9. Debe tranquilizar de vez en cuando a sus subordinados.
Si un babuino dominante quiere acercarse pacíficamente a un subordinado, tal vez encuentre dificultades para hacerlo, porque su proximidad es inevitablemente amenazadora. Puede superarlas mediante la realización de actos tranquilizadores. Éstos consisten en una aproximación suave, sin movimientos bruscos ni repentinos, acompañada de expresiones faciales (llamadas chasqueos de labios), que son típicas de los subordinados amigos. Esto le ayuda a calmar los temores del animal más débil, y el dominante puede acercarse.
Los jefes humanos, que son quizá característicamente ásperos y serios con sus subordinados inmediatos, adoptan con frecuencia una actitud de amistosa sumisión cuando entran en contacto personal con sus subordinados extremos. Presentan hacia ellos un aspecto de exagerada cortesía, sonriendo, saludando, estrechando manos interminablemente e, incluso, acariciando niños. Pero las sonrisas se esfuman tan pronto como se alejan y vuelven a sumergirse en su despiadado mundo de poder.
10. Debe tomar la iniciativa al repeler amenazas o ataques procedentes del exterior de su grupo.
Es siempre el babuino dominante quien se halla a la vanguardia de la defensa contra un ataque procedente de un enemigo externo. Él desempeña el principal papel como protector del grupo. Para el babuino, el enemigo suele ser un miembro peligroso de otra especie, mas para el jefe humano adopta la forma de un grupo rival de su misma especie. En tales momentos, su jefatura se ve sometida a una dura prueba, pero, en cierto sentido, menos dura que en tiempos de paz. La amenaza externa, como he señalado en el capítulo anterior, produce un efecto cohesivo tan poderoso sobre los miembros del grupo amenazado, que la tarea del jefe resulta, en muchos aspectos, más fácil. Cuanto más osado y temerario sea, más fervientemente parece estar protegiendo al grupo, que, atrapado en la contienda emocional, nunca se atreve a discutir sus actos (como lo haría en tiempo de paz), por irracionales que éstos puedan ser. Arrastrado por la grotesca ola de entusiasmo que suscita la guerra, el jefe fuerte se eleva a una situación de notable preeminencia. Con la mayor facilidad, puede persuadir a los miembros de su grupo, profundamente condicionados como están a considerar la muerte de otro ser humano como el crimen más espantoso, para que cometan la misma acción como un acto de honor y heroísmo. No puede permitirse cometer una equivocación, pero, si así ocurre, la noticia de su yerro siempre puede ser silenciada como perniciosa para la moral nacional. Si se hiciera público, todavía puede ser atribuida a la mala suerte, más que a un torcido criterio. Teniendo esto en cuenta, no es extraño que, en tiempo de paz, los dirigentes tengan propensión a inventar, o, al menos, exagerar, amenazas de potencias extranjeras a las que pueden asignar el papel de enemigos potenciales. Un poco más de cohesión es de gran utilidad.
Éstas son, pues, las pautas del poder. Debo aclarar que no pretendo que la comparación babuino dominante-gobernante humano haya de entenderse en el sentido de que hemos evolucionado a partir de los babuinos, ni de que nuestro comportamiento de dominación ha evolucionado a partir del de ellos. Cierto que compartimos un antepasado común con los babuinos, remontándonos en nuestra historia evolucionista, pero no se trata de eso. De lo que se trata es que los babuinos, como nuestros primitivos antepasados humanos, se han trasladado desde la intrincada selva al mundo, más duro, del campo abierto, donde es necesario un más estricto control del grupo. Los monos que viven en los bosques tienen un sistema social más relajado; sus jefes se hallan sometidos a menos presiones. El babuino dominante tiene un papel más significativo que desempeñar, y por esta razón lo he seleccionado como ejemplo. El valor de la comparación babuino-humano radica en el modo en que revela la naturaleza básica de las pautas humanas de dominación. Los sorprendentes paralelismos que existen nos permiten contemplar bajo una nueva óptica el juego humano del poder y comprender lo que es: una pieza fundamental del comportamiento animal.
Pero dejemos a los babuinos con sus sencillas tareas y examinemos más detenidamente las complicaciones de la situación humana.
Es obvio que para el moderno dirigente humano existen dificultades para realizar con eficacia su cometido. El poder grotescamente hinchado que ostenta significa que sin cesar existe el peligro de que sólo un individuo con un ego tan hinchado sea capaz de llevar con éxito las riendas supertribales. Además, las inmensas presiones le empujarán a la iniciación de actos de violencia, respuesta natural a las tensiones del súper status. Por otra parte, la absurda complejidad de su tarea no puede por menos de absorberle en un grado tal, que queda inevitablemente alejado de los problemas ordinarios de sus seguidores. Un buen jefe tribal sabe exactamente qué está sucediendo en cada uno de los rincones de su grupo. Un jefe supertribal, irremediablemente aislado por su encumbrada posición de súper status, y totalmente preocupado por la maquinaria del poder, no tarda en desligarse del grupo.
