El zoo humano (5 page)

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Authors: Desmond Morris

Tags: #GusiX, Ensayo, Ciencia

BOOK: El zoo humano
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Por desgracia, esto es un mito, por la única razón de que la televisión, a diferencia de la comunicación social personal, es un sistema unilateral. Yo puedo escuchar y llegar a conocer a un locutor de televisión, pero él no puede escucharme ni llegarme a conocer. Cierto que yo puedo saber lo que está pensando y haciendo, y esto es, desde luego, una gran ventaja, pero no constituye un sustituto de las relaciones bilaterales de los auténticos contactos sociales.

Aun cuando en los próximos años se consiguieran nuevos y, por ahora, inimaginables progresos en las técnicas de comunicación de masas, continuarían viéndose dificultadas por las limitaciones biosociales de nuestra especie. No nos hallamos equipados, como las termitas, para convertirnos voluntariamente en miembros de una vasta comunidad. Somos, y, probablemente, continuaremos siendo, simples animales tribales.

Sin embargo, pese a esto, y pese a las espasmódicas fragmentaciones que constantemente se están produciendo en todo el Globo, debemos enfrentarnos al hecho de que la tendencia principal apunta a mantener los masivos niveles supertribales. Mientras en una parte del mundo se están produciendo escisiones, en otra se están desarrollando fusiones. Si la situación continúa hoy día siendo tan inestable como lo ha sido durante siglos, ¿por qué, entonces, persistir en ella? Si es tan peligrosa, ¿por qué la mantenemos?

Se trata de algo más que un simple juego internacional de poder. Existe una intrínseca propiedad biológica del animal humano que consigue una profunda satisfacción en ser arrojado al caos urbano de una supertribu. Esa cualidad es la insaciable curiosidad del hombre, su inventiva, su atletismo intelectual. El torbellino urbano parece acentuar más intensamente esta cualidad. Así como las aves marinas son reproductivamente excitadas concentrándose masivamente en densas comunidades procreadoras, así también el animal humano es intelectualmente excitado concentrándose masivamente en densas comunidades urbanas. Son las colonias procreadoras de ideas humanas. Éste es, el aspecto positivo del asunto. Pese a los muchos inconvenientes del sistema, mantiene éste en funcionamiento.

Hemos examinado algunos de esos inconvenientes en el plano social, pero existen también en el plano personal. Los individuos que viven en un gran complejo urbano padecen una diversidad de cargas y tensiones: ruido, aire viciado, falta de ejercicio, limitación de espacio, exceso de gente, exceso de estímulos y, paradójicamente, para algunos, soledad y aburrimiento.

Puede pensarse que el precio que está pagando el miembro de la supertribu es demasiado elevado; que sería preferible una vida tranquila, pacífica, contemplativa. También él lo piensa, desde luego, pero, al igual que con el ejercicio físico que siempre se está proponiendo realizar, raras veces hace nada al respecto. Lo más que hace es trasladarse a los suburbios. Allí puede crear una atmósfera pseudotribal, alejada de las tensiones de la gran ciudad, pero cuando llega la mañana del lunes vuelve a lanzarse de nuevo a la lucha. Podría alejarse, pero echaría de menos la excitación, la excitación del neocazador, disponiéndose a capturar la pieza más grande en los más grandes y mejores terrenos de caza que le ofrece su medio ambiente.

Sobre esta base, cabría esperar que cada una de las grandes ciudades fuese un hirviente núcleo de innovación e inventiva. Comparadas con un pueblo, así parece ser, en efecto, pero dista mucho de alcanzar sus límites exploratorios. Esto se debe a que existe un antagonismo fundamental entre las fuerzas cohesivas e inventivas de la sociedad. Las unas tienden a mantener inmóviles las cosas y son, por consiguiente, reiterativas y estáticas. Las otras impulsan los nuevos desarrollos y la inevitable repulsa de los viejos modelos. Así como hay un conflicto entre competición y cooperación, así también existe una lucha entre conformidad e innovación. Sólo en la ciudad es viable la innovación sostenida. Sólo la ciudad es lo suficientemente fuerte y segura en su gregaria conformidad para tolerar las fuerzas dislocadoras de la originalidad y la creatividad rebeldes. Las agudas espadas iconoclastas son meros alfilerazos en la carne del gigante, que le proporcionan una agradable sensación de cosquilleo, despertándole del sueño e incitándole a la acción.

Esta excitación exploradora, pues, con la ayuda de las fuerzas cohesivas que he descrito, es lo que mantiene a tantos habitantes de ciudades voluntariamente encerrados dentro de sus jaulas de zoo humano.

Las alegrías y los desafíos de la vida supertribal son tan grandes que, con un poco de ayuda, pueden superar a los enormes peligros e inconvenientes. Pero, ¿hasta qué punto son comparables los inconvenientes a los del zoo animal?

