—¿Nos protegerás tú? —le preguntó Eyrien a River intentando recuperar la calidez perdida.
—Lo haré, seguro —dijo River; el verde de sus ojos nunca había parecido tan evidente.
—¿Qué te pasa, River? —le preguntó Eyrien con menos diplomacia—. ¿Me lo vas a decir?
—Me temo que no, Eyrien —le dijo—. Tú no eres la única que tienes el derecho a guardarte tus secretos para ti misma. La intimidad no es un bien limitado a los elfos. Cuando decidamos sincerarnos el uno con el otro, entonces hablaremos sin tapujos todos. ¿No te parece más justo?
—Te estás acercando demasiado al fuego y vas a acabar quemándote, mago —dijo la elfa gélidamente—. No sé a qué juegas, pero estoy empezando a cansarme. Así que te lo advierto y ten muy en cuenta mis palabras: no me provoques.
—¿O qué? —le dijo River con más frialdad que ella.
Eyrien no respondió, pero entrecerró sus ojos gatunos de tal manera que a River le provocó un escalofrío. Eyrien se ensombreció y él se tumbó entre sus mantas. Ninguno de los dos durmió.
Al día siguiente, casi inmediatamente después de alzarse bajo los primeros rayos del sol, Killian empezó a tener la certeza de que por la noche, cuando él dormía, los acontecimientos se precipitaban a su alrededor. Mientras desayunaban y recogían sus pertenencias, River y Eyrien ni tan siquiera cruzaron una mirada y la tensión entre ellos era tan obvia que Killian tenía la sensación de que si extendía la mano entre ambos podría llegar a palparla. Mientras montaban de nuevo con una celeridad pasmosa que evidenciaba las ansias generales de acabar por fin aquel viaje, el príncipe meditó sobre la posible causa de aquella repentina tirantez entre ambos hechiceros, cuando parecían haberse llevado tan bien sólo dos días antes. Al fin y al cabo, parecía que iba a ser verdad la creencia común de los Bajos humanos, que pensaban que la magia acababa por afectar al intelecto de los que la manipulaban y que tarde o temprano los Altos humanos acababan por ganarse la antipatía de los elfos. Cerca del mediodía, cuando se detuvieron a hacer una comida frugal, Killian ya había comprendido que no se trataba sólo de que River se hubiera excedido en sus atenciones y que Eyrien le hubiera dado calabazas. Algo más profundo y peligroso se había gestado entre ambos.
Aquella tarde las miradas gélidas y calculadoras que ambos se dirigían cuando creían que el otro no los veía aumentaron en intensidad y amenaza. Killian sabía que nada podría hacer para interponerse entre ellos si iniciaban una pelea, así que se limitó a rezar a los dioses para que pudieran llegar a Sentrist sin que sucediera algo malo. Sin embargo, ya fuera porque estaban demasiado ocupados o porque, tal como decía Eyrien, los dioses simplemente no tenían conciencia, sus súplicas no fueron escuchadas.
Con la llegada del anochecer del eclipse, Eyrien empezó a sufrir signos de debilidad, aunque se guardó mucho de traslucirlo. Sabía que su energía se estaba debilitando, pues empezaba a sentirse vacía y desprotegida. La sombra más oscura entre las sombras del cielo que se acercaba a la Luna para amenazarla, también apagaba su magia. Al cabo de un rato, cuando el reborde oscuro del Sol empezó a interponerse frente al astro nocturno, Eyrien detuvo la marcha.
—Acamparemos ya —dijo mientras bajaba del lomo de Elarha—. Hoy necesito dormir.
—Bien, como tú desees —dijo Killian, que intentaba compensar la brusquedad de River con una mayor diplomacia.
Montaron el campamento en aquel silencio sepulcral que se había adueñado permanentemente del grupo. Eyrien casi no apartaba su mirada profunda del cielo, donde la Luna iba desapareciendo poco a poco, consumida por el disco solar. A la luz del fuego, el rostro de la elfa aparecía cansado, algo poco habitual en la infatigable inmortal.
