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Authors: Carolina Lozano

Tags: #Fantástico

La cazadora de profecías (22 page)

BOOK: La cazadora de profecías
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—Vaya —dijo Killian, que parecía hondamente consternado—. Es... muy triste, realmente. Ahora entiendo un poco mejor a los territorios neutrales; supongo que el miedo hace débiles a nuestros corazones, no somos como vosotros.

—Sin embargo también hay humanos valientes, Killian —dijo Eyrien sonriéndole—. Lo más importante es que no desfallezcáis, ¿comprendes? Debéis manteneros firmes por difíciles que se presenten los tiempos. Sólo así conseguiréis la libertad, y nosotros no os abandonaremos.

Killian asintió sintiéndose algo sorprendido por la vehemencia de la elfa, que parecía creer que ellos podían llegar a titubear en algún momento. El joven príncipe se ensimismó en sus propias meditaciones, y no atendió cuando River volvió a hablar a la elfa.

—¿Crees que si los humanos renegados caemos, los elfos correréis peligro? —dijo River.

—Los elfos somos más poderosos —dijo Eyrien—. Pero Esigion puede concentrar tropas y tropas y construir más gólems, y los elfos somos pocos y estamos muy dispersos, de forma que no formamos un bloque unido que demuestre nuestra superioridad. Seguramente resistiríamos cada raza en nuestros recónditos hogares, pero perderíamos la paz que tan necesaria es en nuestras vidas. Además, si viéramos convertirse a nuestros hogares en un erial estéril y marchito como el Continente Sur —dijo la elfa con los ojos oscurecidos como pozos de melancolía—, el dolor sería insoportable y la pena desgarraría nuestras almas. Moriríamos con el debilitamiento de nuestras tierras... nuestros dioses, como tú los llamas.

—Sería una pérdida terrible para el mundo si a los elfos os sucediese algo —dijo River.

Eyrien se giró a mirarlo, descubriendo en la intensidad de la mirada del Alto humano todo lo que no habían dicho sus palabras. Y se descubrió devolviéndole una sonrisa cálida y sincera que antes jamás se habría permitido. Rápida pero serenamente desvió la mirada, centrándose de nuevo en la vereda que se abría entre los árboles cada vez más escasos. «No debo permitir que el muchacho se forje falsas esperanzas» se dijo recobrando su fría serenidad, dispuesta a romperle el corazón al mago si era necesario por su propio bien. Aunque de pronto se le heló la sangre. ¿Y si era el despecho por su indiferencia lo que provocaba que River se volviera contra ella y lo que tenía que ver con ella, respaldado y comprendido por su amigo del alma, el príncipe de Arsilon?

Eyrien sabía que los humanos eran capaces de dejarse llevar por los arrebatos de los sentimientos pasionales, cegándose a la justicia y apartándose de la integridad. Y no cabía duda, sobre todo después de aquellas últimas palabras teñidas de sentimientos ocultos, de que el mago, como muchos otros, la había dejado entrar en su corazón sin ambages. Pero River no era un humano cualquiera que pudiese vivir con el dolor de un amor imposible, sino que era el Alto humano con mayor poder innato de cuantos albergaban los Reinos Libros y el futuro consejero del rey de Arsilon. Algo angustiada por aquel pensamiento, Eyrien optó por mantener a partir de aquel momento las distancias con el mago mientras estuviesen juntos, y que River mismo se diera cuenta del profundo abismo que los separaba sin que tuviera que sentirse herido.

Lo que no sabía Eyrien, mientras volvía a adelantar a Elarha para situarse por delante de ellos, era que River había estado meditando también aquellos mismos asuntos y que ya había llegado a apreciar aquella barrera insalvable que lo mantenía lejos de ella. No quería perder la amistad de la elfa por ganarse un cariño que no tenía futuro alguno. Por no pensar siquiera en que Eyrien era muchísimo mayor que él y que, paradójicamente, seguiría siendo muy joven cuando él envejeciese y muriese. Además, aquéllos no eran tiempos para dar rienda suelta a los sentimientos, sobre todo si éstos podían alterar las avenencias políticas de dos pueblos que necesitaban mantenerse unidos. Por ello, y para cuando las inmensas puertas de la muralla del norte de Gevinen aparecieron a su vista en el fondo del valle, iluminado por el sol rojizo del atardecer, River ya había decidido que no sería él quien provocara que la elfa acabara cansándose de los débiles y molestos humanos.

Elarha se detuvo y Adrastea y Jano hicieron lo mismo, mientras Eyrien se giraba sobre sí misma para sacar de la alforja la capa de viaje que la protegía de las miradas indiscretas.

—La mayoría de gentes que entran a estas horas por las puertas de Gevinen son aldeanos y campesinos. No tenemos que preocuparnos de ellos, pues la mayoría nos apoyan íntimamente, pero a mí me temerían —dijo la elfa—. A partir de ahora seguiremos a pie, porque nuestros caballos élficos resultan demasiado vistosos. Dentro de la ciudad encontraremos gente de confianza y un lugar seguro para pasar la noche. Cuando salgamos por las puertas del sur de aquí a unos días tras despachar nuestros asuntos, nos estarán esperando.

—¿Tenemos asuntos que atender en Gevinen? —preguntó Killian, pero Eyrien parecía ocupada y el joven príncipe pensó que no le había oído.

