Debemos examinarlas con mayor atención.
Teniendo presente nuestro linaje simiesco, la organización social de las especies supervivientes de simios puede suministrarnos pistas reveladoras. La existencia de individuos poderosos y dominantes que gobiernan despóticamente al resto del grupo es un fenómeno muy extendido entre los primates superiores.
Los miembros más débiles del grupo aceptan sus papeles subordinados. No huyen a la maleza y se establecen por su cuenta. Hay fortaleza y seguridad en el número. Cuando este número se hace demasiado grande, entonces, desde luego, se desgaja un nuevo grupo que se separa del anterior, pero los simios individuales aislados son anormalidades. Los grupos se mueven de un modo compacto de un sitio a otro, y se mantienen unidos en todo momento. Esta fidelidad no es simplemente la consecuencia de una tiranía impuesta por parte de los dirigentes, los machos dominantes. Tal vez sean déspotas, pero desempeñan también otro papel, el de guardianes y protectores. Si existe una amenaza al grupo proveniente del exterior, tal como un ataque de un predador hambriento, son ellos quienes se muestran más activos en la defensa. En presencia de un desafío externo, los machos superiores deben unir sus fuerzas para hacerle frente, olvidadas sus querellas internas. Pero, en otras ocasiones, la cooperación activa dentro del grupo se halla reducida a su mínimo.
Volviendo a los animales humanos, podemos ver que este sistema básico —cooperación social de cara al exterior, competición social de cara al interior— nos es también aplicable a nosotros, aunque nuestros primitivos antepasados humanos se vieron obligados a desplazar un tanto la balanza. Su gigantesco esfuerzo por convertirse de comedores de frutos en cazadores requirió una cooperación interna mucho más grande y activa. El mundo externo, además de ofrecer pánicos ocasionales, presentaba ahora un casi constante desafío al cazador de emergencia. El resultado fue un desplazamiento básico hacia la ayuda mutua, hacia el compartimiento y la combinación de recursos. Esto no significa que el hombre primitivo empezara a moverse como una única entidad, como un banco de peces; la vida era demasiado compleja para eso. Subsistían la competición y la jefatura, contribuyendo a proporcionar ímpetu y a reducir la indecisión, pero la autoridad despótica fue severamente restringida. Se consiguió un delicado equilibrio que, como ya hemos visto, había de mostrarse muy eficaz, permitiendo a los primitivos cazadores humanos extenderse por la mayor parte de la superficie terrestre con la sola ayuda de un mínimo de tecnología.
¿Qué fue de este delicado equilibrio cuando las diminutas tribus se convirtieron en gigantescas supertribus? Con la pérdida del modelo tribal persona-a-persona, el péndulo competitivo-cooperativo empezó a oscilar peligrosamente de un lado a otro y no ha dejado de hacerlo, nocivamente, desde entonces. El que los miembros subordinados de las supertribus se convirtieran en multitudes impersonales ha sido la causa de que las oscilaciones más violentas del péndulo se hayan producido hacia el lado dominante, competitivo. Los superdesarrollados grupos urbanos fueron rápida y repetidamente presa de formas exageradas de tiranía, despotismo y dictadura. Las supertribus dieron nacimiento a súper jefes, los cuales ejercían poderes que hacían parecer positivamente benignos a los tiranos simios. Dieron nacimiento también a súper subordinados en forma de esclavos, que padecían una sumisión mucho más extrema de la que habrían conocido ni siquiera los más bajos y rastreros de los monos.
Para dominar a una supertribu de esta manera se necesitaba algo más que un único déspota. Aun con nuevas tecnologías destructivas —armas, mazmorras, torturas— para ayudarle a mantener coactivamente condiciones de total sojuzgamiento, precisaba también una masa de seguidores si había de conseguir mantener en un extremo el péndulo biológico. Esto era posible porque los seguidores, como los jefes, estaban aficionados por la impersonalidad de la condición super-tribal. Apaciguaban hasta cierto punto sus conciencias cooperativas mediante la creación de subgrupos, o pseudotribus, dentro del cuerpo principal de la supertribu. Cada individuo establecía relaciones personales del antiguo tipo biológico con un pequeño grupo de dimensiones tribales formado por compañeros sociales o profesionales. Dentro de ese grupo, podía satisfacer sus necesidades básicas de ayuda y coparticipación mutuas. Otros subgrupos —la clase de esclavos, por ejemplo— podían entonces ser considerados más confortablemente como extraños ajenos a su protección. Había nacido la «doble medida» social. La fuerza insidiosa de estas nuevas subdivisiones radicaba en el hecho de que hacían incluso posible que las relaciones personales se desarrollaran de una forma impersonal. Aunque un subordinado —un esclavo, un siervo o un criado— pudiera ser conocido personalmente por un amo, el hecho de que hubiera sido encuadrado en otra categoría social significaba que podía ser tratado tan mal como un miembro de la masa impersonal.
