—Eyrien tiene razón, al fin y al cabo —dijo River con amarga ironía—. Ya no hay vuelta atrás. La llevaremos a Sentrist, Eriesh y Freyn no tardarán en llegar y también está Suinen en representación de los humanos. Lo someteremos a su juicio. Si los elfos siguen siendo fieles y somos nosotros los traidores, moriré. Pero moriré con dignidad, y sabiendo la causa de mi condena.
—De todas formas a nos hemos condenado bastante habiéndole hecho eso a la Hija de Siarta —suspiró Killian—, aunque no nos quedara más remedio. Pero sigo sin entender por qué no nos ha matado antes entonces. Creo que no me gustan ya las profecías de los elfos. ¿Si ellos mismos las provocan, cómo vamos a salvarnos nadie de sus consecuencias?
—No me pidas que entienda a un elfo —dijo River con despecho—. Pero yo no era un traidor hasta que me han obligado ellos a serlo.
Eyrien bajó la mirada a la hierba que se mecía con el viento. Empezaba a pensar que el mago tenía razón. Se sentía, por primera vez en su vida, incapaz de hallar una solución irrefutable a un enigma. Levantó la vista del suelo cuando River y Killian se acercaron de nuevo.
—Te llevaremos a Sentrist —dijo River—. Allí se decidirá quién de los tres es el traidor.
—Bien —dijo telepáticamente Eyrien, sosteniéndole la mirada—. Hasta entonces se han acabado las conversaciones. Desde ahora, somos enemigos.
Al ver que los ojos de Eyrien se oscurecían como una mancha de tinta, River se apresuró a acercarse a ella y dirigir la palma abierta hacia las esposas que la mantenían encadenada.
—¡Brillad! —les ordenó en lengua élfica.
Ahora la elfa era sólo una sombra que costaba enfocar, pero las cadenas que unían sus finas muñecas brillaban delatoramente con sus destellos plateados. No podían ver a Eyrien, pero sí las esposas que la aprisionaban y la convertían en su rehén. No se resistió cuando le ordenaron que se pusiera en pie ni cuando River decidió que irían andando, aduciendo que si subían a Eyrien a cualquiera de los caballos éste se la llevaría rápidamente lejos de ellos. Y no podían permitirse perderla de vista porque, si se liberaba de alguna forma, estarían muertos. Sin duda el mago era listo, pensó Eyrien.
—Elarha es muy inteligente, y sé que te entiende cuando le hablas —le dijo River con voz inexpresiva—. Así que ni se te ocurra decirle nada, porque si desaparece de aquí o hace algo raro, mataré a todos los caballos.
—De acuerdo. No les diré nada, pero no los dañes, por favor. Ellos son inocentes.
A River le supo mal que Eyrien llegase a creer que él podía pensar en matar a Adrastea o a Elarha, pero necesitaba valerse de su capacidad de mentir e intimidar para mantener a la elfa controlada. Y no debía olvidar que Eyrien era ahora sólo una asesina que se había impuesto el objetivo de matarlos. Era muy lista y los muchos años que había vivido entre guerras le aportaban muchos recursos, así que River no podía permitirse descuidar ni el más mínimo detalle que pudiera llevarlos a un error fatal. Hasta que llegaran a Sentrist, River era el responsable de la seguridad del todavía futuro rey de Arsilon que le acompañaba en aquel viaje de pesadilla. Killian se mantenía en silencio y evitaba mirar a Eyrien. Se alegró de que River tuviera la suficiente sangre fría como para ver una enemiga en la que había sido su compañera, porque él se sentía incapaz.
Cuando se detuvieron al mediodía, River tomó a Eyrien de uno de sus hombros ensombrecidos y la llevó hasta el tronco de un árbol. Allí hizo alargarse las cadenas hasta que pudieran rodear el tronco. Fríamente puso una mano en el cuello de Eyrien, sujetándola contra la corteza del tronco con más fuerza de la que tenía ella, y todo lo rápido que pudo hizo abrirse a la cadena para hacerla rodear el tronco antes de volverla a cerrar. La dejó allí, luchando contra la ambigua sensación que había notado al sentir la fina piel del cuello de la inmortal bajo su mano.
