Read Garras y colmillos Online
Authors: Jo Walton
—Quizá no seas el mayor pero eres un dragón adulto. Nosotras no somos más que inútiles hembras —dijo Selendra con un destello de ira en sus ojos de color violeta—. Las últimas en todo. A nosotras nadie nos cuenta nada. No cabe duda de que vamos a ser vuestra cena, y yo habría agradecido haber tenido un poco de tiempo para prepararme.
—¿Cómo? —preguntó Avan, divertido e intrigado a pesar de sí mismo.
—Volando lejos de aquí —respondió Selendra con tono atrevido.
—No, estaba de broma —dijo su hermano—. Vuestro futuro está asegurado, el de ambas. No os convertiréis en la cena de nadie. Penn me escribió que, según los deseos de nuestro padre, el oro habría de dividirse entre vosotras dos y yo, salvo un trozo simbólico para cada uno de los otros. La hacienda la heredarán los hijos de Berend. Una de vosotras irá a vivir con Berend y la otra con Penn.
Amer y Haner lanzaron unos grititos y Sel envolvió a su hermana con las alas y los brazos.
—Cualquiera pensaría que acabo de sugerir que se os coma de inmediato —dijo Avan—. Sois las hermanas más desagradecidas que ha tenido jamás un dragón.
—¿No podrías llevarnos tú? —preguntó Selendra—. Jamás hemos visto Irieth, pero podríamos llevar tu casa de una forma espléndida, como hemos hecho aquí con la de padre.
Avan no pudo ocultar el estremecimiento que le sacudió las alas.
—No tengo espacio para vosotras —dijo con bastante sinceridad, sobre todo al pensar en las comodidades que tenía en su hacienda de la ciudad—. E Irieth no es lugar para unas doncellas, a menos que lleven carabina y sean de familias muy conocidas. No podría protegeros allí más de lo que podría aquí. Antes o después os convertiríais en la cena de alguien, o algo peor. Estaréis a salvo con Penn y Berend.
—A salvo, pero separadas —dijo Haner con un tono de voz que le indicó a su hermano que aquello sí que era una tragedia—. Sabes que Selendra es tan impulsiva y yo tan comedida que separadas no hay forma de saber lo que ella podría llegar a hacer, mientras que yo no haré nada jamás.
—Y a Berend no le caigo bien —dijo Selendra.
—Bueno, Sel, entonces tú deberías ir con Penn —dijo Avan con un tono de voz tan sereno como pudo.
—La esposa de Penn es una extraña para mí —dijo Selendra.
—Y ya tienen dos dragoncitos, lo más probable es que se alegre de que alguien le ayude con ellos. Lo cierto es que estáis muchísimo mejor de lo que lo estarían la mayor parte de las doncellas en vuestra posición.
—¿Cómo? —preguntó Selendra.
Avan sabía sobre eso mucho más de lo que jamás querría que aprendieran sus hermanas, tanto que se limitó a sacudir la cabeza con lentitud y a dejar que sus ojos dorados giraran con una advertencia.
—Creo que podría soportar cualquier cosa si estuviéramos juntas —dijo Haner, y su voz se quebró en un sollozo en medio de la frase.
—Pronto estarás casada —dijo Avan—. Creo que Daverak dijo algo sobre Haner y un amigo suyo…
Haner se animó un poco al pensar en Londaver, el amigo de su cuñado. Pero no aflojó los dedos que se aferraban a su hermana.
Justo entonces, cuando en las dos cuevas reinaba el silencio, Penn los llamó desde la cueva subterránea para anunciarles que Bon Agornin había bajado a la oscuridad definitiva.
