Read Garras y colmillos Online
Authors: Jo Walton
Cuando Avan volvió por fin a su alojamiento de la capital, a última hora del primerdía, cansado pero no tan agotado como habría estado si hubiera volado toda la noche, se encontró muchas tarjetas y notas esperándolo. Muchas eran de sus conocidos en la ciudad (la eminente Rimalin había enviado una nota muy amable), que le daban el pésame por su pérdida. Algunas eran bastante sinceras pues, aunque eran pocos los que conocían a Bon Agornin, comprendían bien la pérdida de su amigo. Otras eran más especulativas, como si más bien intentaran recalcular lo que valía Avan ahora que había heredado o ahora que Agornin ya no podía respaldarlo. Algunas de estas últimas lo inquietaron un poco y esas las puso a un lado para considerarlas cuando despertara. El resto, y eso incluía la mayor parte de las tarjetas, eran invitaciones a diversos esparcimientos. Irieth no estaba repleta de dragones a comienzos de cambiodehoja, pero los que vivían allí todo el año disfrutaban de un pequeño estallido de festividades en esa época, que era el aniversario de la fundación de la ciudad, muchos miles de años antes, por parte del antiquísimo y posiblemente mítico Tomalin el Grande. (Algunos decían que había bautizado la ciudad en honor a su prometida, otros argumentaban que en un principio había tenido un nombre diferente que se había cambiado durante la Conquista yarga; otros decían que Tomalin le había dado el nombre por los arcos iris, en ocasiones llamados iris, que se podían ver en la ciudad durante los meses de primavera.) Ofertas tan exóticas como lanzamientos armónicos de llamas, fiestas acuáticas y recorridos concertados se unían así a los habituales encantos de las cenas, los bailes, las veladas de dados, los cotillones y las meriendas campestres, y en muchas de ellas se rogó la presencia de Avan.
Tras ocuparse de toda esta correspondencia, había hecho cuatro montones y le quedaban tres notas. Los primeros dos montones consistían en notas de pésame divididas por grado de sinceridad. Los otros dos eran invitaciones, divididas entre aquellas a las que daría una respuesta cortés pero negativa, debido al duelo que debía observar, y el montón mucho más pequeño de invitaciones que sin lugar a dudas aceptaría. Se quedó con las tres notas restantes en la mano durante un momento. La primera era de su abogado, Hathor, que le ofrecía la ayuda que pudiera necesitar para almacenar o invertir la herencia de Avan.
—Apostaría una granja a que sabe la cantidad hasta la última corona —se dijo Avan mientras ponía la nota encima del montón de invitaciones que iba a aceptar. La segunda era de Liralen, su superior inmediato en la Oficina de Planificación, que le ofrecía sus condolencias y se preguntaba cuándo volvería Avan a su escritorio.
La tercera era del eminente Rimalin y no decía nada en absoluto de Bon Agornin, solo se limitaba a insinuar, de una forma bastante críptica, que si Avan tenía dinero para invertir, él sabía de una oportunidad. Avan se quedó mirando aquella nota durante un buen rato, luego buscó la tarjeta de pésame de la eminente Rimalin. No cabía duda de que la había escrito la misma mano. Cuando un dragón utiliza a su esposa como secretaria, solo puede significar dos cosas. O bien está economizando, que, como Avan le había explicado a Penn, no habría sido como él habría leído la situación de su amigo, o se trataba de información muy confidencial. Avan habría escuchado la propuesta de Rimalin en cualquier caso, pero ahora la escucharía con mucha más atención.
Dejó los montones donde estaban. Sus habitaciones se encontraban en un cómodo edificio de cúpula doble, hecho con una piedra que al menos daba la apariencia de solidez. Bajo él solo había una cueva dormitorio, que, sin embargo, tenía una salida propia a la calle. Avan no consideraba que aquel lugar fuera seguro pero sí que conseguía combinar lo respetable con lo económico, así que guardaba sus objetos valiosos con su abogado y seguía alojándose allí.
Silbó al bajar a la cueva dormitorio, no por frivolidad sino para despertar a su secretaria, Sebeth, y advertirla con un poco de tiempo, si es que fuera necesario, de que había vuelto y esperaba encontrarla sola. Avan decía de Sebeth que era su secretaria, pero habría sido difícil decir cuál era en realidad su posición. Desde luego realizaba las funciones de secretaria, escribía las notas de Avan, llevaba sus mensajes y estaba lo bastante preparada como para actuar como una respetada doncella secretaria. Pero no tenía posición de respetada y en realidad tampoco era doncella: de la cabeza a los pies lucía un lustroso y uniforme color rosa. Compartía las dependencias de Avan y con bastante frecuencia su cama, aunque no era su esposa. Cuidaba de sus ropas y comida pero no era su sirvienta, sus alas mostraban ciertas señales de haber estado atadas en algún momento, pero ahora las flexionaba con tanta libertad como cualquier eminente de Tiamath. La verdad de su historia y condición solo ella y Avan la sabían.
