—¡Eyrien, pequeña!, es un placer verte de nuevo —dijo uno de los enanos más ancianos, estrechándole la mano con el cariño propio de un abuelo bondadoso.
—También para mí es un placer, rey Trenzor.
Para River estuvo claro que todo el grupo se conocía y se apreciaba desde hacía tiempo, porque cuando Eyrien hubo saludado a los otros tres ancianos de mayor edad, se giró hacia el enano más joven y se inclinó frente a él, aunque aún así seguía sobrepasándolo un poco.
—Hola Freyn, cuánto me alegro de verte —dijo, y le besó la frente poniendo ambas manos en las mejillas barbudas del enano.
El enano se sonrojó un tanto, pero pareció claramente complacido.
—Yo también tenía ganas de verte, Eyrien, jovencita.
—Me hace gracia que me llame jovencita alguien a quien he visto dar sus primeros e inseguros pasos, y llevando nada más que pañales —dijo Eyrien mientras se erguía y le guiñaba un ojo al otro elfo.
—Inmortales... —dijo el enano dirigiéndole a River una falsa mirada de exasperación.
River sonrió ante la actitud del enano y luego fijó la atención en el alto y apuesto Elfo de las Rocas, que en aquel momento besaba la mano de Eyrien con galantería, sus brillantes ojos grises fijos en los de ella. Eyrien hizo una mueca y rodeando el cuello del elfo con un brazo, se puso de puntillas y lo besó en la mejilla. Él sonrió y rodeó cariñosamente la cintura de su dama con un brazo; parecía claro que también los dos elfos se conocían desde hacía tiempo.
—Cuánto me alegro de haberte encontrado aquí, Eriesh —dijo Eyrien.
—Lo mismo digo, hace tres años que no nos veíamos —respondió el elfo—. Y no sabíamos si debíamos esperar encontrarte. La última noticia que tenía era que reemprendías el camino a casa. Pero pareces un poco... cansada. ¿Ha sido largo el viaje?
—Ha sido intenso —dijo Eyrien desviando la mirada y fijándola en River.
El mago se dio cuenta de que la elfa no quería desvelar en aquel momento su encuentro con el íncubo. Sin embargo, el elfo de Greisan, perspicaz, siguió mirando inquisitivamente a Eyrien e incluso interrogó a River con la mirada, pero no pudo hacer nada más porque en aquel momento Ian se acercó con Killian y se sucedieron las presentaciones: El rey Trenzor de Riskaben, rey entre reyes de los enanos, los dos representantes del consejo real que lo habían acompañado, el embajador del reino enano del Valle, Urist de Enadar, y luego el más joven, Freyn que era hijo de la prima de Trenzor y un buen guerrero entre los enanos. Todos ellos hicieron profundas reverencias y les aventuraron buena fortuna y largos años de vida. Por último se presentó a Eriesh de Greisan, quien se mostraba mucho más afable que su compañera.
—Es un placer conocer a la nueva generación de la casa de Arsilon, joven Killian —dijo Eriesh estrechándole la mano.
—El placer es mío.
—Y éste sabrás quién es sin que te lo presente —dijo Ian tomando a River del brazo.
—Claro —dijo Eriesh, tendiéndole la mano al mago con una sonrisa—. El hijo de Lander, imposible no reconocerlo. Tiene los mismos ojos que su padre, ¿verdad Eyrien?
—Sí —se limitó a decir ella.
—Cómo pasa el tiempo —dijo Freyn—. Ya hace veinte años que estuvo aquí reunido con nosotros, como ahora lo está su hijo.
—El tiempo pasa para los mortales, Freyn, pero para mí ha sido sólo un suspiro —dijo la elfa—. Aunque a Lander sí lo echo de menos.
—¿Tú conociste a mi padre? —preguntó al fin River, sin poder contenerse.
—Como ahora te conozco a ti —dijo Eyrien.
—Eyrien, querida —llamó Ian desde la cabecera de la mesa—. ¿Te importa que hoy siente a Trenzor y a Urist a mi lado? Hay algo que tengo que comentar con ellos.
