Aun antes de acabar la frase, Killian ya se había dado cuenta de que sus palabras habían causado una honda impresión a su amigo. Oyó cómo éste se incorporaba de golpe en la oscuridad; el susurro de las pieles con que se cubría al resbalar por su cuerpo había roto el silencio sepulcral del bosque.
—¿Has dicho «amiga» Eyrien? —preguntó River en un susurro incrédulo.
—Sí, así se llama la huésped siartana habitual a la que recibe mi tío —dijo Killian—. Pero que quede entre tú y yo, porque mi tío suele ser muy discreto al respecto y opina que no debo decir palabra a nadie. Aunque a ti no le importará que te lo haya dicho.
—¡Por supuesto que es discreto! —dijo River alzando la voz, incapaz de contener su emoción—. No sabes lo que estás diciendo, Killian. Eyrien de Siarta es la Hija de Siarta. Ese es el nombre de la tercera hija de Subinion, Señor de Siarta y de los Hijos de la Noche.
Killian se incorporó también, boquiabierto. Los elfos no gustaban de títulos como rey, emperador y demás símbolos de poder extremo, pero Subinion de la casa de Siarta era el Señor incuestionable del pueblo elfo, igual que su tío Ian de Arsilon era el rey de todos los Reinos Humanos Libres. Pero incluso los reyes de humanos y enanos rendían pleitesía al Señor de Siarta, y lo hacían con lealtad, admiración y respeto. Pues la misma esencia de la lucha por la libertad emanaba desde las Tierras Altas de Nórdica, y eran los Elfos de la Noche los que habían conseguido mantener en pie aquella batalla milenaria contra los Reinos Cáusticos y Esigion de Maelvania. Los humanos nacían y morían, se peleaban y se sucedían, pero la Casa de Siarta siempre se había mantenido fiel a la búsqueda de la libertad y la justicia para todos los pueblos libres y pacíficos de la Tierra. Subinion había dedicado más de un milenio de su vida a dirigir la defensa del Continente Norte, extendiendo su amistad y sus lazos de alianza a todos los Reinos Libres, olvidando las rencillas del pasado para enfrentar al enemigo común.
Pero Killian también sabía que, aunque los elfos defendían la libertad de todos, fuera cual fuera su pueblo o su condición, no por ello se avenían más a tratar con los que no fueran de su especie, y eran pocos los que se aventuraban a dejar sus tierras natales, especialmente los Elfos de la Noche. Por ello, Killian, se había quedado estupefacto al saber que la amiga que visitaba a su tío en Arsilon era nada menos que la hija del soberano más omnipotente.
—No me lo puedo creer —dijo en un susurro—. Si me hubiesen dicho que esa doncella elfa que visita a mi tío era la mismísima Hija de Siarta no me lo hubiese creído nunca. ¿Te das cuenta? Sería peligroso que esa información llegara a oídos hostiles, Maelvania se nos echaría encima sin piedad de una vez por todas. Y también ella correría peligro.
—Es peligroso para ella hasta cierto punto, Killian —dijo River con algo de impaciencia—. Todo mago sabe que Subinion consagró a su primer hijo a la política y a la herencia del trono, al segundo a la guerra y la estrategia, y a la tercera a la hechicería pura. Así que, además de ser hábil con las armas como cualquier elfo, Eyrien de Siarta debe ser una hechicera magnífica. Créeme si te digo que no te gustaría que te cogiese ojeriza esa doncella elfa. Esta otra, sin embargo —dijo River refiriéndose a la elfa inconsciente que intuía a su lado—, no ha sido capaz de defenderse. Me pregunto qué hará por aquí, fuera del camino seguro hacia Arsilon.
—Lo mismo que nosotros, pasar desapercibida. Será una mensajera o una embajadora menor —aventuró Killian—. O quizás es una sirvienta de la Hija de Siarta. Quién sabe, quizás Eyrien de Siarta ya está en Arsilon esperando a darme la bienvenida —dijo anhelante—. ¿Qué te parece?
—Que me muero de ganas de que llegue el momento de tu presentación, para ver si ella está allí o no. Si tiene que estar presente, no podrá esconderse de todos como ha hecho hasta ahora —dijo River con un leve resentimiento en la voz.
—Quizás incluso se digne a dirigirnos la palabra en agradecimiento de que hayamos socorrido a su doncella —dijo Killian esperanzado.
—Quizás, o quizás no. Los elfos son elfos. Sería bueno que descansáramos un poco —dijo River finalmente, pensando con sensatez—. No sé qué le ha pasado a esta elfa, pero te aseguro que no tendrá un buen despertar, y menos cuando nos vea a nosotros a su lado. Será mejor que estemos bien despiertos y preparados para lo que pueda pasar.
El príncipe arsiloniano oyó cómo River volvía a arrebujarse en sus pieles y cómo murmuraba en torno a todos ellos un conjuro de protección que los escudaría contra cualquiera que intentara acercarse. Sonrió para sus adentros. River debía tener razón en cuanto a lo peligrosa que podía resultar la elfa, pero Killian estaba convencido de que la curiosidad que sentía el mago por ver cómo era, cómo hablaba, cómo le miraría a él y si podría ganarse su respeto como Alto humano, era más fuerte que el temor por el destino al que pudiera someterlo la elfa.
