Cuando se hallan en actividad, pueden, hasta cierto punto, aliviar sus tensiones realizando «estereotipos». Son éstos pequeños tics, repetitivos actos de crisparse, saltar, oscilar, mecerse o girar que, al habérseles hecho tan familiares por la repetición constante, producen también un efecto de alivio. La cuestión es que para el animal superestimulado el medio ambiente es tan extraño y aterrador que cualquier acción, por absurda que sea, ejercerá un efecto calmante, siempre que le sea familiar. Es como encontrar en una fiesta a un viejo amigo entre una multitud de desconocidos. Estos estereotipos pueden verse por todo el zoo. Los enormes elefantes se balancean rítmicamente a un lado y a otro; los jóvenes chimpancés hacen rodar su cuerpo; la ardilla da saltos en círculo, como un motorista del muro de la muerte; el tigre frota su nariz a derecha e izquierda contra los barrotes, hasta que se pone en carne viva y sangrando.
No es accidental que algunas de estas clases de superestimulación tengan lugar de cuando en cuando en animales intensamente aburridos, pues la tensión producida por una acusada subestimulación es en algunos aspectos básicamente la misma que la tensión de la superestimulación. Ambos extremos son desagradables, y ello provoca una respuesta estereotipada, mientras el animal trata desesperadamente de regresar al feliz medio de la estimulación moderada, que es el objetivo de la lucha de estímulo.
Si el inquilino del zoo humano se halla sometido a una intensa superestimulación, también él acude al principio de contención. Cuando muchos estímulos diferentes ejercen su acción en conflicto unos con otros, la situación se torna insoportable.
Si podemos huir y ocultarnos, todo va bien, pero nuestros complejos compromisos con la vida supertribal suelen impedirlo. Podemos cerrar los ojos y taparnos los oídos, pero se necesita algo más que vendas y tapones auriculares.
En último extremo, recurrimos a ayudas artificiales. Tomamos tranquilizantes, píldoras somníferas (a veces tantas que terminamos definitivamente), dosis excesivas de alcohol, y una gran variedad de drogas. Esta es una variante de la lucha de estímulo que denominamos sueño químico. Para comprender el porqué, examinemos más detenidamente el sueño natural.
El gran valor del proceso de sueño nocturno normal es que nos permite clasificar y archivar el caos del día anterior. Imagínese una oficina sobrecargada de trabajo, con montañas de documentos, papeles y notas vertiéndose en ella a todo lo largo del día. Las mesas están abarrotadas. Los empleados no pueden trabajar al ritmo con que llega la información y el material. No hay tiempo bastante para archivarlo ordenadamente antes de que termine la tarde. Se van a casa dejando la oficina sumida en el caos. A la mañana siguiente, habrá otra gran afluencia, y la situación escapará rápidamente a todo control. Si nosotros estamos superestimulados durante el día, recibiendo nuestro cerebro una masa de nueva información, gran parte de la cual se encuentra en conflicto con el resto, nos iremos a la cama en un estado muy semejante al en que fue dejada la caótica oficina al término de la jornada laboral. Pero nosotros somos más afortunados que los sobrecargados empleados. Durante la noche, alguien entra en la oficina existente dentro de nuestro cráneo y lo clasifica todo, lo archiva ordenadamente y deja limpia la oficina, lista para recibir la avalancha del día siguiente. En el cerebro del animal humano, este proceso es lo que llamamos soñar. Podemos obtener descanso físico durmiendo, pero poco más del que podríamos obtener yaciendo despiertos toda la noche. Sin embargo, en estado de vigilia no podemos soñar adecuadamente. Por tanto, la función primaria del acto de dormir, más que descansar nuestros fatigados miembros, es soñar.
Dormimos para soñar, y soñamos durante la mayor parte de la noche. La nueva información es clasificada y archivada, y nos despertamos con un cerebro refrescado, listo para comenzar el siguiente día.
Si la vida durante el día se hace demasiado frenética, si nos hallamos demasiado intensamente superestimulados, el mecanismo normal del sueño se ve sometido a una prueba demasiado dura. Esto conduce a una dedicación a los narcóticos y al peligroso desarrollo del sueño químico. En los estupores y trances de los estados químicamente inducidos, esperamos vagamente que las drogas creen una mímica del estado onírico.
Pero, aunque pueden ser eficaces para ayudar a interrumpir el caótico flujo procedente del mundo exterior, no suelen ser de utilidad en la función positiva del sueño de clasificar y archivar. Cuando se disipan, el alivio negativo temporal se desvanece, y el problema positivo subsiste igual que antes. El procedimiento se halla, por tanto, condenado a ser decepcionante, con la adición del posible inconveniente del hábito químico.