El huésped del zoo animal se encuentra en confinamiento solitario, o en un grupo social anormalmente distorsionado. Cerca de él, en otras jaulas, tal vez pueda ver u oír a otros animales, pero no establecer con ellos ningún contacto auténtico. Irónicamente, las condiciones supersociales de la vida urbana humana pueden actuar de forma muy semejante. Es bien conocida la soledad de la gran ciudad. Es fácil perderse en la gran multitud impersonal. Es fácil que las agrupaciones familiares naturales y las relaciones tribales personales se distorsionen, se quebranten o se fragmenten. En un pueblo, todos los vecinos son amigos personales o, en el peor de los casos, enemigos personales; nunca extraños. En la gran ciudad, muchas personas ni siquiera saben cómo se llaman sus vecinos.

Esta despersonalización ayuda a sostener a los rebeldes e innovadores, que, en una comunidad tribal más pequeña, se verían sometidos a fuerzas cohesivas mucho mayores. Serían aplastados por las exigencias de la acomodación. Pero, al mismo tiempo, la paradoja del aislamiento social de la rebosante ciudad puede causar gran tensión y desventura a muchos de los moradores del zoo humano.

Aparte del aislamiento personal, existe también la presión directa del apiñamiento físico. Cada clase de animal ha evolucionado para existir en una cierta dimensión de espacio vital. Tanto en el zoo animal como en el zoo humano este espacio se halla severamente restringido, y las consecuencias pueden ser graves. Consideramos la claustrofobia como una respuesta anormal. En su forma extrema lo es, pero en una forma más leve, menos claramente reconocida, es una situación que padecen todos los habitantes de ciudad. Se han hecho tímidos intentos para corregir esto. Se sitúan aparte secciones especiales de la ciudad como muestra de la voluntad de proveer espacios abiertos, pequeños trozos de «medio ambiente natural», llamados parques. Originariamente, los parques eran terrenos de caza en los que había ciervos y otros animales, donde los miembros ricos de la supertribu podían revivir sus ancestrales módulos de conducta cazadora; pero en los modernos parques ciudadanos sólo subsiste la vida vegetal.

En términos de dimensión de espacio, el parque ciudadano es ridículo. Tendría que abarcar miles de kilómetros cuadrados para proporcionar una extensión natural de espacio para la enorme población a que sirve. Lo mejor que puede decirse en su favor es que es mejor que nada.

La alternativa que se les ofrece a los buscadores urbanos de espacio es efectuar breves salidas al campo, y lo hacen con gran energía. En hilera interminable, tocándose unos a otros, los coches emprenden la marcha cada fin de semana, y tocándose unos a otros, en hilera interminable, regresan. Pero no importa, se han alejado, han recorrido una extensión más amplia, y, al hacerlo, han continuado la lucha contra la antinatural angostura espacial de la ciudad. Aunque las abarrotadas carreteras de la moderna supertribu hayan convertido esto en algo muy semejante a un ritual, todavía es preferible eso que renunciar. La situación es peor aún para los habitantes del zoo animal. Su versión del recorrido de coches en caravana, es el aún más estúpido pasear de un lado a otro del suelo de su jaula. Pero tampoco renuncian.

Deberíamos sentirnos agradecidos por poder hacer algo más que pasear de un lado a otro de nuestras habitaciones.

Habiendo reconstruido ya el curso de los acontecimientos que nos han conducido a nuestra actual condición social, podemos ahora empezar a examinar con más detalle las diversas formas en que nuestras reglas de conducta han conseguido acomodarse a la vida en el zoo humano, o, en algunos casos, cómo han fracasado desastrosamente en el intento de lograrlo.

CAPÍTULO II

Status y súper status

En todo grupo organizado de mamíferos, cualquiera que sea el grado de cooperatividad que en él exista, se halla siempre presente una lucha por la dominación social. Mientras libra esta lucha, cada individuo adulto adquiere un determinado rango social que le da su posición, o status, en la jerarquía del grupo. La situación nunca permanece estable durante mucho tiempo, debido en gran parte a que todos cuantos participan en la lucha van envejeciendo. Cuando los que ocupan posiciones preeminentes llegan a la senilidad, ven disputada su autoridad y son derrocados por sus subordinados inmediatos. Se produce entonces una nueva lucha, al tiempo que todos ascienden un poco más en la escala social. En el otro extremo de la escala, los miembros más jóvenes del grupo están madurando rápidamente, manteniendo la presión desde abajo. Además, ciertos miembros del grupo pueden ser derribados de súbito por enfermedad o muerte accidental, dejando en la jerarquía huecos que es preciso llenar con rapidez.

La consecuencia general es una condición constante de tensión de status. En condiciones naturales, esta tensión es todavía tolerable, a causa de las limitadas dimensiones de las agrupaciones sociales. Si, no obstante, en el medio artificial de cautividad, el grupo se vuelve demasiado grande, o el espacio disponible demasiado pequeño, entonces la carrera por ascender de status se hace desenfrenada, las batallas rugen incontroladamente, y los jefes de las jaurías, manadas, colonias o tribus se ven sometidos a una fuerte tensión. Cuando esto sucede, los miembros más débiles del grupo son con frecuencia sacrificados, mientras los contenidos rituales de ostentación y contra ostentación degeneran en sangrienta violencia.

