Read Garras y colmillos Online
Authors: Jo Walton
Daverak las llevó al saliente y de allí salieron al aire fresco y frío de una soleada mañana de cambiodehoja. Las manzanas bermejas estaban maduras y su aroma subía por el aire cuando cruzaron el cielo de las huertas. Volaron hacia el lago situado en el centro de la heredad Daverak. Tenía casi la forma de un ojo de dragón, aunque era de un color azul más profundo y estaba más quieto que cualquier ojo que la joven dragona hubiera visto jamás. Al acercarse a la costa, Haner vislumbró una isla pequeña en el agua conectada a la tierra por una calzada de piedra apilada. Había una pequeña granja en medio, también hecha de piedra amontonada. Al ir bajando en pequeños círculos, la dragona vio un rebaño de terneras con un dragón de color bronce entre ellas.
—Ahí está Maje —dijo Daverak—. Supongo que su familia está dentro.
Salieron en tropel cuando aterrizaron su señor y su señora, incluso los más pequeños aplastaron las garras y las colas en el suelo en un anticuado gesto de respeto. Haner contó tres dragoncitos medio crecidos, ya casi a punto de tener alas, y dos recién incubaditos.
—Bueno, bueno —dijo Daverak con una sonrisa benevolente.
Una dragona de color rojo oscuro, claramente la madre de la familia, fue la primera en erguirse.
—Bienvenidos a la Calzada, ilustre señora, ilustre señor —dijo.
—Esta es mi hermana, la respetada Haner Agornin —dijo Berend—. Ha venido a quedarse con nosotros un tiempo.
—Un placer, estoy segura —dijo la granjera. Uno de los dragoncitos mayores, cuyas escamas doradas mostraban que era una doncella, levantó la vista para mirar a Haner. Esta esbozó una sonrisa tranquilizadora, pero la doncella no se la devolvió como habría hecho cualquier granjero de Agornin.
Extraños en todas partes
, pensó Haner.
Justo entonces el padre, el dragón de color bronce que había estado entre las terneras, se acercó corriendo, pegado al suelo como si estuviera en una cueva.
—¿Cómo va todo por aquí? —le preguntó Daverak.
—Muy bien, muy bien de verdad, gracias por preguntar —dijo el dragón—. Ya se han cosechado la mitad de las bermejas y las terneras están creciendo bien.
—¿Y tus recién incubados?
El granjero miró incómodo a su esposa.
—Han salido bien del huevo —dijo, pero la postura de las alas traicionaba su incomodidad.
—¿Y los otros dos? —preguntó Daverak con firmeza—. ¿Los dos que no veo aquí fuera?
La madre se precipitó hacia ellos y se tiró al suelo a los pies de Daverak.
—¡Perdone la vida de mis recién incubados! —sollozó frotando la cabeza contra el suelo—. Tenga piedad, ilustre.
—No soy yo quien tendrá piedad, sino Jurale —dijo Daverak alejándose de ella—. Veré a los cuatro recién incubados o veré los huevos sin eclosionar. Maje, ocúpate de tu esposa.
Maje, el granjero, miró a Daverak por un momento. Sus ojos grises giraron por la emoción. Estiró la cola y por un instante dio la sensación de que iba a atacar a Daverak, aunque eso habría sido un suicidio. Medía unos cuatro metros y Daverak doce. Su actitud se apagó y adoptó una postura de sumisión.
—Te dije que no serviría de nada, no después de la última vez —dijo Maje mientras rodeaba a su mujer con el brazo y la apartaba a un lado. La dragona empezó a aullar y a llorar a gritos.
Daverak se inclinó sobre los recién incubados que estaban en el suelo y empezó a examinarlos.
Berend se acercó más a Haner.
—Las clases inferiores siempre arman un escándalo de lo más indecoroso —dijo—. Puede llegar a romperte el corazón. Han ocultado a los débiles, aun cuando saben que con eso no lograrán nada. Los dos que están aquí fuera serán los más fuertes y los otros estarán ocultos ahí dentro.
Daverak entró en la casa. Los dos dragoncitos que había inspeccionado se aferraban el uno al otro en silencio.
—¿No debería estar aquí el sacerdote? —preguntó Haner. Aquella experiencia la había conmocionado, sobre todo el inconsolable aullido de la madre, que no mostraba señales de querer cesar.
—La heredad es demasiado grande para que vaya a todas partes. Daverak le enviará los ojos —le explicó Berend.
Daverak salió con un recién incubado bajo cada brazo. Eran pequeños y verdes y estaba claro que no estaban en condiciones de sobrevivir. Su madre dio comienzo a un gemido renovado al verlos, más alto que nunca. Los pequeños aún se movían y respondían al sollozo de su madre con sus propios gemidos agudos, a los que se unieron los de sus hermanos más sanos.
Haner se estremeció.
—Siento someterte a todo esto —dijo Berend con tono cortés.
—Es por el bien de la raza, como enseña la Iglesia —dijo Haner; repetía las palabras de memoria—. Y con toda claridad son dragoncitos que es necesario matar —añadió mientras los miraba.