Otra variación consiste en la práctica de lo que podríamos denominar sueño de meditación, en el que el estado onírico se consigue por medio de ciertas disciplinas, el yoga u otras semejantes. Las condiciones de alejamiento y contención semejantes al trance producidas por el yoga, el vudú, hipnotismo y ciertas prácticas mágicas y religiosas tienen algunas características en común. Implican generalmente una sostenida repetición rítmica, ya sea verbal o física, y son seguidas por una condición de apartamiento de la normal estimulación exterior. De esta forma, pueden ayudar a reducir el flujo masivo, y de ordinario internamente conflictivo, que está siendo sufrido por el individuo superestimulado. Son, por consiguiente, similares a las diversas formas de sueño químico, pero disponemos hasta el momento de escasa información sobre la forma en que, además, pueden suministrar beneficios positivos de la clase que disfrutamos cuando soñamos normalmente.
Si el animal humano no consigue escapar de un prolongado estado de superestimulación, está expuesto a caer enfermo, física o mentalmente. Las enfermedades de agotamiento o las crisis nerviosas pueden, para los más afortunados, suministrar su propio remedio. El enfermo se ve obligado, por su incapacidad, a interrumpir el masivo flujo. Su lecho se convierte en su escondrijo animal.
Los individuos que saben son particularmente propensos a la superestimulación suelen desarrollar una señal de alarma precoz. Una antigua lesión puede cobrar nueva actividad, las amígdalas pueden hincharse, puede empezar a doler un diente enfermo, o producirse una erupción cutánea, puede reaparecer un pequeño tic nervioso o reproducirse una jaqueca. Muchos individuos tiene una pequeña debilidad de este tipo, lo que, en realidad, es más un viejo amigo que un viejo enemigo, porque les avisa de que se están excediendo y de que sería mejor que redujeran la marcha si quieren evitar algo peor. Si, como a menudo sucede, se les persuade para «curarse» su debilidad particular, no deben temer perder la ventaja que les concede la alarma precoz; con toda probabilidad, otro síntoma no tardará en ocupar su lugar. En el mundo médico, esto se conoce a veces con el nombre de «síndrome desplazante».
Es fácil comprender cómo el moderno miembro de supertribu puede llegar a padecer este sobrecargado estado. Como especie, nos volvimos en un principio intensamente activos y exploratorios en relación con nuestras demandas de supervivencia. El difícil papel que nuestros antepasados cazadores tuvieron que desempeñar hacía hincapié en ello. Ahora, con el medio ambiente ampliamente sujeto a control, llevamos todavía sobre nosotros nuestro antiguo sistema de gran actividad y gran curiosidad.
Aunque hemos llegado a un estadio en el que fácilmente podríamos permitirnos tendernos a descansar con más frecuencia y más prolongadamente, no podemos hacerlo. En lugar de ello, nos vemos obligados a desarrollar la lucha de estímulo. Puesto que esto es algo nuevo para nosotros, aún no tenemos mucha experiencia en ello, y estamos constantemente llegando demasiado lejos o quedándonos demasiado cortos. Entonces, tan pronto como sentimos que nos estamos volviendo superestimulados y superactivos o subestimulados y subactivos, nos desviamos de un doloroso extremo al otro y nos dedicamos a la realización de acciones que tienden a devolvernos al feliz término medio de estimulación óptima y actividad óptica. Los que lo consiguen mantienen un firme rumbo central; los demás permanecen oscilando desde uno hasta otro extremo.
Nos sirve hasta cierto punto de ayuda un lento proceso de acomodación. El campesino, que lleva una vida silenciosa y tranquila, desarrolla una tolerancia hacia este nivel de actividad. Si un ajetreado hombre de ciudad fuera súbitamente arrojado en medio de esa paz y quietud, no tardaría en encontrarlo insoportablemente aburrido. Si el campesino fuera arrojado en el torbellino de la caótica vida ciudadana, no tardaría en encontrarlo excesivamente excitante. Si habita uno en la ciudad, es bueno pasar un tranquilo fin de semana en el campo como desestimulante, y si uno es campesino es beneficioso pasar un día en la ciudad como estimulante. Esto obedece a los principios equilibradores de la lucha de estímulo; pero si dura más tiempo, el equilibrio se pierde.
Resulta interesante el hecho de que manifestamos mucha menos simpatía hacia el hombre que no consigue acomodarse a un bajo nivel de actividad que hacia el que no consigue habituarse a un nivel elevado. Un hombre aburrido e indiferente nos enoja más que otro fatigado y sobrecargado de actividad.
Ninguno de los dos logra librar con eficacia la lucha de estímulo. Los dos se hallan expuestos a volverse irritables y malhumorados, pero nos sentimos mucho más propensos a perdonar al hombre sobrecargado de trabajo. La razón de ello estriba en que empujar el nivel demasiado hacia arriba es una de las cosas que mantienen el progreso de nuestras civilizaciones. Son los individuos intensamente exploratorios los que se convertirán en los grandes innovadores y cambiarán la faz del mundo en que vivimos. Los que desarrollan la lucha de estímulo en una forma más equilibrada y eficaz serán también exploratorios, desde luego, pero tenderán a proporcionar variaciones sobre viejos temas, más que temas enteramente nuevos. Serán también individuos más felices, mejor acomodados.