Es sólo una verdad parcial decir que el poder corrompe. La subyugación extrema puede corromper con idéntica eficacia. Cuando el péndulo biosocial oscila hacia la tiranía alejándose de la cooperación activa, queda corrompida la sociedad entera. Tal vez produzca grandes avances materiales. Tal vez desplace 4.883.000 toneladas de piedra para construir una pirámide, pero, dada su deformada estructura social, sus días están contados. Se puede dominar mucho a muchos y durante mucho tiempo, pero aun dentro de la sofocante atmósfera de una supertribu existe un límite. Si cuando se alcanza el límite el péndulo biosocial retrocede suavemente hacia su equilibrado punto medio, la sociedad puede darse por afortunada. Si, como es más probable, oscila violentamente de un lado a otro, correrá la sangre a una escala que nuestro primitivo antepasado cazador jamás hubiera imaginado.
El hecho de que el impulso cooperativo humano se reafirme tan intensa y repetidamente constituye el milagro de la supervivencia civilizada. Muchas fuerzas actúan contra él y, sin embargo, nunca deja de retornar a la superficie. Nos agrada considerar esto una victoria de los poderes del altruismo intelectual sobre las debilidades bestiales, como si la ética y la moralidad fuesen alguna especie de invención moderna. Si esto fuera realmente cierto, es dudoso que nos encontrásemos aquí para proclamarlo. Si no lleváramos en nosotros mismos el fundamental impulso biológico de cooperar con nuestros semejantes, jamás habríamos sobrevivido como especie. Si nuestros antepasados cazadores hubieran sido realmente crueles e insaciables tiranos cargados de «pecado original», la historia del éxito humano habría finalizado hace mucho tiempo. La doctrina del pecado original estriba en que las condiciones artificiales de la supertribu actúan sin cesar contra nuestro altruismo biológico, y éste necesita toda la ayuda que pueda encontrar.
Soy consciente de que existen autoridades que se manifestarán en rotundo desacuerdo con lo que acabo de decir. Consideran al hombre inclinado por naturaleza a ser débil, codicioso y malvado, necesitado de severos códigos impuestos para que sea fuerte, comedido y bueno. Pero cuando ridiculizan el concepto del «buen salvaje» lo que hacen es introducir confusión. Ponen de relieve que no había nada noble en la ignorancia o la superstición, y en ese aspecto tienen razón. Pero ésta es sólo una parte de la historia. La otra parte concierne a la conducta del cazador primitivo respecto a sus compañeros. Aquí, la situación debe de haber sido diferente. Compasión, bondad, ayuda mutua, un impulso fundamental para cooperar dentro de la tribu debió de ser la pauta a seguir para que los primitivos grupos de hombres sobrevivieran en su precario ambiente. Sólo cuando las tribus se expandieron hasta convertirse en supertribus impersonales, fue cuando la vieja pauta de conducta se vio sometida a fuerte presión y empezó a derrumbarse. Sólo entonces fue preciso imponer leyes y códigos de disciplina para rectificar el equilibrio. Si hubieran sido impuestos en un grado adecuado para hacer frente y resistir a las nuevas presiones, todo habría ido bien, pero en las civilizaciones primitivas los hombres eran bisoños en la tarea de conseguir este delicado equilibrio. Fracasaron repetidamente, y con resultados mortíferos. En la actualidad tenemos más experiencia, pero el sistema nunca ha sido perfeccionado, porque, a medida que las supertribus han continuado expandiéndose, el problema no ha dejado de replantearse.
Permítanme enfocarlo de otra manera. Se ha dicho con frecuencia que «la ley prohíbe a los hombres hacer lo que sus instintos les inclinan a hacer». De ahí se sigue que, si existen leyes contra el robo, el asesinato y el estupro, entonces es que el animal humano debe ser un estuprador homicida y rapaz. ¿Constituye esto realmente una adecuada descripción de la peculiaridad del hombre como especie biológica? No encaja en el cuadro zoológico de la emergente especie tribal. Por desgracia, no obstante, sí encaja en el marco supertribal.
El robo, quizás el más corriente de los delitos, constituye un buen ejemplo. Un miembro de una supertribu se halla sometido a una presión, sufriendo todas las tensiones y los esfuerzos de su artificiosa condición social. La mayoría de las personas de su supertribu le son desconocidas; no tiene con ellas ningún lazo personal ni tribal. El ladrón típico no está robando a uno de sus compañeros conocidos. No está infringiendo el viejo código biológico tribal. En su ánimo, él está simplemente situando a su víctima completamente fuera de su tribu. Para contrarrestar esto, es preciso que se imponga una ley supertribal. A este respecto, es de notar que a veces hablamos de «honor entre ladrones» y de «código del hampa». Esto pone de manifiesto el hecho de que consideramos a los delincuentes como pertenecientes a una pseudotribu distinta y separada dentro de la supertribu. Es interesante observar, de paso, cómo tratamos al delincuente: lo encerramos en una comunidad confinada, compuesta exclusivamente de delincuentes.