Por la tarde siguieron camino, andando a través de la fronda que, aunque brillaba lánguidamente a la luz dorada del sol, parecía de pronto triste y fría para todos. Las horas fueron pasando en aquel silencio amargo, hasta que River se detuvo y tiró de las cadenas de Eyrien para detenerla también. Incluso los caballos, que los seguían mansos y decaídos, se detuvieron tras él. River evitó mirar a Eyrien, pues se sentía un usurpador habiéndose erigido en el líder del grupo. Pero no le quedaba más remedio.
—Nos desviaremos un poco hacia el Este —le dijo a Killian—. Conozco esta región porque a una jornada de camino vive un amigo mío, y sé que muy cerca de aquí se levanta una mansión donde ahora no vive nadie. Podremos pasar la noche allí.
—Me parece bien —dijo Killian quedamente.
Siguieron andando en la dirección que marcaba River hasta después del atardecer. Bajo las primeras estrellas llegaron a un jardín abandonado, al final del cual se alzaba una gran mansión de aspecto sombrío.
—¿No habrá wendigos o kapres ahí dentro? —preguntó Killian, mirando el ambiente lúgubre de la casa con recelo.
—No lo sé, no creo —dijo River, a quien le habría gustado tener la capacidad de percibir aquel tipo de seres.
—No los hay —resonó de pronto la voz de Eyrien en sus mentes—. La casa está vacía.
—¿Cómo sabemos que dice la verdad? —preguntó Killian de nuevo en un susurro.
—Porque yo no puedo mentir. Ni defenderme ahora de ellos tampoco y prefiero no encontrarme ni con unos ni con otros —fue Eyrien quien respondió—. Y no olvides que aún puedo oírte, humano.
Killian ya no dijo nada más, y dejó que fuera River quien se encargara de guiar a la elfa hacia las escaleras de la entrada de la casa. La puerta estaba cerrada pero el mago consiguió abrirla con magia. Descubrieron que el interior estaba completamente vacío salvo por algún mueble que, aquí y allá, reposaba cubierto por una sábana que alguna vez había sido blanca. Echaron un vistazo alrededor pero no podían separarse si tenían que vigilar a la elfa, así que subieron al piso de arriba. River llevó a Eyrien a una estancia espaciosa y vacía, en cuyo centro se hallaba una columna circular de piedra, ancha como tres hombres fornidos. Utilizando el mismo método que al mediodía, encadenó a Eyrien a ella. Dejó suficientemente largas las cadenas para que Eyrien pudiera sentarse o quedarse en pie, pero de forma que no pudiera juntar las manos ni levantarlas por encima de la cintura. Luego se fue. Eyrien aprovechó para recuperar su forma diurna durante un rato y mirarse primero una muñeca y luego otra, descubriendo que ya empezaban a aparecer las marcas de los grilletes en su piel. En todos sus años de guerrera y Cazadora ni una sola vez había sido capturada.
Cuando River volvió llevando las mantas de Eyrien, se quedó parado en la puerta al observar a la elfa visible de nuevo; era mucho más difícil mantenerse frío y calculador viéndola. Esforzándose por mantenerle la mirada a la elfa dejó las mantas en torno a sus pies.
—¿Tienes hambre, o sed? —le preguntó; no le había ofrecido nada en todo el día—. Podría lanzarte un conjuro de afonía durante unos minutos para que pudieses beber.
—No es necesario —dijo Eyrien mentalmente.
Se miraron, como si ambos fuesen incapaces de creer lo que estaba sucediendo. Fue River el primero en sentirse demasiado turbado por aquel intercambio de sentimientos mudos.