Estaba sola en la cueva dormitorio cuando Avan llegó, estirándose y bostezando.
—No te esperaba hasta mañana —dijo la joven con una sonrisa. Avan no tenía ninguna intención de preguntar si había estado disfrutando de la visita de algún amigo que se había ido a su llegada. El silbido era suficiente. No sabía si los otros amantes de su secretaria eran reales o formaban parte de su imaginación, pero siempre que no se viera obligado a conocerlos, así estaba contento.
Sebeth le dio la bienvenida a la cueva dormitorio. El dragón notó que su amiga ya había dispuesto el oro.
—Esto no se va a quedar aquí —le advirtió él. No le sobraba oro suficiente para utilizarlo como acomodo ni para exhibirlo, y en general dormían sobre las rocas.
—Lo sé, todo se invertirá y saldrá de aquí. —Sebeth hizo un puchero y luego se echó a reír—. Pero podemos disfrutarlo mientras tanto. ¿Ves lo delicioso que es estirarse encima? —La joven acompañó las palabras con acciones y una sonrisa seductora.
Sebeth era, o afirmaba ser, hija de noble, un distinguido, ni siquiera Avan sabía cuál. Si contaba a los nobles y sus edades, en ocasiones sospechaba que quizá hubiera sido eminente o ilustre en lugar de distinguido, pero no puso en duda las ilusiones de la joven. Bastante poco tenía ya que la consolara. A una edad muy temprana, con apenas treinta años y cuando casi le acababan de crecer las alas, la habían raptado cuando salía de la casa de su tutor para ir a la propiedad de su padre. El secuestrador la retuvo a cambio de un rescate. La atormentó con su presencia haciendo así que se ruborizara, pero no se atrevió a asaltarla de verdad hasta que se rechazó con desdén la petición de rescate. A partir de entonces la convirtió en algo que a él le gustaba llamar su consorte. Más tarde la obligó a recorrer las calles de Irieth con las alas atadas, una dragona de la vida, que no podía rechazar a ningún extraño que le ofreciera oro. Oro que la joven se veía obligada a entregar a su captor. Lo peor de todo fue, le había dicho a Avan, que le había hecho creer que se lo debía, porque no se había pagado el rescate. La traición de su padre era casi peor para ella que la subsiguiente servidumbre en la que su familia la había dejado.
—Dijo que ya tenía dragoncitos suficientes y que se podían quedar conmigo si querían —dijo la primera vez que le contó la historia a Avan. Por una vez no había ningún artificio en su voz, no pretendía provocar a nadie y sus ojos del color de los zafiros estaban casi inmóviles—. Me quedé con mi captor hasta haberle pagado, por lo que calculé, el rescate que esperaba. Luego lo maté mientras dormía.
Si era cierto que había esperado hasta haber devuelto el rescate o bien hasta haber encontrado un protector más aceptable, Avan no estaba seguro. La vida de Sebeth estaba llena de audaces huidas, asesinatos, amantes condenados y drama. El joven nunca había sabido qué creer y en ocasiones las historias cambiaban. Estaba bastante seguro de que su secretaria era de noble cuna y que la habían secuestrado y sometido, pero los detalles cambiaban según el humor de la joven. La había conocido durante el primer año que había pasado en Irieth, en un club de juego en el que ella trabajaba de crupier. Al principio se había sentido fascinado y había sido uno de los muchos amantes que ella escogía ahora por voluntad propia, no por el oro. A partir de ahí habían progresado hasta convertirse en amigos y aliados, una relación en la que Avan le daba empleo y protección, al menos la que podía. No la llamaba consorte ni esposa y le pagaba por los servicios de secretaria que le prestaba. Le pagaba un poco más de vez en cuando, según les conviniera a ambos. Avan no podría haberse casado con ella. Era muy consciente de que a aquella dragona ya no se la podía considerar respetable y de que, por mucho que en un principio no hubiera sido culpa suya, el modo en que había elegido continuar su vida no era el que habría tolerado el mundo respetable. En cualquier caso le tenía mucho cariño, y habría sido un gran sacrificio para él hacerla a un lado si hubiera traído a Haner a Irieth como le había ofrecido.
—¿Echas de menos a tu padre? —le preguntó ella al poco rato.
Avan no había tenido tiempo para pensar en ello.
—Sí —dijo después de pensarlo un poco—. Pero casi peor que su muerte fue el modo en que se llevó a cabo su funeral, y la forma que tuvo el marido de mi hermana, Daverak, de ir contra todos los deseos de mi padre. Voy a presentar una demanda contra él y hacerle desear haberse comportado como debería hacerlo un dragón de noble cuna.
—¿No pertenece ya a la nobleza y es ilustre? —preguntó Sebeth. Luego se echó a reír—: No conseguirás mucha justicia en los tribunales contra alguien como él. Sería mejor que te ahorraras el oro y el rencor hasta que veas una buena oportunidad de hacerle daño en otro sitio.
Avan lo pensó un momento.
