Read Garras y colmillos Online
Authors: Jo Walton
—Ya es lo bastante mayor para entenderlo —empezó a decir cuando Selendra apareció rosa y triste—. No puedo tratarla como a una niña a la que hay que darle una medicina sin que sepa lo que es.
—Me tomaré lo que sea —rogó Selendra.
—Lo más probable es que esto la restablezca sin que corra ningún peligro —dijo Amer mientras machacaba las hierbas—. Pero debería saber que hay alguna posibilidad de que no funcione y otra posibilidad más pequeña de que funcione demasiado bien. Esto es medicina, no magia, y la medicina funciona por una cuestión de números, no de naturaleza.
—¿De números? —Selendra estaba confusa y todavía rosa—. Déjame tomarla y contaré tanto como quieras.
—Eso sería magia —dijo Amer con una sonrisa que mostró todos sus dientes—. Además, esto tiene que reposar y usted tendrá que esperar. ¿Haner dijo que la tocó?
—Se apoyó en mí —admitió Selendra por segunda vez. Se hundió en el suelo, agachada, con la cabeza inclinada sobre la parte superior de los brazos y las alas medio recogidas sobre ella, casi más afectada ahora por el recuerdo que cuando había ocurrido.
Haner extendió las alas para cubrir aún más a su hermana, tenía lágrimas en los ojos.
—Tenemos que hacer algo —le dijo a Amer.
—Estoy haciendo todo lo que puedo —dijo Amer—. No cabe duda de que necesitará este té para ayudarla a dejar todo eso atrás. Pero lo que quiero decir cuando me refiero a los números es que con la mayor parte de las dragonas funciona sin causar daños, pero no hay forma de saber si usted será una de las pocas que sufrirá algún daño.
—La tomaré —dijo Selendra en una voz tan baja que casi era inaudible.
—Tiene que entenderlo —insistió Amer. El agua estaba hirviendo y la anciana la vertió sobre la poción que había en la tetera. Eran semillas machacadas, unas hierbas verdes y algo rojo y seco que se hinchó en el agua hasta adquirir un aspecto parecido al de una flor. Amer lo revolvió con energía y lo dejó a un lado—. Si no funciona, no estará peor que ahora. Si funciona, santo y bueno. Si funciona demasiado bien, quedará restablecida pero no podrá ruborizarse cuando llegue el momento. Ahora incorpórese y dígame que lo entiende antes de que se lo dé.
Muy poco a poco Selendra se levantó del suelo. Estiró todo el cuerpo, seis metros sin encogerse, levantó la cresta y las alas todo lo que se podía en la cocina y con ello arrinconó a Haner y Amer en las esquinas.
—Lo entiendo y correré el riesgo —dijo—. Siempre he querido casarme y tener dragoncitos con un dragón al que ame, a pesar del riesgo, pero renunciaré a todo eso solo por recuperar la seguridad y no tener que pasar el resto de mi corta vida con ese repulsivo de Frelt.
—No tiene que perder la esperanza a menos que no se ruborice cuando esté cerca de un dragón que la ame —dijo Amer—. Son las dosis repetidas de esto las que provocan el daño. Además, no sobrestime los riesgos del matrimonio. Habla de una vida corta como si ese fuera el destino de toda novia, pero su madre no enfermó hasta la tercera nidada y dicen que esas cosas se heredan. Si tiene cuidado, si las dos lo tienen, y se casan con un dragón que se conforme con dos nidadas, no demasiado cercanas entre sí, quizá aún vivan para ser nobles ancianas que se recreen contemplando a sus nietos.
—Creo que es terrible que las doncellas tengan que renunciar a su oro y casarse —dijo Haner—. Tanto el oro de su dote como su color dorado natural. Yo no deseo morir como le ocurrió a madre, como les ocurre a tantas dragonas.