—No —dijo Eyrien—. Yo me sentaré aquí con Freyn y Eriesh, y con tus jóvenes herederos.
—Está decidido entonces —dijo Ian—. Pero hace mucho que no nos vemos y no quiero que desaparezcas rápido otra vez. Aún tenemos que hablar de muchas cosas.
Cuando todos estuvieron dispuestos llegaron las viandas del banquete. Había caza y pescado, verduras, hortalizas especiadas, cremas y budines y, sin duda en honor a los elfos presentes, platos hechos sólo de setas, huevos y frutos de la tierra, pues los feéricos aunque no tenían ninguna norma moral que se lo impidiera raramente consumían carne. Al principio todos comieron y se habló poco, pues la vista de aquellos manjares les había despertado el apetito, pero poco a poco los murmullos empezaron a subir de tono y las conversaciones se hicieron más graves y ruidosas a lo largo de la mesa.
—Estás comiendo muy poco, Eyrien —dijo Freyn con la boca medio llena.
Los ojos de Eriesh de Greisan se alzaron rápidamente y volvieron a quedar fijos en el rostro de la Dama de Siarta. River podía comprender a Eyrien; estaba seguro de que en cuanto nombrara al íncubo, se formaría un revuelo escandaloso. Así que habló para desviar la atención.
—Aclárame, maestro Freyn —dijo—. ¿Desde cuando conoces a la Dama Eyrien?
Freyn carraspeó, contento de que la atención se centrara en él. A los enanos les encantaba explicar sus historias, y más si habían sido interrogados previamente sobre ellas, pues eso demostraba una buena predisposición de sus oyentes a escuchar sus largas disertaciones.
—Como Eyrien ha dicho antes, aunque de una forma un tanto bochornosa para mí, nos conocemos prácticamente desde que nacimos; más bien desde que yo nací, porque Eyrien tiene cuarenta años más que yo aunque ya no lo parezca. Yo me fui a vivir con mi tío el rey Trenzor casi inmediatamente, y como tiene muy buenas relaciones con Subinion de Siarta nos veíamos muy a menudo. Se puede decir que prácticamente Eyrien y yo hemos crecido juntos, y la considero casi una hermana. Primero una hermana mayor, y ahora una hermana pequeña, ya ves qué curioso. Aunque no creas que por eso me salvo de las iras endiabladas de los elfos.
Soltó el tenedor y se arremangó el brazo izquierdo para mostrárselo a River y Killian, que eran los únicos presentes que aún no conocían sus vivencias. En su brazo fuerte y musculoso pudieron ver la cicatriz de un largo cardenal.
—Esto me lo hizo Eyrien cuando éramos pequeños, porque cuando se hizo más alta que yo la llamé larguirucha —dijo Freyn y todos se rieron, incluso Eyrien—. Ya ves que no puedes fiarte de un elfo por mucha confianza que le tengas.
—¡Pero yo pensaba que los enanos eran inmunes a la magia de los elfos! —dijo Killian.
—A la magia sí —dijo Freyn molesto—, pero no a las dagas escondidas bajo la manga.
—Y los enanos son inmunes a la magia —intervino Eriesh—, pero no a la de los hechiceros elfos más poderosos. Freyn sería inmune a los hechizos que yo pudiera lanzar, pero no a los de un hechicero de alto poder. Hasta ahora yo he visto a dos elfos capaces de lanzar su magia a un enano: Uno fue el Señor Subinion, que es un gran hechicero y se enfrentó a los enanos en las Guerras de Sangre, y la otra es su hija Eyrien, su mejor discípula.
—Debes de ser una hechicera muy poderosa —dijo River, sabiendo que muy pocos en la Tierra podían llegar a ser capaces de hechizar a un enano. Además parecía tan joven y tan frágil...
Eriesh lo estaba mirando a él y sin duda se dio cuenta de lo que le pasaba por la cabeza, porque sonrió y dijo:
—Ay, humano, mucho cuidado con dejarte engañar por el aspecto de una elfa. Sobre todo si esa elfa es Eyrien, porque eso puedes pagarlo caro.