—Espero que te des cuenta de que yo nunca hubiese hecho esto antes —dijo con una expresión que mezclaba decepción, dolor e ira a partes iguales—. Yo nunca hubiese permitido que te sucediera nada malo, hubiese dado mi vida por ti. Yo te... —Se detuvo, y su mirada fue entonces fría como el hielo—. Pero ahora todo da igual. Serás la adorable Hija de Siarta para quien quiera seguir engañado, pero yo ya no veo en ti nada más que a una asesina traidora que nos ha obligado a convertirnos en unos criminales.
Entonces se fue, sin girarse ni una sola vez a mirarla. Cuando la puerta se cerró, Eyrien arrastró las cadenas hacia abajo para poder sentarse en el suelo. Podría haberse sentido indignada, furiosa, airada contra el mago y toda su raza, pero lo único que era capaz de percibir en aquel momento era una honda culpabilidad. Una lágrima de impotencia resbaló por su mejilla cuando pensó que, de los tres, la única traidora que merecía morir era ella.
La noche fue pasando lentamente mientras Eyrien seguía sentada con la espalda apoyada en la pared y los pies remetidos bajo las mantas. Aparte de la angustia que sentía, el hecho de encontrarse inmovilizada contra la columna de piedra le impedía siquiera sentirse tentada de querer dormir. Por eso fue tan consciente de la sensación de peligro que aumentaba. Pero no podía percibir nada en el silencio sepulcral que invadía los rincones de aquella casa abandonada, y se dijo una y otra vez que no había nada de qué preocuparse, que era sólo la sensación de desprotección y el aspecto siniestro de la estancia. Además sabía que Elarha y los caballos estaban abajo en el patio, y que relincharían nerviosos si algo rondase la casa. No se le ocurrió pensar que quizás, lo que rondaba la casa, era algo que los caballos no podían percibir, porque no estaba ni vivo ni muerto.
Eyrien no fue capaz de sacudirse aquella angustiosa sensación de peligro que iba aumentando con el transcurrir de las horas. La casa estaba en silencio, pues River y Killian debían dormir en alguna habitación cercana, y Eyrien sentía latir su corazón con la fuerza de un trueno. Tenía la mirada fija en la puerta, esperando y temiendo que sus premoniciones fuesen atinadas. Se quedó helada cuando vio que la herrumbrosa manija empezaba a moverse en silencio. La certeza de saber que no era River el que se hallaba al otro lado la dejó inmovilizada en el suelo, ni siquiera se movió cuando con la gruesa hoja de madera empezó a abrirse.
La claridad fantasmal que entraba por los ventanales iluminó la figura de un Alto humano joven. Vestía pantalones y casaca oscuros con una camisa blanca medio desabotonada, lo que le daba el aspecto de un apuesto noble que acabara de llegar de una fiesta. Sus cabellos eran negros y ondulados, y enmarcaban un rostro muy pálido de rasgos finos. Sus ojos, que destacaban en la uniformidad de la cara, eran almendrados y grises como la Luna neblinosa. Y aquellos ojos eran fascinadores por todo lo que expresaban, pues delataban una falta total de inocencia, un hambre turbadora y la prometedora oferta de las más placenteras exaltaciones.
Pero en aquel momento a Eyrien aquella aparición no le inspiraba nada más que un pánico profundo y unas ganas desesperadas de buscar la forma de salir huyendo. No necesitaba fijarse en que el supuesto joven no respiraba, ni en que su mirada era alarmantemente voraz. Sabía que ya se habían encontrado antes. Sólo reaccionó cuando vio que el vampiro daba el primer paso hacia ella abandonando el umbral de la puerta. Cogiendo con cada mano un extremo de la cadena, estiró hacia arriba para poder ponerse en pie. El instinto de supervivencia la obligaba a negarse a ver que no podría escapar de él; la empujaba a aprovechar hasta el último recurso a su alcance para mantener al íncubo lejos cuanto tiempo fuera posible. Ajeno a la tensión de ella, el vampiro se acercaba lentamente y con las manos en los bolsillos, sabedor de que tenía todo el tiempo del mundo para llegar hasta su presa y recrearse con ella. Sus labios finos y rojos dibujaban una media sonrisa turbadora, y sus ojos admiraban con impunidad la belleza de los rasgos élficos de su víctima, como si le hiciese gracia la expresión de temor y sedición que se dibujaba en ellos. Cuando estaba a dos metros escasos, su sonrisa se acentuó enseñando unos dientes regulares y blancos como la nieve.