—No es mejor ser una vieja doncella —dijo Amer—. Se te endurece la papada y el dorado se convierte en gris. —La propia Amer era casi del mismo color que la roca de las cuevas. Cogió la tetera, la olisqueó y luego la coló con cuidado en una taza.
—Si no puedo casarme, te daré mi dote, Haner —dijo Selendra mientras cogía la taza—. Con las dos partes y tu delicada belleza puedes hacer un espléndido matrimonio con algún augusto o distinguido considerado, y yo puedo irme a vivir contigo y ser la tía de tu única nidada de dragoncitos. —La joven sorbió el té y arrugó el hocico al notar su amargura.
—O si tú puedes casarte, yo podría hacer lo mismo e ir a vivir contigo —dijo Haner—. Vamos a decir que no aceptaremos casarnos con ningún dragón que la otra no conozca y aprecie, y que formaremos nuestra hacienda juntas de esta manera.
Selendra se terminó la taza.
—Estoy de acuerdo con eso —dijo—. Pero me parece que tendrías una oportunidad mucho mejor de encontrar un buen marido si se supiera que tienes dieciséis mil coronas de oro en lugar de solo ocho.
—Lo más probable es que el té no tenga ningún mal efecto —dijo Amer—. Cuanto más se preocupe por ello, peor será.
—Ya me empiezo a encontrar mejor —dijo Selendra. De hecho, la joven parecía estar recuperando ya su tono dorado natural.
—Preocuparse por no ser capaz de ruborizarse puede evitar que lo haga tanto como mi medicina —dijo Amer.
—No estoy preocupada —dijo Selendra—. Solo estoy hablando sobre las perspectivas de matrimonio de Haner. Está ese amigo de Daverak, el digno Londaver, te sacó dos veces en el baile de Berend.
—No significa nada para mí —insistió Haner, pero sonrió.
—Yo lo apreciaría —continuó Selendra.
—Verá como usted también se casa y es feliz —dijo Amer. Raspó las hierbas que quedaban en la tetera y las tiró al fuego donde chisporrotearon, se encogieron y emitieron un olor acre.
—Tengo sueño —dijo Selendra.
—Eso es la medicina —dijo Amer al tiempo que le quitaba la taza a Selendra—. Le lavaré esto. Vaya a su cueva y duerma, cuando despierte estará como nueva.
Haner atravesó los corredores detrás de su hermana. En cuanto estuvieron en su cueva dormitorio, Selendra se acomodó sobre su oro.
—Hablo en serio, de verdad —le dijo a su hermana—. Dile a todo el mundo que tienes dieciséis mil.
—Entonces tú haz lo mismo —dijo Haner—. Si resultase que no puedes casarte, lo averiguarás. Si no es así, entonces la primera que encuentre marido le dará también un hogar a la otra. Sería tan bonito que viviéramos juntas como siempre hemos hecho. Te echaré tanto de menos cuando esté con Berend…
—Iré allí a visitarte —dijo Selendra—. Berend ya me ha invitado. Iré unas cuantas semanas o un mes la próxima primavera. No habrá sitio en la rectoría de Penn para que vengas a visitarme, pero no nos convertiremos en extrañas.
—Pero entonces, si conoces a algún dragón con el que desees casarte en Benandi, será un extraño para mí.
—Dudo que llegue a casarme —dijo Selendra—. Creí que quería, pero esto ha sido tan desagradable que he cambiado por completo de opinión. Seré siempre doncella, vieja y gris, y tú serás una noble anciana roja como los rubíes, y viviremos siempre juntas. —Selendra bostezó de un modo que cualquier madre, institutriz o niñera habría dicho que no era propio de una doncella, mostrando toda la extensión de sus colmillos y la gran caverna roja del interior de la boca.
—La primera que encuentre un dragón al que amar lo aceptará solo si la otra lo conoce y lo aprecia, y luego viviremos todos juntos —dijo Haner.
—Así lo juro —dijo Selendra mientras abrazaba a su hermana.