Se ha dicho que para triunfar como dirigente en el mundo moderno, es necesario estar preparado para tomar decisiones importantes con un mínimo de información. Es ésta una forma aterradora de gobernar una supertribu, y, sin embargo, sucede continuamente. Existe demasiada información disponible para que la pueda asimilar un solo individuo, y también existe mucha más, escondida en el laberinto supertribal, que no puede ser utilizada jamás. Una solución racional es prescindir de la figura del jefe poderoso, relegarle al antiguo pasado tribal a que pertenecía, y remplazarle por una organización, servida por computadoras, de expertos especializados e interdependientes.
Desde luego, existe ya algo semejante a una organización de este tipo, y en Inglaterra cualquier funcionario le dirá sin vacilar que es la Administración lo que de verdad gobierna al país. Para respaldar su tesis, le informará de que cuando el Parlamento celebra sus sesiones su trabajo se ve gravemente obstaculizado; sólo durante los descansos parlamentarios pueden hacerse progresos importantes. Todo esto es muy lógico, pero, desgraciadamente, no es biológico, y da la casualidad de que el país que él pretende estar gobernando se halla compuesto de ejemplares biológicos, los miembros de la supertribu.
Cierto que una supertribu necesita un supercontrol, y si esto es demasiado para un solo hombre podría parecer razonable resolver el problema convirtiendo una figura de poder en una organización de poder. Sin embargo, esto no satisface las demandas biológicas de los súbditos. Tal vez sean éstos capaces de razonar supertribalmente, pero sus sentimientos continúan siendo tribales, y seguirán pidiendo un jefe real en la forma de un individuo solitario e identificable. Se trata de una pauta fundamental de su especie, y no es posible eludirla. Las instituciones y las computadoras pueden ser valiosos servidores de los amos, pero nunca pueden convertirse ellas mismas en amos (no obstante los relatos de ciencia ficción). Una organización difusa, una máquina sin rostro carece de las propiedades esenciales: no puede inspirar sentimientos y no puede ser depuesta. El solitario dominante humano se halla, por tanto, condenado a seguir en su puesto, comportándose públicamente como un jefe tribal, con ademanes seguros y abundancia de ornamentos, mientras que en privado se enzarza laboriosamente en las casi imposibles tareas del control supertribal.
A pesar de las pesadas cargas que implica actualmente la jefatura, y no obstante el descorazonador hecho de que un ambicioso miembro varón de una supertribu moderna tiene menos de una probabilidad entre un millón de convertirse en el individuo dominante de su grupo, no se ha producido una disminución perceptible en el deseo de lograr un status elevado. El ansia de ascender por la escala social es demasiado antigua y se halla demasiado profundamente enraizado para que pueda ser debilitado por una valoración racional de la nueva situación.
A todo lo largo y lo ancho de nuestras masivas comunidades, existen, pues, centenares de miles de posibles jefes frustrados, sin la menor esperanza de llegar a ostentar realmente el mando. ¿Qué es de su malograda escalada? ¿Adónde va a parar toda la energía? Pueden, desde luego, renunciar y abandonar la competición, pero ésta es una condición deprimente. El fallo de la solución del abandono estriba en que no abandona de verdad: continúa presente y manifiesto su desprecio sobre la afanosa carrera que le rodea.
Esta desventurada situación es evitada por la gran mayoría de los componentes de la supertribu mediante el sencillo expediente de competir por la jefatura dentro de subgrupos especializados de la supertribu. Esto es más fácil para unos que para otros. Una profesión u oficio competitivos suministran automáticamente su propia jerarquía social. Pero, aun en este caso, pueden ser demasiado grandes las dificultades que se oponen a la consecución de una verdadera jefatura. Esto da lugar a la invención, casi arbitraria, de nuevos subgrupos, en los que la competición puede resultar más remuneradora. Se establecen toda clase de cultos extraordinarios —desde la cría de canarios hasta la educación física—. En cada caso, la naturaleza que la actividad presenta al exterior carece relativamente de importancia. Lo que importa de verdad es que su desarrollo proporciona una nueva jerarquía social donde antes no existía ninguna. Dentro de ella se desenvuelve rápidamente toda una gama de reglas y procedimientos, se forman comités y —lo que es más importante— emergen jefes. Un campeón de cría de canarios o de gimnasia no tendría, con toda probabilidad, la menor oportunidad de saborear los excitantes frutos de la dominación si no fuera por su intervención en su especializado subgrupo.
De esta manera, el aspirante a jefe puede luchar contra el deprimente y pesado velo social que cae sobre él mientras pugna por encumbrarse en su masiva supertribu. La gran mayoría de todos los deportes, pasatiempos y «buenas obras» tienen como función básica no sus objetivos específicamente declarados, sino el objetivo, mucho más fundamental, de seguir al jefe y, si es posible, derrotarle. No obstante, esto es una descripción, no una crítica. De hecho, la situación sería mucho más grave si no existiese esta multitud de inofensivos subgrupos o pseudotribus. Canalizan gran parte del anhelo de ascenso social, que, de otra manera, podría causar considerables estragos.