Bon Agornin y su yerno no siempre se habían entendido a la perfección. Al ilustre Daverak se le había informado, e incluso consultado, sobre la distribución que había hecho su suegro de su riqueza. Nada se le había dicho sobre la distribución de su cuerpo. Y en ello no había habido culpa ni por parte de Daverak ni por parte del anciano Bon: cada uno de ellos había pensado que el asunto era obvio. Bon, que el cuerpo se distribuiría de la misma forma que su riqueza, y Daverak que se dividiría por igual entre la familia. Y fue así como supuso que habría hígado disponible para el pobrecito Lamerak. Para Bon, quizá porque había empezado a crecer en serio del modo que le había confesado a Penn, su cuerpo formaba parte de su riqueza, parte de lo que les legaba a sus hijos para que les sirviera de ayuda. Para el Ilustre, el cuerpo de un dragón era una cuestión completamente distinta de su oro, y era esa una creencia tan arraigada en su ser que apenas necesitaba expresarse.
Cuando llegó la llamada y la familia se reunió para bajar, dada la disposición de las cuevas, el grupo de la salita iba por delante de los reunidos en el comedor. El ilustre Daverak, puesto que se encontraba a la puerta de la salita, iba por delante de todos. Inmediatamente detrás de él estaba el bienaventurado Frelt, luego los dragoncitos, pastoreados por la ilustre Berend. Luego venían Avan y sus hermanas, procedentes del comedor. Lo sirvientes, como es natural, permanecieron arriba, donde Amer encontró trabajo de sobra que hacer y los criados de Berend se quedaron sentados, abanicándose entre sí y chismorreando sobre sus superiores.
Penn esperaba en la puerta de la cueva subterránea, con la cabeza tan inclinada por el dolor que no reconoció al ilustre Daverak hasta que ya casi lo tuvo encima. No había espacio para más de tres dragones en la cueva subterránea, así que entró el ilustre Daverak y los otros por fuerza se quedaron esperando, la mayor parte en educado silencio, salvo los dragoncitos, que emitían impacientes siseos.
—Nuestro padre Bon está muerto —dijo Penn—. Debemos ahora compartir sus restos, para que podamos hacernos fuertes con su fuerza y lo recordemos por siempre.
El ilustre Daverak inclinó un poco la cabeza al oír las palabras y luego, sin más, arrancó la pata de su suegro muerto, sacudió las pocas escamas que quedaban y le dio un enorme mordisco. Hasta ese momento Penn no se quejó, pero cuando su cuñado dio otro mordisco, de no menor tamaño que el anterior, extendió una garra para contenerlo.
—Sin duda, hermano, ya has tomado lo que se acordó —dijo en voz baja.
—¿Lo que se acordó? —preguntó el ilustre Daverak, pues en su mente no había habido ningún acuerdo semejante. Dio otro mordisco mientras la sangre le chorreaba por la barbilla—. ¿De qué estás hablando?
—Tú, Berend y yo íbamos a dar solo un mordisco e íbamos a dejar el resto para nuestro hermano y hermanas menos avanzados —dijo Penn con la paciencia crispada de un dragón que acaba de perder a su padre en penosas circunstancias.
—No, bienaventurado Penn, ese acuerdo se refería a su oro. —El ilustre Daverak incluso se echó a reír mientras daba otro mordisco, pues de verdad creía lo que decía y le parecía ridícula la actitud de Penn.
—Para, para ya —dijo Penn al tiempo que intentaba interponerse entre su cuñado y el cuerpo de su padre—. Ya has tomado más de lo que acordamos. Deja esa pata en paz.
—Tonterías —dijo el ilustre Daverak—. Si tú has decidido no tomar una parte, me parece muy bien, pero yo tomaré la parte de hijo y señor y lo mismo harán Berend y mis hijos.
A Penn le quedaban muy pocas opciones. Si pudiera haber considerado la lucha, el ilustre Daverak medía tres metros más que él, aunque ninguno de los dos pudiera disponer de fuego todavía. El otro era un noble y cumplía con todas sus obligaciones cuando se trataba de consumir a los dragoncitos de más, los débiles y en general el excedente de población de sus tierras. Eso no habría detenido a Penn en ese momento, si no hubiera sido porque era un bienaventurado, un pastor inmune de la Iglesia y tenía las alas atadas. No podía luchar ni desafiar a nadie a menos que deseara abandonar su vocación.
