Se han formado rápidamente sociedades folklóricas para deplorar e invertir este rumbo, pero el daño ya está hecho. En el mejor de los casos, lo único que pueden conseguir es actuar como taxidermistas de la cultura popular. Una vez iniciada la carrera del status desde los estratos inferiores hasta los superiores de la sociedad, no había ya posibilidad de retroceso. Si, como he sugerido antes, la sociedad se rebela una y otra vez contra la triste uniformidad de esta «nueva monotonía», entonces lo hará dando nacimiento a nuevos modelos culturales, más que apuntalando los viejos y ya muertos.
Sin embargo, para el verdaderamente serio escalador de status no existe rebelión. Y los objetos de imitación le suministran una respuesta satisfactoria. Los ve como lo que son, un astuto medio para desviar sus afanes, una simple versión de fantasía del verdadero mimetismo de dominación. Para él, la mímica de dominación debe componerse de artículos auténticos, y tiene que ir siempre un paso más lejos de lo que puede permitirse al comprarlos, con el fin de dar la impresión de que es ligeramente más dominante socialmente de lo que en verdad es. Sólo entonces tiene una probabilidad de conseguir su objetivo.
Para mayor seguridad, tiende a concentrarse en zonas en las que no existen imitaciones baratas. Si puede costearse un automóvil pequeño, se compra uno de tamaño mediano; si puede costearse uno mediano, se compra uno grande; si puede costearse sólo uno grande, se compra, además, otro pequeño; si los automóviles grandes llegan a hacerse demasiado corrientes, compra un coche deportivo extranjero, pequeño pero muy caro; si se ponen de moda las luces traseras grandes, se compra el último modelo con unas más grandes aún, «para que la gente de atrás sepa que él está delante», como tan sucintamente lo expresan los anunciantes. Lo único que no hace es comprarse una fila de «Rolls-Royce» de cartón de tamaño natural y exhibirlos a la puerta de su garaje. En el mundo del fanático escalador de status no hay diamantes falsos.
Los automóviles constituyen un ejemplo importante por el carácter público que tienen, pero el ardiente luchador por el status no puede detenerse ahí. Debe extenderse a sí mismo y a su cuenta bancaria en todas direcciones, si ha de presentar una imagen convincente ante sus rivales de status superior.
Por desgracia, las extravagantes gafas del incansable buscador de status adquieren tanta importancia que aparentan ser más de lo que son. Después de todo, sólo son mímicas de dominación, no verdadera dominación. La verdadera dominación, el verdadero status social, está relacionado con la posesión de poder e influencia sobre los subordinados supertribales, no con la posesión de un segundo receptor de televisión en color. Naturalmente, si usted puede permitirse fácilmente un segundo receptor de televisión en color, entonces éste es un reflejo natural de su status y funciona como verdadero símbolo de status. Un segundo receptor de televisión en color, cuando usted sólo puede costearse el primero, es ya otra cuestión. Puede contribuir a producir en los miembros del nivel social superior al suyo la impresión de que está usted pronto para unirse a ellos, pero de ninguna manera garantiza que vaya a hacerlo. Todos sus rivales, en su mismo nivel, estarán instalando afanosamente su segundo receptor de televisión en color con la misma intención, pero es ley fundamental de la jerarquía que sólo unos pocos de su nivel podrán ascender al siguiente. Ellos, los afortunados, pueden justificadamente, colgar guirnaldas en torno a sus segundos receptores de televisión en color. Sus mímicas de dominación han surtido efecto. Todos los demás, los fracasados en la conquista de poder, deben quedarse rodeados del costoso amontonamiento de mímicas de dominación que, de súbito, se han revelado como lo que son: ilusiones de grandeza. La comprobación de que, aunque constituyen valiosas ayudas para lograr ascender por la escala de dominación, no lo garantizan realmente, es una píldora muy amarga de tragar.
Los daños causados por el exagerado empeño de mimetismo de dominación pueden ser enormes.
No sólo conduce a una situación de deprimente desilusión para los buscadores de status menos afortunados, sino que exige también grandes esfuerzos por parte de los miembros de la supertribu, hasta el punto de que no les queda mucho tiempo ni muchas energías para otras cosas.
El buscador macho de status que se entrega a un exceso de mimetismo de dominación es impulsado con frecuencia a descuidar a su familia. Esto fuerza a su cónyuge a asumir en el hogar el papel masculino parental. Semejante paso lleva consigo una atmósfera psicológicamente perniciosa para los niños, que pueden fácilmente torcer sus propias identidades sexuales cuando llegan a la madurez. Lo único que el niño verá es que su padre ha perdido su función directora dentro de la familia. El hecho de que la haya sacrificado para luchar por la dominación exterior, en la esfera, más amplia, de la supertribu, significará poco o nada en la mente del niño. Será sorprendente que llegue a madurar con un equilibrado estado de salud mental. Incluso el niño mayor, que comprende la carrera supertribal por el status y alardea de los logros de su padre en este terreno, los considerará muy pequeña compensación por la ausencia de una activa influencia paterna. Pese a su creciente status en el mundo exterior, el padre puede convertirse fácilmente en motivo de chanza familiar.