—¿Te encuentras bien, Eyrien? —le preguntó Killian.
—Estoy bien, gracias —dijo Eyrien devolviendo a la tierra su mirada felina—. River, ¿podrías lanzar un escudo protector esta noche? Me sentiré más tranquila.
—Por supuesto —le respondió River, e hizo prestamente lo que le pedía.
—Bien, gracias —dijo Eyrien frunciendo el entrecejo—. Buenas noches.
—Buenas noches, Eyrien —le dijo Killian mientras veía ensombrecerse el cuerpo de la elfa.
Luego dirigió una mirada ceñuda a River, incapaz de entender qué le pasaba a su amigo. Al menos tenía el consuelo de que cuando llegaran a Sentrist y la elfa se ocupara de sus cosas, él podría hablar con el mago y descubrir qué era lo que le inquietaba. Se recostó entre sus mantas y se quedó dormido mirando el lugar donde ahora se ocultaba la Luna.
River se quedó despierto mucho rato más, hasta que oyó la respiración regular de Killian a su lado. Entonces se fijó de nuevo en el lugar donde estaba la forma ensombrecida de la elfa.
—¿Eyrien? —la llamó en un susurro.
Ella no respondió. La elfa no acostumbraba a descansar tan profundamente, sino que tenía una especie de sueño ligero que no cruzaba del todo el límite de la inconsciencia. Pero en aquel momento sí dormía de verdad, necesitada como estaba de descanso debido a la debilidad que la atenazaba aquella noche. En aquel momento no era nada más que una joven como todas las demás, pensó River, tan susceptible a los peligros del mundo como las otras. Luchó contra el sentimiento de protección que le despertaban aquellos pensamientos y se obligó a recordar lo que era la elfa en realidad: un ser muy peligroso cuya intención era asesinarlos por una causa de dudosa justicia.
Se levantó y, tan silenciosamente como pudo, se acercó al otro lado del débil resplandor que producían las ascuas del fuego. Cuando pensó que estaba cerca del cuerpo de Eyrien alargó lentamente una mano, intentando hallar a la elfa. Pronto sus dedos encontraron unos cabellos suaves y sedosos que se extendía sobre las mantas. River no pudo evitar un estremecimiento al acariciar los cabellos de Eyrien. Pero ahora que sabía dónde estaba, lanzó sobre ella el conjuro para el que se había estado preparando todo el día.
—Duérmela —le indicó a la magia en lengua feérica, concentrando todas sus capacidades mágicas en la forma oscura que tenía delante.
Incluso débil y dormida como estaba, River sintió que la mente de Eyrien luchaba instintivamente contra la profunda inconsciencia que él intentaba imponerle. Finalmente se rindió al sopor mágico, y River suspiró aliviado cuando supo que Eyrien ya no despertaría aquella noche. Sin duda al día siguiente, cuando hubiese recuperado sus fuerzas y su mente intentara despertar, rompería el conjuro como si fuera un fino cristal, pero de momento River tenía vía libre para hacer lo que se había propuesto. Volvió hacia sus alforjas y sacó de ellas un largo pañuelo y sus esposas feéricas, que habían sido una herencia recibida de su padre. Aquellas esposas feéricas que Eyrien misma le había regalado a su padre como un presente de bodas. River luchó por dejar de lado aquel pensamiento y centrarse en el uso de las esposas. Eran muy útiles porque eran irrompibles aun por la magia, y los grilletes no se abrían más que por orden del mago que las utilizar. Sus cadenas podían alargarse o acortarse cuanto uno quisiese, y abrirse por cualquier eslabón para después volver a unirse de nuevo. Con el pañuelo y las esposas en las manos, River volvió junto a Eyrien. Lo primero que hizo fue amordazar a la elfa para impedirle usar la magia, que era su arma más peligrosa, y tanteando le unió las manos a la espalda para ponerle las esposas. Luego se sentó frente a la figura sombría y la observó.