—Detente en el nombre de la Iglesia, o enfréntate al castigo —dijo por tanto.
El ilustre Daverak se detuvo entonces, la boca aún abierta. Luego se volvió hacia la puerta donde esperaba el bienaventurado Frelt, observándolo todo. El ilustre Daverak no esperaba demasiado de Frelt, después de la conversación que habían sostenido en la salita, pero ahora apeló a él como testigo neutral.
—¿Puede hacerlo? —quiso saber el ilustre Daverak.
—Sí, dígaselo —dijo Penn, los ojos plateados le giraban tan rápido que casi marearon a Frelt.
Frelt miró al enfadado pastor y luego al airado ilustre, y se atildó un poco las alas. No era el pastor de ningún ilustre, sino el pastor de Undertor, una amplia zona que abarcaba seis heredades con sus tierras, de las que Agornin era una. Formaba parte de lo que le había dado su independencia y un sentido exagerado de lo que por derecho le pertenecía. Durante cincuenta años se había comido la porción de ojos que como pastor le pertenecía de todos los muertos e incapaces de Undertor entero, y lo había hecho sin hacer enfadar a ninguno de los dignos en cuyas tierras servía, salvo a Bon Agornin, cuando pretendió casarse con su hija. Ahora su enemigo yacía muerto y a él apelaban ambos bandos.
—La tradición estaría con el ilustre Daverak —dijo Frelt.
Penn hundió las alas y admitió lo dicho por Frelt.
—Pero no estamos hablando de tradición sino de los deseos de mi padre —dijo.
—¿Expresados cómo? —preguntó Frelt.
—Por escrito a mí y en persona a mí, a Avan y al ilustre Daverak cuando empezó a debilitarse, y a mí aquí, hoy, en la cueva subterránea. Berend y yo, y el ilustre Daverak, como esposo de Berend, dado que todos estamos bien establecidos, deberíamos tomar un bocado solo cada uno y dejar el resto para nuestro hermano y hermanas, que lo necesitan más.
—Escribió y habló solo sobre su riqueza —dijo el ilustre Daverak al tiempo que miraba desdeñoso la cueva subterránea donde las escasas riquezas de Bon Agornin yacían bajo su cuerpo entre el cieno y las escamas caídas—. De su oro, el que hay, no de su cuerpo.
—Quizá no se haya expresado con claridad en sus escritos —dijo Penn—. Entiendo la confusión. Pero hoy fue muy claro.
—¿Qué fue lo que dijo, con exactitud? —preguntó Frelt, disfrutando enormemente.
Penn hizo memoria y recordó las palabras exactas de su padre.
—Fui yo quien lo mencionó —admitió—. Mi padre estaba un poco inquieto y creí que estaba preocupado por nuestras hermanas y hermano, que todavía no se han establecido, e intenté tranquilizar su mente recordándole que había provisto bien para ellos.
A Frelt le había molestado que lo excluyeran del lecho de muerte, y ahora que se había enterado de las inquietudes de Bon Agornin se molestó aún más. Habría disfrutado de la ocasión de atormentar a Bon en sus últimos momentos, pues Bon lo había insultado de forma muy grave por el asunto de Berend. No le caía demasiado bien el ilustre Daverak, pero de repente sintió que detestaba a Penn, que le había robado el lugar que le pertenecía y los ojos que estaba deseando consumir.
—Si no lo dijo él mismo con palabras concretas, entonces me temo que debe respetarse la tradición —dijo el pastor.
—Lo que dijo equivalía a una confirmación de lo que se había acordado con anterioridad —insistió Penn.
—¿Qué dijo con exactitud? —preguntó Frelt sonriendo de una forma muy desagradable que dejaba sus colmillos al descubierto—. Si puede decirme cada palabra que dijo en su lecho de muerte, entonces quizá pueda juzgarlo. De otro modo… —Dejó el resto de la frase en suspenso con una contracción de las alas.