—Así lo juro —repitió Haner devolviéndole el abrazo a Selendra.
Selendra se acostó en su oro, bostezó de nuevo, esta vez con más educación, con el ala ante la boca, y se quedó dormida. Haner la contempló durante un momento y sintió la primera punzada de lo que la separación querría decir en realidad. Para Haner, la separación de Selendra significaba un dolor tan grande como la muerte de su padre. Se sentó al otro lado de la boca de la cueva y se preparó para proteger a su hermana de cualquier peligro que pudiera acontecer.
Penn pasó todo el día a partir del desayuno en las alturas, rezándoles a los tres dioses. Pidió misericordia para Selendra, sabiduría para él, para hacer lo correcto con su hermana y por el alma de su padre, que aún ahora volaba hacia el renacimiento. Habría ido a la vieja Iglesia donde había aprendido a conocer a los dioses si no hubiera sido por la posibilidad de encontrarse allí con Frelt. Cuanto más pensaba en Frelt, más se enfadaba. Intentó perdonarlo, como debería hacer un pastor de la Iglesia, intentó tener una mejor opinión de él e intentó encontrar la paz a través de la meditación. No encontró perdón y no podía tener peor opinión de Frelt de la que tenía a medida que consideraba el asunto, pero al final encontró una especie de paz sentado en la cumbre más alta del risco, con los vientos y las nubes a su alrededor, mientras repetía una y otra vez las oraciones por el alma de su padre.
Cuando bajó, al primero que se encontró fue a su hermano. Avan también se había pasado el día preocupado por Selendra. La declaración de Frelt había eclipsado incluso la grosería del ilustre Daverak con ambos hermanos. Los ojos plateados de Penn eran distantes cuando entró, giraban solo una o dos veces por minuto, pues los había mantenido clavados en las profundidades. Estuvo a punto de tropezar con Avan, que yacía echado en el saliente que bloqueaba la entrada de su hermano.
—He pensado algo sobre lo de Selendra —dijo Avan. Penn parpadeó, dio un paso atrás con cuidado e intentó concentrar su mente en el momento actual, perdiendo en el proceso toda la calma que tanto le había costado conseguir.
—¿Qué? —preguntó Penn—. No veo que haya más alternativa, tendrá que casarse con él.
—Sabía que pensarías eso, pero quizá haya otra respuesta. —A van sonrió y se incorporó sin llegar a ponerse en pie, con las patas bajo el cuerpo y la cola enroscada alrededor de las patas, los brazos Trazados sobre el pecho—. Tengo una buena amiga, la eminente Rimalin. Tiene una hacienda en Irieth y otra en el campo, por el norte. Su marido es un ministro del gobierno.
—Creo que he oído hablar de él —dijo Penn aunque sus amigos no pertenecían a la política. No tenía ni la menor idea de a dónde podría llevar eso.
—Tienen algo de oro pero no son ricos, no de la forma que se considera ricos a los eminentes. Sin embargo, son dueños de toda su hacienda, no le deben nada a nadie y en todas partes los consideran una familia respetable. Creo que se podría convencer al eminente Rimalin para que mirara con buenos ojos a Selendra, con su dote y dado que es mi hermana, y la tuya, por supuesto.
—¿Mirarla con buenos ojos? —Penn estaba todavía más confundido. Incluso se preguntó por un instante si Avan podría estar sugiriendo un puesto como institutriz de los hijos de Rimalin—. ¿Mirarla con buenos ojos para qué?
—Como consorte, claro.
—Pero dijiste que tenía esposa y que su esposa era amiga tuya.
—Sí, y es por eso por lo que va a funcionar, ¿no lo ves? —Avan lo había estado pensando toda la tarde—. No se casaría con Selendra, aun cuando fuera un dragón libre nadie se casaría con una doncella a la que hayan comprometido por muy atractiva que sea su dote, y la de Selendra solo será moderada, aun cuando tú y yo le añadamos un poco.