Killian tenía razón en cuanto a los sentimientos de su amigo. River no pegó ojo en toda la noche pese a lo que había dicho, demasiado impaciente porque llegara el amanecer y pudiera observar a la elfa en su forma diurna. River de la Casa de los Tres Elfos, famoso en todos los reinos por sus tres ascendientes feéricos, había anhelado la llegada de aquel momento en que él y Killian fueran lo suficientemente mayores para alistarse en los Ejércitos Libres. Deseaba luchar con la Triple Alianza no sólo para defender la paz, sino también para ganarse el respeto de los elfos, como había hecho su padre. No olvidaba que sus mismos padres habían muerto buscando la libertad, ganando gloria pero dejando en el mundo a un huérfano más. Había sido el rey Ian de Arsilon, fiel amigo de su padre, quien le había protegido desde entonces. Así, si el rey de los humanos libres había adoptado a su sobrino como a un hijo, a River lo había adoptado como a un sobrino, y se había asegurado de que su educación mágica sacaba lo mejor de él para convertirlo en un gran guerrero hechicero. Quizás demasiado preocupado en convertirlo en un buen guerrero, pensó River mientras veía el cielo sonrosarse con la próxima salida del sol. Porque ahora era muy bueno creando escudos protectores y lanzando formidables ataques, pero era casi incapaz de hacer algo tan sencillo y vulgar como crear luz o secarse la ropa después de la lluvia.
Pronto todo pensamiento se esfumó de la mente de River. Conteniendo la emoción, giró cautamente la cara al percibir que el cuerpo de la elfa abandonaba su forma sombría que, si bien durante la noche la protegía de las miradas, durante el día y bajo el sol no haría otra cosa que llamar más la atención. Cuando advirtió que la inmortal seguía desvanecida, se incorporó y se acercó con cautela a una distancia prudente. La elfa tenía la cabeza apoyada sobre un brazo extendido. Su rostro quedaba oculto por la cascada de largos cabellos que se extendían más allá de los hombros delicados, y sólo dejaba intuir una parte de sus labios azulados. La muchacha vestía con un tejido de un marrón claro como la corteza de los árboles, con botas altas también del mismo tejido, y tenía todo el aspecto de ser una curtida viajera. Allí donde la ropa no ocultaba su cuerpo, lucía una piel tan pálida y lisa que invitaba a acariciarla para descubrir si realmente era tan suave como aparentaba. Sin embargo River no era ni tan tonto ni tan temerario como para dejarse llevar por la curiosidad y ponerle las manos encima a una doncella de la raza más poderosa de los feéricos inmortales. Se quedó un rato observando cómo los cabellos de la elfa iban variando de color para mimetizarse con el color azul del cielo, y ni siquiera se giró cuando notó que Killian se alzaba y se acercaba conteniendo la respiración.
—¿Qué le habrá pasado? —dijo el príncipe finalmente, después de observar un rato la belleza que irradiaba aquella figura inerte—. No es una posición normal para alguien que haya caído desfallecido súbitamente, ¿no crees? Parece como si alguien la hubiera dejado así con intención.
—Tienes razón —dijo River reprochándose el haberse embelesado con la magia de la elfa en vez de fijarse en aquellos detalles—. ¿Tienes prisa, futuro rey? Porque creo que sería mejor esperar a que despertara No creo que a tu tío le importe que nos retrasemos si es por esto.
—Nos quedaremos —decidió Killian.
Volvió al lugar donde las ascuas de la noche anterior aún humeaban para preparar el desayuno. River lo siguió y se sentó frente a él, pero sin dar la espalda del todo a la elfa. Killian notó que el mago estaba tenso y que dirigía rápidas miradas a la inmortal, no con fascinación, como él hubiese esperado, sino con cautela. Frunció el ceño mientras reavivaba el fuego de la hoguera.
—¿De veras crees que puede atacarnos?
—Todo es posible —dijo River alzándose de hombros y tratando de parecer distendido—. Los elfos no son de fiar. A los humanos no nos consideran mucho más importantes que a cualquier otra bestia, y ésta no se sentirá nada cómoda cuando despierte y nos encuentre cerca de ella. Creo que si algo no soportan los elfos es sentirse debilitados.
—Explícame algo más de los elfos —dijo Killian mientras ponía a calentar la sopa sobrante de la noche anterior—. Lo único que sé yo de ellos es cómo tratarlos diplomáticamente, y eso sólo ya es complicadísimo. Es más fácil hacerse amigo de un Grifo que no ofender a un elfo.
River se rió, aunque la metáfora de Killian no se alejaba mucho de la realidad.
—Será mejor que no vuelvas a hablar así cuando ella despierte —dijo River con una sonrisa tensa—. Si te oye compararla con un animal... Bueno —dijo pensativo—, los elfos son muy diferentes entre sí, igual que lo somos los humanos. Todos comparten la magia, su lazo con la naturaleza, su agilidad, la inmortalidad y esas cosas, pero aparte de eso son muy diferentes entre las distintas razas. Tanto que alguna vez han entrado en guerra como hacemos los humanos.