—Nadie disfruta con esto pero es necesario, y los dragones de buena cuna lo soportan sin semejante escándalo —dijo Berend a gritos para que la oyeran.
Los aullidos y sollozos casi ahogaron las plegarias que recitaba Daverak. Haner oyó alguna frase que flotaba hasta ella, «la bendición de Veld», «la misericordia de Jurale» y «para que el resto pueda crecer más fuerte». Daverak desmembró luego con esmero a los dragoncitos. Una vez muertos, la familia quedó en silencio. El noble metió los ojos en una saquita, sin duda para el sacerdote. Luego miró a los dragones reunidos.
—Estos recién incubados no aptos han muerto por el bien de la raza y según las enseñanzas de la Iglesia —dijo con firmeza. Maje tocó el suelo con las garras en señal de sumisión. Su esposa inclinó la cabeza. Daverak colocó dos de los diminutos miembros en el césped, delante de la familia. Le entregó otro a Haner, que lo cogió sorprendida, y dividió el resto entre él y Berend, dándole a Berend casi uno de los dragoncitos entero.
Haner miró vacilante la pata, consciente de que los ojos de la familia se habían clavado en ella cuando se la llevó a la boca. Ellos aún no habían tocado su parte. Dio un mordisco y enseguida sintió el sabor fuerte y mágico de la carne de dragón que ardía por su cuerpo y la hacía sentir de inmediato más larga y más valiente. Se encontró con los ojos de la madre y vio en sus profundos torbellinos de color violeta resentimiento, dolor y miedo.
Felin Agornin salió de su casa, arqueó el cuello, se inclinó hacia delante, extendió las alas al viento y se elevó hacia las alturas. Era un hermoso día. El sol brillaba, los árboles aún estaban verdes pero había un frescor en el aire temprano de la mañana que indicaba que era el mes de cambiodehoja y que pronto tendrían el invierno encima.
Era la mañana antes de que Penn y Selendra dejaran Agornin, la mañana en la que Felin había recibido la carta de su marido que la informaba de la nueva adición al hogar que había dispuesto. Había recibido la carta durante el desayuno y sus emociones se habían perseguido como rayos unas a otras por su semblante mientras la leía. Se había alegrado y sorprendido al saber de Penn y luego había ido inquietándose por las noticias que le anunciaba la carta a medida que leía. ¡Otra criada! ¡Otra sirvienta que había sido la antigua niñera de Penn, que sería una engreída y estaría muy pagada de sí misma y de la importancia que tenía para Penn y su hermana! Felin estaba preparada para recibir de la mejor forma posible a Selendra en su hacienda, pero quería que quedara muy claro que era en su hacienda donde se recibía a Selendra. Selendra era la hermana de Penn y ellos habían decidido alimentarla, alojarla y protegerla. Felin no quería una gratitud indigna pero sí quería que se reconocieran los hechos. Si Selendra se traía a su propia criada, eso cambiaba bastante la consideración de su posición. A Felin no la engañaban las palabras de Penn, que Amer sería de mucha ayuda con los dragoncitos y en las cocinas. Una vieja criada de la familia que llegaba con Selendra sería considerada la criada de Selendra, hiciera el trabajo que hiciera. Y lo peor de todo, su marido esperaba que fuera ella la que le anunciara la noticia a la eminente Benandi.
En el tribunal invisible de su cabeza, Felin procesó, juzgó y condenó a su marido ausente por cobardía, despilfarro y locura. Pero incluso mientras dejaba la carta en la mesa, sabía que nunca le revelaría esa sentencia a nadie, y menos que nadie al propio Penn. Ni tampoco, como había sugerido él, se pondría del lado de la eminente Benandi contra él. Si hubiera querido hacerlo, no habría esperado a tener su permiso, pero jamás haría nada parecido. Sabía bien lo que una esposa le debía a su marido, aunque él no lo supiera. La dragona envió de inmediato a un criado a pedir los caballos de tiro para el día siguiente, comprobó que la niñera tenía a los niños bien controlados y, sin querer retrasar ni un momento más de lo necesario la desagradable tarea, salió a visitar a la eminente Benandi.
Benandi era un gran lugar, mucho más grande que todo Undertor, y todo era propiedad de la eminente Benandi. El nombre de Benandi se utilizaba para toda la heredad, que se extendía a lo largo de varias horas de vuelo en todas direcciones. En el centro del dominio se encontraba la montaña de la hacienda que era el hogar principal de la Eminente, y de su hijo cuando estaba en casa, lo que en general quería decir solo los meses de primavera y otoño, cuando la caza era buena. La hacienda se conocía con el nombre de Mansión Benandi.