—Los tribunales son justos —dijo con un asomo de duda. Nunca había tenido mucho que ver con ellos pero era lo que su padre le había dicho siempre—. Quiero vengarme así de Daverak. Además, su rango no es tan superior al mío y está casado con mi hermana.
—Si el cariño familiar no impidió que te ofendiera, ¿de qué forma lo va a contener ahora? —preguntó Sebeth.
—La ley lo obligará a pagar —dijo Avan.
—Bueno, si eso es lo que crees —respondió Sebeth y posó la cabeza sobre los brazos y se quedó, a juzgar por las apariencias, dormida de inmediato.
La primera impresión que se llevó Haner al llegar a Daverak fue descubrir que habían devorado al pequeño Lamerak.
—Lleva enfermo todo este año —dijo Berend con una única lágrima en los ojos.
—El hígado no le sirvió de nada, el pobre chico no tenía esperanzas de sobrevivir —dijo Daverak sacudiendo la cabeza de forma pomposa—. Entra a cenar.
A Haner le resultaba difícil entender por qué, si Lamerak había conseguido sobrevivir tanto tiempo, tendría que haberse permitido que lo consumieran ahora. Cierto, la obligación del noble era acabar incluso con sus propios dragoncitos por el bien de la raza, pero este caso de consumo parecía demasiado brusco. Fue esa misma noche, más tarde, durante una de las largas y farragosas quejas de Berend sobre las cargas que suponía una nueva puesta, cuando creyó entender un poco lo que había ocurrido. Berend necesitaba alimento adicional y Daverak había cuidado al frágil recién incubado hasta que quedó claro que habría algún sustituto. Haner le rogó a Jurale que la perdonara por albergar pensamientos tan malvados sobre su propia hermana y su cuñado, pero lo que estos decían sobre el tema a medida que avanzaba la velada parecía confirmar sus sospechas más que desmentirlas.
Después de una noche de inquieto sueño en la cómoda cámara que su hermana le había proporcionado, la joven desayunó con la familia. Los dragoncitos estaban muy apagados y no hacían más que mirar por encima del hombro en busca de su compañero de nidada perdido. El corazón de Haner se ablandó al verlos, sobre todo porque sus padres no parecían preocuparse demasiado por su pérdida y arrancaban trozos del desayuno con entusiasmo. La joven dragona intentó divertir y entretener a los niños con cierto éxito. Al final de la comida sonreían, y casi se habían comido medio cordero entre los dos.
—¿Cómo te encuentras esta mañana? —le preguntó Daverak a Berend—. Voy a volar hasta la Granja de la Calzada para ver cómo les va a los recién incubados de los Maje. ¿Te apetecería acompañarme?
—Está muy cerca —dijo Berend dirigiéndole una mirada de disculpa a Haner, como si quisiera excusarse por no haber volado a Agornin el día anterior.
—Apenas poco más que un planeo —confirmó Daverak—. ¿Quizá te gustaría venir con nosotros, Haner? ¿Conocer un poco a algunos de nuestros granjeros? ¿Ver los campos?
—Los Maje son una familia muy antigua —dijo Berend buscando con los ojos la confirmación de su esposo—. Han vivido en la Granja de la Calzada casi desde que los Daverak tienen Daverak.
Daverak inclinó la cabeza para confirmar las palabras de su esposa.
—Será un placer acompañaros —dijo Haner con cortesía.
Entraron las niñeras y se llevaron a los dragoncitos. Daverak también salió. Haner se pasó una esponja por la cara y el pecho en el comedor con Berend. Era la primera vez que estaba totalmente a solas con su hermana desde su llegada.
—¿Has puesto el primer huevo? —preguntó Haner en voz baja, ya que no podría haberlo preguntado delante de Daverak y los niños.
—Ayer por la mañana —dijo Berend con una sonrisita de satisfacción—. Ninguna dificultad, aunque estoy muerta de hambre desde entonces. Pero es normal, ya lo verás cuando tengas tu propia nidada.
—Eso quizá no ocurra hasta dentro de un tiempo —dijo Haner mientras se preguntaba si alguna vez podría casarse.
—Es maravilloso tenerte aquí, por supuesto, y quiero que te sientas totalmente como en casa y que disfrutes de una larga estancia entre nosotros. Pero en cualquier caso, antes de que pase mucho tiempo debemos buscarte un buen marido y ocuparnos de que te instales con todas las comodidades. Es mucho mejor tener esa seguridad. ¿Cuánto te dejó padre de dote al final?
—Dieciséis mil coronas —dijo Haner, como había acordado, mientras sentía que los ojos se le llenaban de lágrimas, ya que al recordar la promesa se había puesto a pensar en Selendra, tan lejos. Berend, amable como estaba siendo, era una sustituía muy pobre de su querida compañera de nidada.
—Eso es más de lo que temía pero no tanto como esperaba —dijo Berend con viveza mientras se ponía en pie—. Soy muy consciente de que fui muy afortunada al disponer de tan buena dote, y no pretendo verte casada por debajo de tus posibilidades por ello. Ahora calla, ya vuelve Daverak. Hablaremos de esto más tarde.