Penn luchó consigo mismo durante un momento y luego dejó caer las alas. No podía repetir cada palabra que había dicho su padre, no solo por la ignominia de Bon, sino porque lo había oído en confesión, que según las antiguas leyes no se debe revelar a nadie y según la nueva interpretación es algo que jamás debe hacer ningún pastor de la Iglesia.
—Entonces la tradición debe imponerse —dijo Frelt.
El ilustre Daverak lanzó la pierna medio comida hacia Frelt. Luego rodeó a Penn sin prestarle ninguna atención y con las dos garras delanteras abrió el costado de Bon y expuso el hígado.
—Venid aquí, niños —los llamó, y los tres dragoncitos atravesaron corriendo las patas de Frelt en su ansia por hacerse con el regalo que les estaba ofreciendo su padre.
—No, detente, insisto —dijo Penn.
Pero no se detuvieron, y antes de que el ilustre Daverak y los dragoncitos se fueran, el hígado se había consumido por completo. Frelt cogió la pata caída y la mordisqueó sin dejar de sonreírle a Penn. Los ojos de este seguían girando salvajes, pero no dijo ni una palabra.
Luego entró Berend, con su paso exquisito de costumbre. Suspiró al mirar a Penn y el joven clérigo supo que debía de haber oído toda la pelea, y se preguntó cómo actuaría su hermana. La dama se inclinó y tomó un bocado, pero fue un bocado muy grande del pecho. Era un bocado que satisfacía tanto lo que Penn había dicho como la insistencia de su marido. Podía decirle a Penn que era un solo bocado, pero también podía decirle a su esposo que había consumido la mayor parte del pecho. Era un bocado muy diplomático y Penn, a pesar de su ira, se maravilló de lo bien que había captado su hermana aquel matiz.
Berend se inclinó y cogió una copa de oro que siempre había admirado, pues había cambiado de opinión y no deseaba pasar allí la noche; quería regresar a Daverak en cuanto fuera posible para así evitar más desavenencias.
La dama sonrió y siguió a sus dragoncitos para dejar paso a los demás.
Penn estuvo a punto de echarse a llorar cuando los tres hijos menos establecidos de Bon entraron en la cueva subterránea: quedaba menos de la mitad del cuerpo de su padre para compartir entre los tres.
—Nos han robado —bramó Avan—. Nos han arrebatado nuestra herencia, nos han robado lo que nuestro padre había dispuesto que tuviéramos nosotros, y no pienso tolerarlo.
—No hay forma alguna de arrancarlo del vientre del ilustre Daverak —observó Selendra.
—Lo haría si pudiera, y ese gran bocado que tomó Berend también —dijo Haner.
El mordisco de su hermana, tan diplomático como había sido, enojaba a Haner mucho más que el deleite de su cuñado. El ilustre Daverak era ilustre, después de todo, mientras que Berend por nacimiento no era mejor que ella misma. Tal poder tiene, incluso en estos tiempos, el título de ilustre ante las doncellas jóvenes y los granjeros más impresionables.
Como se puede ver, los tres hermanos más jóvenes se habían nutrido, aunque no se hubieran saciado, con el cuerpo de su padre, y sentían ya la fuerza y el valor que tales alimentos traen consigo. Se habían reunido en el saliente superior, como si fueran a lanzarse y salir volando hacia el vacío, aunque no tenían tal intención. Habían venido allí para despedir a su hermana. Berend y su séquito ya habían partido hacia Daverak, el Ilustre y su señora volando y los demás por tierra en un carruaje. Haner, que en un principio habría salido con ellos esa misma noche, les había rogado que retrasaran su partida, si no la de ellos. Un deseo que Berend, deseosa de irse, había alentado a su marido para que lo concediese. El ilustre Daverak había fingido resistirse pero todos sabían que no eran más que apariencias ya que, en cualquier caso, él tendría que regresar para tomar posesión formal de la hacienda y podría entonces escoltar sin problemas a Haner a Daverak.