Existen otras repercusiones. Ha sido preciso pasar tanto tiempo ordenando las artificialmente complejas relaciones de status, que otros aspectos de la vida social, tales como los cuidados parentales, han sido grave y perjudicialmente olvidados.

Si la resolución de las disputas por la ascendencia social crea dificultades a los moderadamente apiñados inquilinos del zoo animal, evidentemente va a constituir un dilema aún mayor para las excesivamente desarrolladas supertribus del zoo humano. La característica esencial de la lucha por el status en la Naturaleza es que se basa en las relaciones personales de los individuos dentro del grupo social. Para el primitivo miembro de tribu humana, el problema era, por tanto, relativamente sencillo, pero cuando las tribus se convirtieron en supertribus y las relaciones adquirieron un carácter cada vez más impersonal, el problema del status se proyectó rápidamente en la pesadilla del súper status.

Antes de explorar esta delicada zona de la vida urbana, será útil echar un breve vistazo a las leyes básicas que rigen la lucha por la ascendencia social. El mejor modo de hacerlo es contemplar el campo de batalla desde el punto de vista del animal dominante.

Si quiere usted gobernar su grupo y conseguir mantener su posición de poder, entonces hay diez reglas de oro que debe obedecer. Se aplican a todos los jefes y dirigentes, desde los babuinos hasta los modernos presidentes y primeros ministros. Los diez mandamientos de la dominación son los siguientes:

1. Debe usted hacer clara ostentación de las galas, actitudes y gestos de la dominación.

Para el babuino, esto significa una suave, bruñida y exuberante capa de pelo; una postura tranquila y sosegada cuando no está empeñado en disputas; un porte decidido y resuelto cuando está en actividad.

No debe haber signos exteriores de inquietud, indecisión o titubeo.

Con unas cuantas modificaciones superficiales, ello es válido también para el jefe humano. La exuberante capa de piel se convierte en la rica y refinada vestidura del gobernante, que se distingue dramáticamente sobre la de sus subordinados. Asume posturas exclusivas de su papel dominante. Cuando está descansando, puede reclinarse o sentarse, mientras que los demás deben permanecer en pie hasta que se les dé permiso para seguir su ejemplo. Esto es típico también del babuino dominante, que puede tenderse perezosamente, mientras sus inquietos subordinados se mantienen cerca de él en posturas más alertas. La situación cambia en cuanto el jefe se lanza a una acción agresiva y empieza a afirmarse a sí mismo. Entonces, ya se trate de un babuino o de un príncipe, debe elevarse a una posición más encumbrada que la de sus seguidores. Debe, literalmente, elevarse por encima de ellos, emparejando su status psicológico con su postura física. Para el jefe babuino, esto es fácil: un mono dominante es casi siempre mucho más corpulento que sus subordinados. No tiene más que erguirse, y el mayor tamaño de su cuerpo hace el resto.

La situación queda realzada al rebajarse y agacharse sus temerosos subordinados. El jefe humano puede necesitar ayudas artificiales. Puede amplificar su tamaño llevando grandes capas o altos tocados. Su estatura puede ser aumentada subiendo a un trono, un estrado, un animal o un vehículo de alguna clase, o siendo llevado en alto por sus seguidores. El acuclillamiento de los babuinos más débiles se estiliza de diversas maneras: los humanos subordinados rebajan su estatura inclinando la cabeza, haciendo una reverencia, arrodillándose, haciendo zalemas o prosternándose.

El ingenio de nuestra especie permite al jefe humano tener ambas cosas. Sentándose en un trono o en una plataforma elevada, puede disfrutar, al mismo tiempo, de la posición relajada del dominante pasivo y de la posición encumbrada del dominante activo, adjudicándose de este modo a sí mismo una postura de ostentación doblemente poderosa.

Las solemnes ostentaciones de jefatura que el animal humano comparte con el babuino subsisten, todavía hoy, en nosotros en distintas formas. Tienden a limitarse más que en otros tiempos a ocasiones especiales, pero cuando se producen son tan ostentosas como siempre. Ni siquiera los más doctos académicos son inmunes a las exigencias de pompa y esplendor en sus ceremonias más solemnes.

Allá donde los emperadores han dejado paso a presidentes y primeros ministros elegidos, las ostentaciones de ascendencia personal se han hecho, sin embargo, menos patentes. En la función de la jefatura ha habido un desplazamiento del énfasis. El jefe del nuevo estilo es un servidor del pueblo que, además, es dominante, más que un dominador del pueblo, que, además, le sirve. Pone de relieve su aceptación de esta situación llevando ropas relativamente modestas, pero esto es sólo un truco. Se trata de un fraude de pequeña entidad que puede permitirse para aparentar ser «uno más», pero que no debe llevarlo demasiado lejos, pues antes de que se dé cuenta habrá vuelto a convertirse realmente en uno más.

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