Como solución, a corto plazo da buenos resultados, pero, a largo plazo, el efecto es que fortalece su identidad pseudotribal en vez de debilitarla, y le ayuda, además, a ensanchar sus contactos sociales pseudotribales.
Reconsiderando la idea de que «la ley prohíbe a los hombres hacer lo que sus instintos les inclinan a hacer», podríamos darle una nueva formulación en el sentido de que «la ley sólo prohíbe a los hombres hacer lo que las condiciones artificiales de civilización les impulsan a hacer». De este modo, podemos considerar la ley como un instrumento equilibrador, tendente a contrarrestar las distorsiones de la existencia supertribal y que ayuda a mantener, en condiciones antinaturales, las formas de conducta social que son naturales a la especie humana.
Sin embargo, esto es una simplificación excesiva. Implica perfección en los jefes, los creadores de la ley. Tiranos y déspotas pueden, naturalmente, imponer leyes severas e irrazonables coartando a la población en un grado superior a lo que justifican las prevalentes condiciones supertribales. Una jefatura débil tal vez imponga un sistema de leyes que carezca de fuerza para mantener unido a un pueblo en expansión. En cualquiera de ambos casos se produce el desastre cultural o la decadencia.
Existe también otra clase de ley que tiene muy poco que ver con la argumentación que he estado exponiendo, salvo en cuanto que contribuye a mantener unida a la sociedad. Es una «ley aislante», una ley que ayuda a hacer a una cultura distinta de otra. Proporciona cohesión a una sociedad al conferirle una fisonomía exclusiva. Estas leyes sólo desempeñan un papel secundario en los tribunales. Afectan más bien a la religión y a las costumbres sociales. Su función consiste en intensificar la ilusión de que uno pertenece a una tribu unificada, más que a una supertribu desparramada y en trance de dispersión. Si se las critica porque parecen arbitrarias o carentes de sentido, la respuesta es siempre que son tradicionales y deben ser obedecidas sin discusión. Y está bien no discutirlas porque, en sí mismas, son arbitrarias y, con frecuencia, absurdas. Su valor radica en el hecho de que son compartidas por todos los miembros de la comunidad.
Cuando se debilitan, la unidad de la comunidad se debilita también un poco. Adoptan muchas formas: los complicados procedimientos de las ceremonias sociales…, matrimonios, entierros, conmemoraciones, desfiles, festividades, etc.; las intrincaciones de la etiqueta, el protocolo y los modales sociales; las complejidades del vestido, el uniforme, las condecoraciones, los adornos y las ostentaciones sociales.
Estos temas han sido estudiados detalladamente por etnólogos y antropólogos culturales, que se han sentido fascinados por su gran diversidad. La diversidad, la diferenciación de una cultura respecto a otra, ha sido, desde luego, la función misma de estas reglas de conducta. Pero, maravillándose ante su variedad, no debe uno pasar por alto sus similitudes fundamentales. Las costumbres y los vestidos pueden ser sorprendentemente distintos en detalle de una cultura a otra, pero poseen la misma función básica y las mismas formas básicas. Si empezamos a hacer una lista de todas las costumbres sociales de una cultura determinada, encontraremos equivalentes de casi todas ellas en casi todas las demás culturas. Sólo diferirán los detalles, y diferirán tan acusadamente que llegarán a veces a oscurecer el hecho de que se está en presencia de los mismos tipos sociales básicos.
Señalemos, por vía de ejemplo, que, en algunas culturas, las ceremonias del duelo implican el uso de vestidos negros; en otras, por el contrario, la ropa de luto es blanca. Además, si se amplía el campo de observación, es posible encontrar todavía otras culturas que utilizan el azul oscuro, o el gris, o el amarillo, o arpillera oscura natural. Habiéndose educado usted en una cultura en la que, desde su temprana infancia, uno de estos colores, por ejemplo el negro, ha estado siempre intensamente asociado con la muerte y el duelo, resultará inaudito pensar en llevar colores tales como el amarillo o el azul para dicho fin. Por consiguiente, su reacción inmediata al descubrir que estos colores se llevan como luto en otros lugares es observar cuan diferentes son de su propio vestido habitual. Esta es la trampa, tan cuidadosamente tendida por las exigencias de aislamiento cultural. La superficial observación de que los colores varían tan dramáticamente oscurece el hecho, más fundamental, de que todas estas culturas comparten la realización de una «manifestación» de duelo, y que en todas ellas esto implica llevar un vestido que sea acusadamente distinto del no destinado a ese fin.