—Yo no podría añadirle nada —se apresuró a decir Penn—. Tengo una familia propia en la que pensar.
—Bueno, yo podría añadirle un poco, dado que aún no tengo hacienda —dijo Avan—. Pero tampoco sería tanto, no lo suficiente para que se notara. Nadie la tomaría como esposa, pero a través de los buenos oficios de la eminente Rimalin, el eminente Rimalin quizá la aceptara como consorte. Una segunda esposa, ya sabes —añadió después de un momento en el que el semblante de Penn había adquirido una expresión intimidante—. La Iglesia permite ese tipo de cosas —aventuró.
—No consigo entender cómo puedes considerar semejante sugerencia para tu propia hermana —dijo Penn—. Sin duda una posición así de concubinato está bastante bien para alguna pobre hembra desafortunada que carece de protección, ¡pero que llegues a pensar que Selendra ha llegado a eso!
—Sería mejor para Sel que casarse con el dragón que partió de su casa con el propósito deliberado de arruinarla, un dragón con el que padre estuvo riñendo durante los últimos seis años y a quien ella desprecia —dijo Avan—. La eminente Rimalin es una dragona alegre, amable y anfitriona de políticos. Yo podría ver a Sel con frecuencia y asegurarme de que su posición en la hacienda es la que debiera ser y no el trabajo pesado que las consortes soportan con frecuencia. Y se harían previsiones para ella exactamente igual que para una esposa, hablo de una posición formal como consorte, no de venderla al concubinato.
—Lo más probable es que tuviera que tener nidadas sin pausa hasta que muriese, y sus hijos no recibirían ninguna herencia —dijo Penn—. Cuanto más formal fuera el acuerdo, menos poder tendrías tú para aliviar la desgracia que saliera de ahí. No, Avan, un acuerdo así yo lo consideraría un deshonor. No quiero oír otra palabra sobre eso. —Penn saltó por encima de su hermano, no llegó a volar pero tenía las alas un poco más extendidas de lo que a algunos miembros de la Iglesia les gustaría ver las alas de un pastor.
Penn aterrizó con cuidado y se alejó por el pasillo sin volver la vista atrás, con la intención de encontrar a Selendra para informarla de inmediato de que iba a consultar con Frelt el asunto de su matrimonio. Encontró a Haner primero, sentada sobre los cuartos traseros a la puerta de la cueva dormitorio.
—No pasa nada —susurró—. Está dormida, ¡pero mira! —Penn miró por el arco y contempló a Selendra dormida sobre el oro de su dote. La joven yacía acurrucada, con la cabeza bajo el ala, la pura imagen de la elegancia femenina. Tenía las escamas limpias y bruñidas y brillaban con un color dorado pálido y despejado, sin rastro alguno del color rosa de los esponsales.
—¿Cómo lo habéis conseguido? —preguntó Penn—. ¿Qué truco es este? ¿Pintura? —Pero volvió a mirar y comprendió que no había pintura que pudiera ser tan perfecta o uniforme.
—Solo necesitaba descansar y tranquilizarse —dijo Haner—. Amer le hizo un té y desde entonces se ha encontrado bien.
Penn se sobresaltó. Sabía muy poco de las hierbas a las que podían recurrir las doncellas desesperadas. Le habían dicho en el seminario que eran un gran pecado.
—Voy a hablar con Amer —dijo Penn, y se alejó con paso airado mientras Haner se lo quedaba mirando.
Amer estaba en la despensa, preparando un poco de fruta y los restos de la ternera para cenar.
—¿Cómo se encuentra, bienaventurado Penn? —le preguntó. Amer había sido su niñera, pero desde que se había convertido en pastor la anciana siempre se había comportado con él con el máximo respeto. Al joven le parecía bien, claro está, y se habría sentido muy ofendido si se mostrara cualquier familiaridad indebida; pero en ocasiones le entristecía un poco cuando sentía entre ellos una frialdad que no había existido nunca.