«Ya está», pensó respirando hondo. Acababa de convertir a Eyrien de Siarta en una prisionera y una enemiga declarada. Mientras miraba a la elfa sin verla, le pasó por la mente la idea de volverse atrás, de desatarla de nuevo, y hacer como si nada hubiese sucedido. Pero ¿y qué?, pensó luego. ¿Dejar entonces que fuera ella la que los matara con quién sabía qué finalidad? Miró a Killian, que dormía tranquilo y relajado entre sus mantas, y se lo imaginó muriendo igual que lo había hecho el geviniano, y a la elfa diciendo luego con tranquilidad: «es una pena, éste me caía bien; igual que el mago...». No, no podía permitir que eso sucediese. Al menos no sin saber primero cuál era la causa de aquel castigo. Si se comprobaba que los elfos seguían siendo leales a los humanos y que seguirían protegiéndolos y respetándolos, entonces River mismo liberaría a Eyrien y dejaría que lo matara sin oponer resistencia por su terrible osadía. Pero hasta entonces cumpliría su misión de mantener al heredero del trono de los Reinos Libres sano y salvo. Suspiró para relajarse y consiguió poner fin a todo pensamiento angustioso. Volvió a sus mantas, sabiendo que al día siguiente sería duro y peligroso; descubriría si había sido suficientemente escrupuloso con el amordazamiento de la elfa. Si no lo había sido, moriría sin remedio.
Al amanecer River se despertó bruscamente. Eyrien estaba intentando despertar y se había encontrado con que un conjuro se interponía entre ella y la conciencia. Se removió bruscamente e hizo añicos el hechizo con la fuerza de su mente mientras River se incorporaba. Alertado por los súbitos movimientos que se producían a su alrededor, Killian se incorporó también de golpe, completamente despierto. Buscaba a su alrededor el peligro mientras tanteaba con la mano derecha en busca de la espada. No encontró nada raro al principio, sólo a River y a Eyrien que volvían a mirarse con expresión de odio y a los caballos que relinchaban nerviosos. Pero en cuanto su cerebro acabó de asimilar la fugaz imagen que había recibido de la elfa, se puso blanco y sintió que la cabeza le daba vueltas. Killian miró a Eyrien con profundo horror, preguntándose por qué la dama de los elfos había amanecido amordazada con uno de los pañuelos de River y encadenada con sus esposas feéricas.
—¿Te has vuelto loco? —le gritó al mago mientras hacía ademán de levantarse para liberarla.
—Espera —le dijo River reteniéndolo del brazo con fuerza—. Espera, Killian.
El príncipe se quedó sentado donde estaba, demasiado perplejo como para comprender lo que estaba sucediendo. Miró a River, que estaba sereno, y luego miró a Eyrien, y se quedó asombrado al descubrir que ella no parecía sorprendida sino más bien resignada. Miraba a River mientras se palpaba las esposas como si reconociese algo en ellas.
—Esto es una pesadilla... No puede ser otra cosa —consiguió decir Killian finalmente—. ¿qué está pasando aquí?
—Que ha llegado el momento de forzar un poco la sinceridad entre nosotros —dijo River—. A ver qué te parece, Eyrien. ¿Te parece éste un buen lugar para sincerarte?
—Debería haberlo sabido —dijo telepáticamente Eyrien comprendiendo al fin, provocando que Killian diera un respingo—. Me seguiste.
—¿Qué...? —dijo el príncipe arsiloniano sin entenderles.
—Eyrien no es lo que parece, Killian —dijo River con una sonrisa amarga.
—No te entiendo —dijo Killian—. ¿No es la Hija de Siarta? ¿Es una impostora?
—No, Killian. Sí es la Hija de Siarta. Pero también es una Cazadora —dijo River—. La vi asesinar a un hombre en Gevinen cumpliendo aquel misterioso encargo de Tirenia.