Esto es muy desconcertante para nuestro esforzado miembro de supertribu. Ha obedecido todas las reglas, pero algo ha marchado mal. Las exigencias que el súper status plantea en el zoo humano son realmente crueles. O fracasa y queda desilusionado, o triunfa y pierde el control de su familia. Peor aún, puede trabajar tan duramente que pierda el control de su familia y también fracase.
Esto nos lleva a considerar otra forma distinta y más violenta en que ciertos miembros de la supertribu pueden reaccionar ante las frustraciones de la lucha por la dominación. Los estudiosos de la conducta animal la denominan una redirección de la agresión. En el mejor de los casos es un fenómeno desagradable; en el peor, es literalmente letal. Puede observarse con claridad cuando se enfrentan dos animales rivales. Cada uno de ellos quiere atacar al otro, y cada uno de ellos teme hacerlo. Si la despertada agresión no puede encontrar una vía de escape contra el intimidante antagonista que la causó, entonces encontrará expresión en otra parte. Se busca una víctima propiciatoria, un individuo más pacífico y menos intimidante, y la ira reprimida es desfogada en esa dirección. No ha hecho nada para justificarlo. Su único delito era ser más débil y menos intimidante que el oponente primitivo.
En la carrera por el status, suele ocurrir que un subordinado no se atreve a expresar abiertamente su ira hacia un dominante. Se hallan en juego demasiadas cosas. Tiene que redirigirla hacia otra parte.
Puede incidir sobre sus desventurados hijos, su esposa o su perro. En otros tiempos, también sufrían los ijares de su caballo; hoy es la caja de cambios de su automóvil. Tal vez posea el lujo de subordinados propios a los que pueda fustigar con su lengua. Si tiene inhibiciones en todas estas direcciones, siempre queda una persona: él mismo. Puede provocarse úlceras a sí mismo.
En casos extremos, cuando todo parece desesperado, puede llevar al máximo su autoinfligida agresión: puede suicidarse. (Se conocen casos de animales de zoo que se han inferido graves mutilaciones a sí mismos, mordiéndose la carne hasta el mismo hueso, cuando no podían alcanzar a sus enemigos a través de los barrotes, pero el suicidio parece ser una actividad exclusivamente humana). Se han expresado numerosas y muy diversas opiniones respecto a las verdaderas causas del suicidio, pero nadie niega que la agresión redirigida constituye un factor importante. Un investigador ha llegado hasta el punto de manifestar: «Nadie se mata a sí mismo, a menos que quiera también matar a otros, o a menos que desee que otra persona muera». Esto quizás es desorbitar ligeramente la cuestión. El hombre que se suicida a causa del dolor de una enfermedad incurable, difícilmente encaja en esta categoría. Sería fantástico sugerir que desea matar al médico que no ha conseguido curarle. Lo que desea es liberarse del dolor. Pero la redirección de la agresión parece dar una explicación para un gran número de casos. He aquí algunos de los hechos que apoyan esta idea.
En las grandes ciudades existe una proporción de suicidios mayor que en las zonas rurales. En otras palabras, allá donde es más violenta la carrera por el status, más elevada es la proporción de suicidios. Se cometen más suicidios masculinos que femeninos, pero las hembras están acortando distancias rápidamente. En otras palabras, el sexo que más empeñado se halla en la carrera por el status ostenta el más alto nivel de suicidio, y ahora que las hembras van emancipándose cada vez más y uniéndose progresivamente a la carrera, están compartiendo tales peligros. Hay un nivel más elevado de suicidios durante las épocas de crisis económica. En otras palabras, cuando la carrera por el status encuentra dificultades en la cúspide, existe un incremento de agresión redirigida en la zona inferior de la jerarquía, con resultados desastrosos.
La proporción de suicidios es menor en tiempos de guerra. Las curvas de suicidios del presente siglo muestran dos grandes declives durante los períodos de las dos guerras mundiales. En otras palabras, ¿por qué matarse uno mismo, si puede matar a otra persona? Las inhibiciones existentes sobre el hecho de matar a las personas que dominan y frustran el suicidio potencial, son las que le fuerzan a redirigir su violencia. Tiene la opción de matar a una víctima propiciatoria menos intimidante, o a sí mismo. En tiempo de paz, las inhibiciones respecto al homicidio le hacen volverse con frecuencia contra sí mismo, pero en tiempo de guerra recibe la orden de matar, y el número de suicidios decrece.
Existe una estrecha relación entre suicidio y homicidio. Hasta cierto punto, son dos caras de la misma moneda. Los países con un elevado número de homicidios tienden a tener una baja proporción de suicidios, y viceversa. Es como si hubiera una determinada cantidad de intensa agresión a liberar, y si no adopta una forma adoptará la otra. La dirección que siga dependerá de las inhibiciones que existan en una determinada comunidad sobre la perpetración de homicidio. Si las inhibiciones son débiles, la proporción de suicidios disminuye. La situación es semejante a la existente en tiempo de guerra, ocasión en que las inhibiciones que frenan el homicidio eran activa y deliberadamente reducidas.