La Mansión Benandi era un complicado panal de cuevas en la cima de un risco. La casa rectoral Benandi se encontraba casi a los pies de ese risco. El pastor (quienquiera que fuese, pues la casa rectoral, como es costumbre, iba con el cargo) tenía fácil acceso al suelo y a un corredor que subía por la roca y conectaba su morada con la de su bienhechora. Había una espléndida capilla, un poco al viejo estilo, dentro de la Mansión Benandi, donde la Eminente solía oír un servicio vespertino los primerosdías. Por la mañana prefería asistir a la iglesia (que estaba dedicada al Santificado Gerin, pero todos la conocían como iglesia Benandi), situada muy convenientemente viento abajo en el valle. Como ocurre con muchos miembros de nuestra aristocracia que tienen capillas propias pero prefieren asistir al servicio divino en público, el impulso surge del deseo de que los vean, o de que vean que cumplen con su obligación; o en ocasiones es una simple aversión a levantarse temprano, cosa que se requiere si se desea escuchar el servicio en la capilla, pues este debe celebrarse por fuerza antes del servicio de la iglesia. Con la Eminente, sin embargo, todo el mundo sabía que era ella más bien la que deseaba ver a todo el mundo cumpliendo con su obligación en la iglesia. Si no veía a alguno de sus granjeros, o quizá de sus vecinos, en la iglesia la mañana del primerdía, consideraba que
era
su obligación visitarlos un día o dos después para preguntar qué pasaba. Los dragones de la vecindad de la Mansión Benandi tendían así pues a asistir a la iglesia de una forma regular, y haciendo gala de una gran puntualidad.
Felin podría haber utilizado este Pasaje del Pastor, podría haber subido por casi un kilómetro de túneles, haber pasado al lado de la capilla y entrado en las cuevas superiores de la Mansión Benandi. Pero como no era pastor de la Iglesia, podía decidir ir volando. Nunca subía caminando salvo los primerosdías y en las pocas ocasiones, normalmente cuando el eminente Sher Benandi estaba en casa, en las que llevaba a los dragoncitos de visita a la Mansión. A Sher le gustaban los niños. A la Eminente no le hacía gracia el desorden que pudieran causar. Pero casi siempre que Felin visitaba la Mansión, incluso cuando Penn iba caminando, ella cogía una corriente ascendente desde el saliente de la casa rectoral y se limitaba a planear hasta el risco. A Felin le encantaba volar, es decir, le encantaba cuando tenía excusa para hacerlo. Jamás descuidaba ninguna de sus obligaciones por ir a volar. Pero no había placer mayor para ella que la sensación del viento en las alas. Se ladeó con suavidad y subió dibujando una perezosa espiral, sin apenas alejarse del risco ya que conocía bien los vientos, luego aterrizó en el saliente de la Mansión con una leve sacudida.
—Gran vuelo —dijo una voz inesperada.
—¡Sher! —dijo Felin al tiempo que se volvía asombrada. El eminente Sher Benandi estaba echado sobre las patas en el saliente, las escamas broncíneas y bruñidas de sus dieciocho metros brillaban bajo el sol de la mañana—. Quiero decir eminente Benandi —se corrigió Felin un tanto confundida—. No sabía que estaba en casa.
—Oh, buena caza entonces, bienaventurada Agornin, si es que vamos a emplear tales términos, cosa que yo diría que no deberíamos hacer. Te he llamado Felin y tú a mí Sher desde que éramos dragoncitos sin alas que gateaban juntos por ahí. En cuanto a eso de que no sabías que estaba aquí, no me digas que estás aquí para ver a mi madre y que no quieres saber nada de mí —dijo Sher dejando caer la mandíbula con un gesto absurdo, exagerado y malicioso.
Felin se echó a reír, una carcajada sofocada y espontánea que parecía surgirle de los dedos de los pies. No le parecía apropiado que la esposa de un pastor de la Iglesia se riera así, pero, como él había dicho, conocía a Sher desde que eran pequeños.
—Es un placer verte, pero me sorprende, eso es todo. Vi a tu madre ayer, sin ir más lejos, y no me dijo que te esperaran.
—¿Te hace desvivirte por ella todos los días? —preguntó Sher con desaprobación, luego continuó sin esperar respuesta—. Bueno, lo cierto es que vine de un aletazo. Mi visita estaba resultando condenadamente aburrida y pensé que sería agradable descansar un poco en casa.
—Quieres decir que sería un buen reconstituyente después de la depravación —contraatacó Felin, aunque nada más hablar hubiera deseado haber contenido su lengua. Sher parecía cansado, no solo agotado tras un largo vuelo, sino abatido, como si tuviera problemas.
Sher se echó a reír, como correspondía.
—Mi madre me estaba dando la tabarra —dijo.
Felin sonrió incrédula, sabía lo bien que había aprendido Sher a engatusarla y a hacer caso omiso de su madre.
—Debe de estar muy contenta de verte —dijo.
—Se habría alegrado más si hubiera tenido un mes para prepararse —dijo Sher arrepentido—. He venido aquí para escapar de todos los preparativos que se están haciendo a la vez desde que he llegado, incluso si el resultado ha de ser el oro más cómodo en mi cama y todos mis platos favoritos para cenar. No me cabe duda de que se te invitará.
—Hoy no, pues Penn sigue fuera.