Tal vez recuerden que al principio dije que los riesgos del juego son elevados. Lo que tenemos que ganar o perder es nuestra felicidad, y, en casos extremos, nuestro juicio. Según esto, los innovadores superexploratorios deben ser comparativamente desgraciados e, incluso, mostrar cierta tendencia a padecer enfermedades mentales. Teniendo presente el objetivo de la lucha de estímulo, debemos predecir que, pese a sus mayores logros, estos hombres y estas mujeres no pueden por menos, con frecuencia, de llevar una vida desasosegada e insatisfecha. La Historia tiende a confirmar la realidad de esto. Nuestra deuda hacia ellos se paga bajo la forma de la especial tolerancia que manifestamos hacia su conducta a menudo caprichosa e irritable. Nosotros reconocemos intuitivamente que esto es un resultado inevitable de la forma desequilibrada en que ellos desarrollan la lucha de estímulo. Sin embargo, como veremos en el capítulo siguiente, no siempre somos tan comprensivos.
El adulto infantil
En muchos aspectos, el juego de los niños es similar a la lucha de estímulo de los adultos. Al ocuparse los padres del niño de sus problemas de supervivencia, a éste le queda una gran cantidad de energía sobrante. Sus actividades lúdicas le ayudan a quemar esta energía. Existe, sin embargo, una diferencia. Ya hemos visto que hay varias formas de desarrollar la lucha de estímulo adulta, una de las cuales es la invención de nuevos modos de conducta. En el juego, este elemento es mucho más fuerte.
Para el niño que se encuentra en período de crecimiento, cada acción que realiza constituye, virtualmente, una nueva invención. Su ingenuidad ante el medio ambiente le fuerza, con más o menos intensidad, a sumergirse en un continuado proceso de innovación. Todo es nuevo. Cada lance del juego es un viaje de descubrimiento: descubrimiento de sí mismo, de sus posibilidades y capacidades, y del mundo que le rodea. El desarrollo de la inventiva puede no ser la finalidad específica del juego, pero es, sin embargo, su característica predominante y su bien más estimable.
Las exploraciones e invenciones de la infancia suelen ser triviales y efímeras. En sí mismas, significan muy poco. Pero si puede impedirse que los procesos que implican —el sentido de extrañeza y de curiosidad, el impulso de buscar, hallar y poner a prueba— se desvanezcan con la edad, de modo que continúen dominando la adulta lucha de estímulo, prevaleciendo sobre alternativas menos recompensadoras, entonces se ha ganado una importante batalla: la batalla de la creatividad.
Muchas personas se han devanado los sesos en torno al secreto de la creatividad. Yo sostengo que, básicamente, no es más que la prolongación a la vida adulta de estas vitales cualidades infantiles. El niño formula nuevas preguntas; el adulto contesta a preguntas viejas; el adulto infantil encuentra respuestas a preguntas nuevas. El niño es inventivo; el adulto, productivo; el adulto infantil es inventivamente productivo. El niño explora su medio ambiente; el adulto, lo organiza; el adulto infantil organiza sus exploraciones y, poniéndolas en orden, las vigoriza. Él crea.
Vale la pena examinar este fenómeno con más detenimiento. Si se coloca un joven chimpancé, o, un niño, en una habitación con un único y conocido juguete, jugará con él durante algún tiempo, y luego perderá el interés. Si, por ejemplo, se le ofrecen cinco juguetes en lugar de uno, jugará primero aquí, luego allá, moviéndose de uno a otro. Para cuando vuelva al primero, el juguete original le parecerá «nuevo» otra vez y merecedor de un poco más de atención. Si, por contraste, se le ofrece un juguete nuevo y desconocido, éste atraerá inmediatamente su atención y producirá una poderosa reacción.
Esta respuesta de «juguete nuevo» es la primera característica esencial de la creatividad, pero sólo constituye una fase del proceso. El intenso impulso exploratorio de nuestra especie nos lleva a investigar el nuevo juguete y a probarlo en todas las formas que podamos imaginar. Una vez que hemos terminado nuestras exploraciones, el juguete desconocido se habrá convertido en conocido y familiar. Al llegar a este punto, nuestra inventiva entrará en acción para utilizar el juguete nuevo, o lo que hayamos aprendido de él, a fin de plantear y resolver nuevos problemas. Si, combinando nuestras experiencias de los diferentes juguetes, podemos extraer de ellos más de lo que teníamos al principio, entonces hemos sido creativos.
Si se coloca un joven chimpancé es una habitación con una silla ordinaria, por ejemplo, empieza investigando el objeto, golpeándolo, mordiéndolo, olfateándolo y encaramándose sobre él. Al cabo de un rato, estas actividades casuales dejan paso a un modo más estructurado de actividad. Puede, pongamos por caso, empezar a saltar sobre la silla, utilizándola como instrumento gimnástico. Ha «inventado» una mesa de volteo y «creado» una nueva actividad gimnástica. Ya antes había aprendido a saltar sobre las cosas, pero no de esta manera. Combinando sus experiencias pasadas con la investigación del nuevo juguete, crea la nueva acción del volteo rítmico. Si, más tarde, se le ofrecen aparatos más complicados, volverá a construir sobre estas experiencias, incorporando los nuevos elementos.