En conjunto, sin embargo, nuestras modernas supertribus tienen inhibiciones notablemente intensas en lo que se refiere a actos de homicidio. Para la mayoría de nosotros, que nunca hemos tenido que echar al aire la moneda homicidio-suicidio, es difícil apreciar el conflicto, aunque parece biológicamente más antinatural matarse uno mismo que matar a otra persona. A pesar de ello, las cifras siguen la dirección contraria. En Gran Bretaña, durante los últimos tiempos, las cifras anuales de suicidios han rondado la raya de los 5.000, mientras que los homicidios anuales (descubiertos) se han mantenido por debajo de los 200.
Y, lo que es más, si observamos estos homicidios encontramos algo inesperado. La mayoría de nosotros adquirimos nuestras ideas sobre el homicidio de los artículos periodísticos y las novelas policíacas, pero los periódicos y los novelistas tienden a centrar su atención en los homicidios que más pueden hacer subir las cifras de venta de publicaciones y libros. En realidad, la forma más común de homicidio es un vulgar y sórdido asunto familiar en el que la víctima es un pariente próximo. En Gran Bretaña hubo en 1967, 172 homicidios, 81 de los cuales eran de este tipo. Además, en 51 casos el homicida remató su acción suicidándose. Muchos de estos últimos casos pertenecen a la especie en que un hombre, impulsado a volver contra sí mismo su frustrada agresión, mata primero a sus seres queridos y, luego, se mata él.
Parece, a menudo, que no puede soportar el dejarles que sufran a consecuencia de los desastrosos actos que él realiza. Los estudiosos del homicidio han descubierto que un interesante cambio puede sobrevenir entonces en el homicida. Si no ejecuta su propósito, añadiendo rápidamente su cadáver a los demás, es probable que experimente un alivio tan enorme de la tensión que ya no desee matarse a sí mismo. La sociedad le dominó y le frustró hasta el punto en que estuvo presto a disponer de su propia vida, pero ahora la matanza de su familia consuma tan eficazmente su venganza sobre la sociedad que su depresión desaparece y se siente liberado. Esto le deja en una situación difícil. Está rodeado de cadáveres, con todas las señales de que ha cometido un homicidio múltiple, cuando, en realidad, aquello sólo fue parte de un desesperado suicidio. Tales son los extremos de pesadilla a que puede llegar la agresión redirigida.
Por fortuna, la mayoría de nosotros no llegamos a tales extremos. Lo único que experimentan nuestras familias es nuestra llegada a casa de mal humor. Muchos miembros de supertribus pueden encontrar una vía de escape contemplando cómo otras personas matan a «los malos» en la televisión o en el cine. Es significativo que en comunidades fuertemente subordinadas o reprimidas, las salas de cine locales exhiben una cantidad extraordinariamente elevada de películas de violencia. De hecho, puede afirmarse que las emociones de la violencia de ficción exhibida en las pantallas tienen un atractivo que es directamente proporcional al grado de frustración en la dominación que se experimenta en la vida real.
Dado que todas las grandes supertribus, por su mismo tamaño, implican una extensa frustración de dominación, está ampliamente difundido el predominio de la violencia de ficción. Para demostrarlo, basta comparar las ventas internacionales de libros especializados en relatos violentos con las de otros autores.
En una reciente estadística de las obras más vendidas de todos los tiempos en el género de ficción, el nombre de un autor especializado en violencias extremas aparecía siete veces entre los veinte primeros, con un total de treinta y cuatro millones de ejemplares vendidos. El cuadro es muy semejante en el mundo de la televisión. Un detallado análisis de los programas emitidos en la zona de Nueva York en 1954 reveló que hubo nada menos que 6.800 incidentes agresivos en una sola semana.
Es evidente que existe un poderoso impulso a contemplar a otras personas sometidas a las formas más extremas de dominación. Es cuestión ardientemente debatida la de si esto actúa como valiosa e inofensiva válvula de escape para la agresión reprimida. Al igual que ocurre con el mimetismo de dominación, la causa de la contemplación de la violencia es evidente, pero su valor es dudoso. La lectura o la contemplación de un acto de persecución no altera la situación real en que se desenvuelve la vida del lector o el espectador. Tal vez disfrute con la ficción mientras está absorto en ella, pero cuando ha terminado y emerge de nuevo a la fría luz de la realidad, sigue estando tan dominado como antes. Por tanto, el alivio de la tensión es sólo temporal, como cuando uno se rasca la picadura de un insecto. Lo que es más, rascarse una picadura es probable que aumente la inflamación. La repetición de lecturas o espectáculos violentos de ficción tiende a intensificar la preocupación por todo el fenómeno de la violencia.