—Algo sé de las guerras de los elfos —dijo Killian—, que acabaron por desconfiar tanto los unos de los poderes de los otros que acabaron estallando en guerra. Sólo ahora parecen llevarse bien otra vez, como hacemos nosotros para poder enfrentarnos a los Reinos Cáusticos. Ahora es Subinion de Siarta quien los gobierna a todos aunque no quiera llamarse rey, ¿verdad?
—Así es —dijo River con un suspiro, girándose a mirar a la elfa un momento—. Los Elfos de la Noche son los más poderosos de entre todos los feéricos. Son los más élficos, por así decirlo. Son muy inteligentes, más que cualquier otro pueblo de la Tierra. Además, ellos reciben su esencia de la Luna y las estrellas y no hay una magia que pueda compararse a ésa, porque es energía pura. Los Elfos de la Noche se han consagrado desde hace milenios al estudio de la magia y son grandes hechiceros. También en las otras razas de elfos hay hechiceros, e incluso los más ineptos de éstos superan a la mayoría de los magos humanos, pero ningún otro elfo puede igualar en poder mágico a los Elfos de la Noche. He oído que los más hábiles incluso pueden encantar a los enanos, que son inmunes a la magia. Por eso son los señores indiscutibles del pueblo elfo. Subinion, sin ir más lejos, es ahora el más grande hechicero, y sus hijos no deben irle a la zaga. Pero los elfos también son hábiles con... los arcos.
River abrió mucho los ojos y se puso pálido. Killian dio un respingo. No habían tenido tiempo de asimilar el súbito movimiento que se había producido a su lado cuando vieron que la elfa ya estaba frente a ellos, aún arrodillada, observándolos con una mirada que helaba la sangre y apuntándolos con el arco de Killian. Pasaron unos largos segundos en que todos se estuvieron estudiando mutuamente. A la luz del sol naciente, vieron sus rasgos delicados y pálidos, adornados con unos labios azules y aterciopelados y unos ojos grandes y almendrados que los miraban con frialdad mientras cambiaban de color a la vez que lo hacían el cielo y sus cabellos. Parecía joven, una doncella solamente, pero la profundidad de su mirada delataba la sabiduría otorgada por los largos años que hacía que la muchacha habitaba el mundo. Y ahora, aunque sus ojos eran belleza pura, en ellos sólo se leía la ira y la frialdad que la embargaban.
Mientras la mañana iba despertando a su alrededor, mientras Killian y River se preguntaban si iban a morir a manos de aquel ser maravilloso, Eyrien tenía sus propias dudas. Y eso era algo a lo que no estaba habituada y por lo que se sentía alterada como nunca, aunque su aspecto sólo emanara amenaza y seguridad. Se sentía desconcertada y confusa, pues no sabía cómo había llegado a aquella situación desamparada. No podía recordar nada, absolutamente nada. Mientras vigilaba a los dos inmóviles humanos, Eyrien luchó por rescatar el último recuerdo de su memoria. Y éste fue el de encontrarse en la sala de los Siete Ancianos, diciéndoles que la enviaran a Arsilon pero que cumpliría su misión cuando ella estuviera segura de lo que hacía. Y, sin embargo, ahora no estaba en Arsilon, de eso no había duda, sino en medio de un bosque con dos humanos atónitos por compañía. Y se sentía débil, muy débil.
—Has estado inconsciente —le dijo uno de los jóvenes—. Te encontramos en mitad de la noche ahí mismo, y decidimos velarte hasta que despertaras.
Eyrien lo miró detenidamente, ignorando el hecho de que estaba provocando un estremecimiento al chico. Aunque aguantó el escrutinio. El humano tenía los ojos verdes y muy brillantes, y sus cabellos lisos se componían de mechones de diversos tonos de rubio y marrón. Y aunque estaba sentado, Eyrien podía adivinar que era alto, quizás incluso más que ella. Era sin duda un Alto humano, y le resultaba familiar. El otro humano era más mundano, con rasgos menos delicados y el cabello color marrón avellana; un Bajo humano, aunque su porte era regio y orgulloso.
—¿Dónde estamos? —preguntó Eyrien sin dejar de apuntarlos con el arco.
—Estamos en el bosque de Dreisar, a unas dos jornadas de la fortaleza de Arsilon —dijo el Alto humano frunciendo el entrecejo—. ¿Estás bien? —añadió.
—Lo suficiente —dijo molesta; ya había hablado suficiente con aquellos entrometidos—. Habéis sido muy amables. Dejaré que sigáis vuestro camino para que yo pueda seguir el mío.
River hubiese querido retenerla, pero no era tan estúpido como para importunar a una elfa ya molesta. La inmortal se alzó del suelo con aquella agilidad propia de los de su especie. Pero en cuanto estuvo de pie pareció desfallecer y sus ojos adoptaron un profundo color azul oscuro que River hubiese jurado que transmitía miedo. El arco y las flechas resbalaron de entre sus manos como si ya no tuviera fuerzas para sostenerlos y volvió a caer de rodillas.