He dicho que la naturaleza de estas actividades no tiene gran importancia, pero es curioso, no obstante, observar cuántos deportes y pasatiempos contienen un elemento de agresión ritualizada que rebasa con mucho el carácter de simple competición. Por poner un ejemplo, el acto de «despuntar» es, en su origen, un modelo típicamente agresivo de coordinación. Reaparece, convenientemente transformado, en toda una serie de pasatiempos, entre los que se cuentan los bolos, el billar, los dardos, el tenis de mesa, el croquet, el tiro con arco, el baloncesto, el cricket, el tenis, el fútbol, el hockey, el polo, la pesca submarina… Abunda en los juguetes infantiles. Con un disfraz ligeramente más acusado, justifica buena parte del atractivo de la afición a la fotografía: «disparamos» la cámara, «capturamos» en el celuloide, y nuestras cámaras = pistolas, rollos de película = balas, cámaras con lentes telescópicas = rifles y cámaras tomavistas = ametralladoras. Sin embargo, aunque estas ecuaciones simbólicas pueden ser útiles, no son en absoluto esenciales en la búsqueda de la «dominación de pasatiempo». El coleccionar cajas de cerillas servirá casi exactamente igual, supuesto, naturalmente, que pueda usted establecer contacto con rivales adecuados, similarmente preocupados, cuyas colecciones de cajas de cerillas puede usted entonces tratar de dominar.
La erección de subgrupos especialistas no es la única solución al dilema del súper status. También existen pseudotribus geográficamente localizadas. Cada pueblo, ciudad y provincia existente dentro de una supertribu desarrolla su propia jerarquía regional, suministrando nuevos sustitutos de la frustrada jefatura supertribal.
A una escala aun menor, cada individuo tiene su propio «círculo social» de relaciones personales. La lista de nombres no comerciales de su agenda proporciona una buena indicación de la extensión de esta clase de pseudotribu. Esto es particularmente importante porque, como en una verdadera tribu, todos sus miembros le son personalmente conocidos. A diferencia de una verdadera tribu, sin embargo, no todos los miembros se conocen entre sí. Los grupos sociales se superponen y entrecruzan unos con otros en compleja red. No obstante, para cada individuo, su pseudotribu social constituye una esfera más en la que puede afirmarse a sí mismo y expresar su jefatura.
Otro importante modelo supertribal que ha contribuido a escindir el grupo sin destruirlo ha sido el sistema de clases sociales. Desde los tiempos de las más antiguas civilizaciones, han existido básicamente en la misma forma: una clase superior o gobernante, una clase media que comprende a los mercaderes y especialistas, y una clase baja de campesinos y jornaleros. Al dilatarse los grupos han aparecido subdivisiones y han variado los detalles, pero el principio ha permanecido idéntico.
El reconocimiento de las distintas clases ha hecho posible que los miembros de las situadas por debajo de la más alta se esfuercen por alcanzar un status de dominación más realista en su particular nivel de clase. Pertenecer a una clase es mucho más que una simple cuestión de dinero. Un hombre situado en la cúspide de su clase social puede ganar más que un hombre situado en el fondo de la clase inmediatamente superior. Los beneficios derivados de ser dominante en su propio nivel pueden ser tales que no sienta el menor deseo de abandonar su tribu de clase. Superposiciones de este tipo indican cuan fuertemente tribales pueden llegar a ser las clases.
El sistema de las tribus de clase de fraccionar la supertribu ha sufrido, sin embargo, graves reveses en los años recientes. Al ir adquiriendo las supertribus proporciones aun mayores y hacerse cada vez más complejas las tecnologías, fue preciso elevar el nivel de educación de las masas para mantenerse a la altura de la situación. La educación, combinada con las mejoras en los medios de comunicación y, especialmente, las presiones de la publicidad masiva, condujo a un considerable resquebrajamiento de las barreras de clase. La satisfacción de «conocer su propio puesto» en la vida fue remplazada por las excitantes y cada vez más reales posibilidades de rebasar ese puesto. Ello no obstante, el viejo sistema de tribus de clase continuó luchando y todavía sigue haciéndolo. En la actualidad, podemos distinguir los signos exteriores de esta batalla en curso en la celeridad cada vez mayor de los ciclos de la moda. Nuevos estilos de vestidos, mobiliario, música y arte se remplazan unos a otros cada vez con mayor rapidez. Se ha sugerido frecuentemente que esto es consecuencia de presiones e intereses comerciales, pero sería igual de fácil —más fácil, en realidad— seguir vendiendo nuevas variaciones de los viejos temas que introducir temas nuevos. Sin embargo, existe una demanda continua de nuevos temas, debido a la rapidez con que los viejos se difunden por todo el sistema social. Cuanto más rápidamente alcancen los estratos inferiores, más pronto deben ser remplazados en la cumbre por algo nuevo y exclusivo. La Historia nunca ha presenciado una tan increíble y vertiginosa sucesión de estilos y gustos. El resultado, por supuesto, es una importante pérdida de la fisonomía pseudotribal suministrada por el viejo y rígido sistema de clases sociales.