—Hola de nuevo, Eyrien —dijo con una voz bella y sugerente, hablándole en un élfico perfecto—. Al fin nos vemos... mutuamente. No te acordarás de mí, pero sabes de sobra que yo sí te he visto antes. Y seguro que tenías curiosidad por verme, ¿verdad? —Sonrió aún más, como si hubiese adivinado que en lo más oculto de su alma, Eyrien sentía la necesidad de saber cómo había sido su depredador—. Mi nombre es Ashzar. El tuyo, ves que ya lo sé.
Cuando lo tuvo lo suficientemente cerca, Eyrien levantó el pie derecho e intentó lanzar una patada al estómago del vampiro. Sin embargo él fu rápido también. Sacó una mano del bolsillo para cogerle el tobillo y con un movimiento seco se lo torció suavemente. Eyrien exhaló un gemido que quedó amortiguado por el pañuelo que le tapaba la boca. Cuando su pie magullado tocó el suelo de nuevo, tuvo que apoyar casi todo su peso en el pie sano, impidiéndole levantarlo sin perder el equilibrio. Al ver que el vampiro reanudaba su avance hacia ella, se aferró a su última posibilidad, el último argumento entre ella y la muerte, algo que sabía que podía disuadir al otro inmortal o irritarlo aún más. Canalizó tanta energía como pudo y encendió sus cabellos en un dorado tan intenso que iluminó toda la estancia. Era una creencia humana ridícula la de que los vampiros no soportaban el Sol, pero sí era verdad que las luces penetrantes dañaban sus ojos sensibles. Ashzar se detuvo en seco y giró bruscamente la cara para no recibir el brillo directo en sus claros ojos grises. Alzó una mano y golpeó a Eyrien en la mejilla con tal fuerza que le hizo perder la concentración que necesitaba para iluminarse tan intensamente.
—Eso ha estado muy feo por tu parte, elfa —le dijo el vampiro mientras la tomaba de la barbilla para obligarla a mirarlo y recuperaba poco a poco su anterior sonrisa—. Para ser heredera de tu pueblo y la hija de Subinion, tienes unos modales muy dudosos.
Eyrien se sentía aturdida. El miedo y el golpe le impedían pensar con claridad, por lo que tardó en darse cuenta de que la mano ni fría ni caliente del íncubo le acariciaba la mejilla que le acababa de golpear. Empezó a sentir la cercanía del peligro cuando notó que sus cabellos resbalaban por la espalda, dejando sus hombros al descubierto. El vampiro la observaba como si admirara el más bello trabajo de un escultor. Instintivamente, luchando contra la evidencia de su propio final, Eyrien intentó protegerse con los brazos, tirando impotente de las cadenas que la inmovilizaban. Aquello hizo sonreír a Ashzar.
—Desde luego no es una situación muy ventajosa para ti, ¿verdad preciosa? —dijo—. La verdad es que últimamente las cosas no te están yendo muy bien, princesita. Cualquiera diría que el destino está en tu contra. —Se rió suavemente—. Es una pena, porque eres muy hermosa. Sí, una de las elfas más hermosas que he visto nunca. Me gustaría verte el rostro entero.
Eyrien hubiese querido gritar. Se sentía indefensa como nunca antes. Aquella era una muerte indigna, injusta, y más injusto aún era que ella, una de los elfos más poderosos de la Tierra en aquellos tiempos, fuera a ver impotente como toda su magia pasaba a aquel ser fío y peligroso como la misma muerte. Si al menos hubiera podido defender lo que era suyo, si al menos hubiese podido comprobar que el vampiro era más fuerte que ella, que no hubiese podido vencerle en una lucha de verdad, que simplemente el vampiro merecía hacerse con su premio porque era mejor que ella... al menos así habría podido morir a sus manos sin culpa ni remordimiento.