—Y que lo digas, Eriesh —dijo Freyn, ignorando el hecho de que Eyrien permanecía callada—. ¿Os acordáis de la incursión en la tierra de los Femorianos hace cincuenta años? Aquello sí fue algo para rememorar toda la vida.
Tanto Killian como River imaginaron batallas con gigantes, peligrosas situaciones en nombre de la libertad de los Pueblos Libres, y tuvieron el mismo sentimiento de impaciencia por participar en aquellas aventuras en el nombre del bien y del honor.
—Yo conocí a Eyrien aquí mismo —dijo Eriesh—, durante la lucha contra los primeros gólems de Maelvania que cruzaron al Continente Norte.
—Me pregunto qué dirían en su casa si supiesen en todos los embrollos en los que se mete su querida heredera —dijo Freyn, con una carcajada.
—Mi padre conoce todos mis embrollos, Freyn, ya lo sabes —dijo Eyrien.
—Tu padre, y tu hermano Asier, que también es un temerario. Y entiendo que quieras ser discreta con tus asuntos ante el celo protector de tu hermano Kenion —siguió Freyn—, pero no entiendo por qué no quieres hablarnos a nosotros.
—Tanto tú como Eriesh estáis al tanto de mis cosas —dijo Eyrien—. Y ambos habéis estado conmigo en muchas ocasiones.
—Sí, pero no en tu segundo encuentro con los guls —replicó Freyn con fastidio.
—¿Los guls? —dijo River.
Ahora aquellos monstruos antropófagos que podían adoptar el aspecto de bellos y lampiños jóvenes se concentraban sobre todo en las tierras del oeste de Niaranden, al otro lado del mar, pero sabía que había habido un tiempo en que habían sido un peligro en todo el mundo libre.
—Sí —dijo Eriesh—. ¿No habéis visto bien esa espada que lleva Eyrien?
—Ah, una espada única, desde luego —dijo Freyn con la emoción propia de un artesano.
—Sí —dijo Eriesh—. Y esa espada la consiguió Eyrien enfrentándose a los guls, pues son los únicos capaces de encontrar esas reliquias. Ahora, los que sobreviven todavía la odian muchísimo, quién sabe por qué. Pero ella no quiere contarnos nada.
—Ya sabéis que yo no hablo de los asuntos que atañen a terceras... a terceros seres —respondió ella—. Así que no preguntéis más. Y creo que ya basta de hablar de mí.
Eriesh y Freyn se miraron y sonrieron, aunque cambiaron de tema y se interesaron por las vivencias de Killian y River y de sus planes futuros. Tanto uno como otro mostraron su interés en seguir con sus adiestramientos respectivos y se adentraron en una larga conversación sobre cuáles eran sus habilidades hasta el momento.
—Bueno —dijo Freyn mesándose la barba—, yo creo que mañana podríamos organizar una pequeña sesión de entrenamiento y demostrar nuestras respectivas habilidades. ¿Qué os parece? ¿Y vosotros qué decís, elfos?
—A mí me parece bien —dijo Eyrien sin despegar la vista de Eriesh—. ¿Y a ti?
—Sí, claro —dijo él, algo distraído.
Eriesh tenía la mirada clavada en el extremo de la mesa, donde Ian estaba inclinado hacia Trenzor y Urist y les decía algo en un susurro. La expresión de Ian era seria, y la de Trenzor se ensombreció mientras clavaba una mirada en la dama elfa.
—¡Eyrien! —exclamó de pronto Eriesh alzándose como un resorte.
Todos miraron a Eyrien, que había desviado la mirada hacia abajo y mostraba una expresión de profunda resignación.
—Ian, agradecería que no ensombrecieses la velada de nuestros acompañantes con mis sórdidos asuntos pasados —dijo.
—Nunca se habla demasiado bajo para un elfo, ¿verdad? —dijo Ian en tono pacificador, mirando a Eriesh.
Pero el elfo no apartó su mirada severa de la heredera de su pueblo.
