entregan ambos sexos, es la masturbación.
Un reciente estudio realizado en América reveló que el 58 por ciento de hembras y el 92 por ciento de machos de aquella civilización se masturban, hasta llegar al orgasmo, en algún momento de sus vidas.
Debido a que este acto sexual no exige la presencia de un compañero y no puede, por tanto, conducir a la fertilización, se han realizado en diversas épocas intentos puritanos para extirparlo, habiendo surgido a su alrededor toda clase de extrañas supersticiones. La lista de desastres que, se decía, amenazaban al masturbador, incluían: desecación, esterilidad, extenuación, frigidez, paroxismo, palidez, histeria, vértigos, ictericia, deformación corporal, locura, insomnio, agotamiento, granos, dolor, muerte, cáncer, úlceras de estómago, cáncer genital, trastornos digestivos, jaquecas, apendicitis, fallos cardíacos, afecciones hepáticas, deficiencias hormonales y ceguera. Esta increíble colección de catástrofes produciría regocijo si no fuera por las incalculables aflicciones y temores que, año tras año y siglo tras siglo las espantosas admoniciones deben de haber producido. Por suerte, estas supersticiones, totalmente falsas, están comenzando al fin a perder terreno, y con ellas se está desvaneciendo una gran cantidad de innecesaria ansiedad.
Si no se obtiene ningún alivio sexual activo, entonces el propio cuerpo tiene que encargarse de la situación. Es probable que los célibes, tanto machos como hembras, experimenten orgasmos espontáneos mientras duermen. Ambos sexos experimentan sueños eróticos, que pueden ir acompañados de completas respuesta musculares orgásmicas y secreciones genitales en la hembra, y por «emisiones nocturnas» en el macho. Los orgasmos espontáneos parecen producirse incluso en los individuos más estrictamente abstemios y devotamente religiosos.
Desgraciadamente, sabemos demasiado poco acerca de los alivios sexuales espontáneos de los célibes rigurosos para poder formular ninguna afirmación válida respecto a la extensión o frecuencia de estos orgasmos. Sabemos, sin embargo, que individuos que han desarrollado una vida sexual activa y son luego reducidos a prisión, manifiestan frecuentemente un marcado aumento de sueños orgásmicos. En un estudio realizado sobre 208 reclusas, se averiguó que esto era cierto en más del 60 por ciento de los casos.
Sería, no obstante, erróneo dar la impresión de que el sueño orgásmico actúa solamente como medio compensador ayudando a mantener el rendimiento sexual cuando faltan otras vías de escape más activas. Hay en él algo más, desde luego, de lo que hay en la prostitución o la masturbación, que también cumplen otras funciones sexuales. Por ejemplo, algunos individuos manifiestan un incremento en la frecuencia de la ensoñación orgásmica en períodos en que están experimentando una periodicidad insólitamente elevada de copulación activa, sobre la base del principio hipersensibilizador de «cuanto más se tiene, más se quiere». Sin embargo, esto no invalida la evidencia de que el orgasmo espontáneo puede producirse, y de hecho se produce, como respuesta a la privación sexual. Significa, simplemente, que el fenómeno es más complejo. Pero aquí nos interesa tan sólo la función del comportamiento sexual consistente en el «alivio de la tensión fisiológica», y es claro que ésta debe ser incluida como una de las diez categorías funcionales básicas del comportamiento sexual humano. El sexo fisiológico puede ser observado también en otras especies animales, y vale la pena echar una ojeada a unos cuantos ejemplos. Como era de esperar, es más fácil encontrarlos en el zoo animal que en estado salvaje. Se ha visto masturbarse a muchos animales de zoo cuando se les mantenía en estado de aislamiento. Esto se observa más comúnmente en los monos cautivos. En los machos, el pene es estimulado a veces con la mano o con el pie, a veces con la boca y a veces con el extremo de la cola prensil. Los elefantes machos estimulan su pene con la trompa, y los elefantes hembras a las que se mantiene en grupo privadas de la presencia de un macho se estimulan mutuamente los genitales con las trompas. Se ha visto incluso al león macho, mantenido solo en una jaula, colocarse en posición invertida contra una pared y masturbarse con sus garras. Se ha observado a puercoespines machos caminando sobre tres patas y sosteniendo en sus genitales una garra delantera. Un delfín macho adquirió la costumbre de colocar su pene erecto en el potente chorro de agua que caía en su estanque. El sueño sexual parece tener lugar también en los animales, y en gatos domésticos se han observado erecciones de pene mientras dormían que conducían a una eyaculación completa.
Una de las más grandes cualidades del hombre es su inventiva. Con toda probabilidad, nuestros antepasados monos se hallaban ya dotados de un nivel razonablemente elevado de curiosidad; es ésta una característica de todo el grupo de los primates. Sin embargo, cuando nuestros primitivos antecesores humanos se dedicaron a la caza, tuvieron sin duda que desarrollar y fortalecer esta cualidad y amplificar su tendencia básica a explorar todos los detalles de su medio ambiente. Es claro que la exploración se convirtió en un fin en sí misma, conduciendo al hombre a nuevos pastos y nuevas realizaciones, siempre investigando, siempre formulando nuevas preguntas, nunca satisfecho con las viejas respuestas. Tan poderoso llegó a ser este impulso, que no tardó en extenderse a todas las demás zonas de comportamiento. Con la llegada de la condición supertribal, fueron explorados, en busca de posibles variaciones, hasta los más sencillos modos de comportamiento, como la locomoción. En vez de conformarnos con andar y correr, probamos a saltar, marchar, danzar, dar saltos con garrocha, nadar y bucear. La mitad de la recompensa estaba en la experimentación misma, en el descubrimiento de una nueva variación. (El practicarla una y otra vez, continuar el descubrimiento, era la segunda mitad de la recompensa, pero eso no nos interesa por el momento).
En la esfera sexual, esta tendencia condujo a una amplia gama de variaciones sobre el tema sexual. Los compañeros sexuales comenzaron a experimentar nuevas formas de estímulo mutuo. Antiguos escritos de tipo sexual registran con detalle la gran diversidad de nuevos movimientos sexuales, presiones, sonidos, contactos, perfumes y posturas de copulación que constituían la materia de la experimentación erótica.
Aunque éste era un desarrollo inevitable, paralelo a similares exploraciones sensorias en otros campos, tales como el alimenticio, se produjeron en diversas civilizaciones repetidos intentos para suprimirlo. La razón oficial dada solía ser la que ya conocemos, es decir, que representaba un refinamiento del comportamiento sexual totalmente superfluo para el acto de procreación. No se tenía en cuenta el significado del desarrollo del comportamiento sexual exploratorio como ayuda para la consolidación del vínculo de pareja y el subsiguiente fortalecimiento de la unidad vital familiar. Esto resultaba infausto, por una razón particularmente importante. Como ya he mencionado, la intensidad erótica de la fase de formación de pareja decrece ligeramente una vez que el vínculo de pareja está plenamente realizado.