El príncipe abrió mucho los ojos y miró a Eyrien, pero ella no se defendió de la acusación.
—No puede ser... —dijo Killian, aunque luego sacudió la cabeza—. Pero seguro que ese hombre se lo merecía. ¡Y ésa no es excusa para hacerle esto a la Hija de Siarta!
—Ésa no, pero que tú y yo seamos sus próximas víctimas sí —dijo River, y se giró hacia Eyrien—. Te oí decírselo al Elfo Ígneo.
—Así que me estuviste espiando —resonó la voz de Eyrien en su cabeza.
—Te dije que si no me explicabas tú las cosas, las averiguaría por mí mismo —le respondió River—. Y parece que he hecho bien.
—No es cierto —dijo Killian, negando incrédulo con la cabeza—. Di que no es verdad, Eyrien.
—Sí, lo es —dijo la elfa—. Es verdad. Olvidas que no puedo mentir, Killian.
Killian reaccionó igual que si le hubiesen dado un puñetazo. A Eyrien le pareció lo mejor. No era el despecho lo que iba a provocar la subversión del mago, sino el descubrimiento de que iba a ser asesinado por un Elfo. Eyrien se sentía como un simple instrumento del destino, porque parecía que fuese de la forma que fuese, éste le había escogido como desencadenante de aquella profecía. Ella misma había provocado el odio del mago hacia su especie, y ella misma tendría que aplacarlo con su muerte. Ahora ya no le quedaba más remedio, si encontraba la oportunidad tendría que acabar con la vida de aquellos dos jóvenes que juntos podían movilizar a todos los humanos contra los elfos. Pero quizás, pensaba también Eyrien, ahora que se habían cambiado las tornas, si ellos la mataban quizás se contentaran con eso. Quizás las cosas volverían a encauzarse para todos los demás sacrificando sólo su vida. Por eso prefería que River y Killian supieran a lo que se enfrentaban realmente. Así que cuando River le preguntó si eran los protagonistas de aquellas profecías que formulaban los Sabios de Siarta, dijo la verdad.
—Sí —dijo sin rodeos—. Y ahora ya no hay vuelta atrás. Yo tengo que impedir que se cumpla.
Hubo un momento de silencio. El príncipe de Arsilon se había quedado bloqueado; mirándola con expresión de sentirse traicionado. A Eyrien le supo mal, había llegado a caerle bien el Bajo humano.
—Pero ¿por qué, Eyrien? —le preguntó River mirándola fijamente, y ella sintió pena al ver el primer rastro de emoción contenida en los ojos del mago—. ¿Por qué nosotros?
«Porque yo lo he provocado», pensó Eyrien con angustia. «Porque yo me he interpuesto en vuestro camino y he marcado el fin de vuestras vidas, o de la mía». Pero no dijo nada.
—¿Qué vamos a hacer? —dijo Killian mirando a River. Luego la miró a ella, intentando reencontrar bajo aquella máscara gélida a la elfa que había llegado a considerar una amiga—. Eyrien, ¿tú nos matarías, así sin más?
—Hazte a la idea, humano. Si cometéis el más mínimo error y me dais la oportunidad, os mataré a ambos. Tengo una misión que cumplir, y ya no puedo permitirme más demoras.
River se alzó y llamó a Killian para hablar con él. Eyrien estuvo a punto de decirles que seguía oyéndolos a aquella distancia, pero finalmente se calló.
—No podemos soltarla, pero tampoco podemos matarla. Sigue siendo la dama élfica de Siarta. Y yo... —decía River, mostrando al fin la duda y la culpa que lo consumían por dentro.
—¿Y qué profecía es ésa que dices que tú y yo somos un peligro para nadie? —dijo Killian incrédulo—. Me estoy asustando, River. Yo no soy un traidor, y tú tampoco. Incluso empiezo a pensar que los traidores son los elfos.