—¿Pero cómo te callas una cosa así? —le dijo a Eyrien.
—Pues entre otras cosas para que no reaccionéis como lo has hecho tú —dijo Eyrien en tono acusador, empezando a enfadarse también.
—Por favor, seguid todos con vuestras conversaciones, no pasa nada —dijo Ian a los del otro lado de la mesa, que aún los miraban—. Lo siento Eyrien, pero es un asunto de importancia y como tú misma has dicho, ha sucedido en mis tierras. Trenzor ha venido con muchos enanos y enseguida se ha ofrecido a enviar a un batallón a hacer una batida. Ya sabes que los humanos no tenemos ninguna posibilidad frente a esta situación y su ayuda me viene bien.
En aquel momento uno de los consejeros de Trenzor, que había acudido junto a su señor, asintió y se dispuso a salir de la sala para organizar la batida.
—Iré con ellos —dijo Eriesh resuelto.
De su rostro había desaparecido toda jovialidad y ahora se mostraba tan serio y severo como podía llegar a mostrarse un elfo, y provocaba verdadero respeto.
—No, Eriesh. Quédate aquí —le ordenó Eyrien.
—No, ni hablar. Me voy con los enanos —dio un paso atrás. Se quedó quieto de repente.
—He dicho que te quedes, Eriesh —dijo Eyrien muy severamente, y cuando la miraron vieron que sus ojos refulgían mientras mantenía fija su atención en el Elfo de las Rocas.
Eriesh entrecerró los ojos amenazadoramente mientras devolvía la mirada a Eyrien. Estaba muy tenso, sin duda molesto por el hechizo de parálisis al que lo había sometido la Elfa de la Noche. River se preguntó si entre los elfos era normal el comportarse así unos con otros, pasando rápidamente de la profunda amistad a la ira contenida.
—Estamos celebrando un hecho que es motivo de alegría y regocijo para todos —dijo Eyrien con calma—. Y no puedes ausentarte por algo que ya no tiene tanta importancia; he pasado tantos días con humanos que habrá perdido mi rastro. Y no puedes dejar la compañía del joven príncipe al que hemos venido a apoyar con nuestra presencia como embajadores.
—A mí... —empezó a decir Killian, pero se calló al recibir la gélida mirada de la elfa.
—Así que, Eriesh, quédate. Ese vampiro tiene mi magia, poco podrías hacer frente a él —dijo Eyrien, y telepáticamente añadió, de forma que sólo Eriesh pudiera oírla—: No me dejes sola. Me gustaría hablar de ello contigo, pero luego.
Ajenos a las últimas palabras de la Dama de Siarta, los demás vieron a Eriesh mostrar su acuerdo con un asentimiento de cabeza. Volvió a sentarse en su sitio, liberado ya del hechizo. A una señal de Trenzor, su consejero salió al fin de la sala e Ian se giró hacia Eyrien.
—Mi dama, te agradecería que no hechizases a mis comensales porque luego no querrán volver a visitarme sabiendo lo que les espera.
Eyrien sonrió pero no se disculpó, aunque tampoco lo habría esperado nadie que la conociera.
—Además es tarde para mí —dijo Eriesh—. Estoy hechizado desde el primer día en que la vi.
Los cabellos de Eyrien viraron brevemente a un azul más oscuro, tal debía ser la forma de sonrojarse de un Elfo de la Noche, supuso River. Freyn, airado, aprovechó para preguntar:
—¿Pero puede explicarme alguien qué está pasando aquí?
Al ver que la elfa no contestaba, el enano se giró hacia Eriesh. Éste miró con reprobación a Eyrien y luego centró su mirada en Freyn, y sus ojos se iluminaron un poco en un tono azul cristalino que contrastaba mucho con su gris habitual. El enano hizo una mueca de molestia, pero River concluyó rápidamente que el elfo se había conseguido poner en contacto telepático con él porque el enano puso cara de horror, se cogió al borde de la mesa con ambas manos y se giró hacia Eyrien. Ella suspiró y habló antes de que pudiese hacerlo el enano.