River no cayó en ese fácil error, porque él no olvidó que el oído de la elfa era lo suficientemente fino. No había duda de que sí le había oído con total claridad, y River se preguntó por qué Eyrien no había querido contestar tan descaradamente. Pero no se preocupó demasiado, ya que cuando llegaran a Gevinen descubriría el problema tarde o temprano. Tanto si ella quería como si no, se dijo River desafiante. Siguieron andando camino abajo, y para despejar la angustia River decidió aclarar un tema que le aguijoneaba la curiosidad desde hacía días.

—Oye, Eyrien —dijo avanzando junto a la figura encapuchada de la elfa—. Freyn dijo un día que, como Umbra, Elarha llevaba largo tiempo a tu lado. ¿Cómo puede ser? Umbra es tu protector inmortal, pero los caballos no viven más de veinte años.

Eyrien se giró hacia él, pero para variar no contestó. Y aunque sus rasgos quedaban ocultos bajo su capucha, River se imaginó la ambigua sonrisa de sus labios azules y la chispa de burlona diversión en los ojos de la inmortal tan claramente como si nos estuviese viendo. Sonrió encantando, sin saber que cada paso que lo acercaba a aquella ciudad lo abocaba a un destino en que tendría que tomar decisiones que harían cambiar sus vidas para siempre.

11
Gevinen

Mientras se acercaban cada vez más a las murallas de Gevinen y empezaban a ver a la gente que se acumulaba fuera como un hormiguero humano, River empezó a darle vueltas a algo que empezó a inquietarle en cuanto vio a los guardias que, vestidos de negro, se apostaban vigilantes a ambos lados de las puertas.

—Eyrien ¿cómo vas a conseguir tú pasar desapercibida? —dijo—. No vas a poder ocultarte bajo ese manto para siempre y, no te ofendas, tu aspecto inhumano llamará bastante la atención.

—No te preocupes, joven Humano —dijo la elfa encabezando la marcha con determinación—. He hecho esto durante décadas. Cuando tu abuelo aún correteaba en pañales por algún rincón de la inmadura Udrian, yo ya me dedicaba a entrar clandestinamente en las Ciudades Neutrales.

—Visto así —dijo Killian alzándose de hombros, y aceleró el paso para seguir el ritmo de las largas piernas de la elfa.

Cuando ya estaban cerca de la pequeña multitud, que aprovechaba los últimos momentos del día para entrar en la ciudad antes de que se cerraran las puertas, River y Killian se pusieron también sus mantos. A ellos la capucha no les ocultaba el rostro como a Eyrien, pero servía para que los tres fuesen uniformados de forma similar y ella no llamara tanto la atención. Cuando ya estaban en la senda empedrada se vieron obligados a detenerse tras una pequeña caravana de carros de heno. En la puerta, los guardias revisaban un carro.

—Bueno, al menos somos los últimos de la fila y no nos tocará esperar entre un carro de cerdos y otro de estiércol —dijo Killian, mirando el lado bueno.

—¿Tendremos problemas con los guardias? —preguntó River, que como era alto podía ver entre las cabezas de la gente lo que sucedía en la puerta.

—Si tienes oro no tienes problemas —dijo Eyrien—. Es lo bueno de esa gentuza poco escrupulosa de los Reinos...

No acabó la frase al oír unos pasos a su espalda. Al cabo de un momento apareció a su lado una aldeana joven que, a juzgar por las manchas de barro y clorofila que adornaban sus sandalias y los bajos de su vestido, llegaba tarde de trabajar en los campos de las afueras. Era una chica joven y de aspecto humilde, y sujetaba en brazos a un niño de unos cuatro años que era tan rubio como ella y que estaba sucio pero satisfecho; seguramente habría estado todo el día jugando feliz entre la hierba mientras su madre trabajaba los campos bajo el sol abrasador. La muchacha observó con muda desconfianza a la figura encapuchada que se hallaba a su lado, y se sintió visiblemente incómoda; en aquellos tiempos no podía confiarse en mucha gente de la que se veía por los caminos, y menos en los que no querían dejarse ver.

—Buenas tardes tengas —le dijo Eyrien, ocultando el timbre sobrenatural de su voz.

—Buenas tardes tengáis vos —dijo la aldeana, mucho más relajada al adivinar por la voz dulce de su interlocutora que bajo aquel manto oscuro se ocultaba una joven dama.

Luego dirigió una rápida y tímida mirada a los dos acompañantes de la joven, y como vio rostros amables y reconoció la ascendencia élfica de River, sonrió. River sonrió también un rato después, cuando, como solían hacer todos los aldeanos de todos los imperios, la muchacha empezó a dar conversación a su compañera de espera como si fuesen ya viejas amigas; al fin y al cabo, la comunicación humana seguía siendo gratis y el único entretenimiento para los que no tenían nada. Eyrien acabó hablando con ella sobre el tiempo, las cosechas y las incomodidades de la ocupación de la ciudad. Cuando descubrió dos de sus largos dedos para acariciar la mejilla del niño y adular su hermosura, la muchacha sonrió con el orgullo arraigado y desmedido de la madre primeriza y le explicó todas las maravillosas ocurrencias con que la agasajaba su hijo, haciendo que aquella vida tan sacrificada y menesterosa valiera la pena.

—¿Y vos tenéis hijos? —acabó preguntándole la muchacha a Eyrien.

Aquella vez Eyrien se tomó su tiempo para contestar, y River adivinó que se había quedado aturdida por la pregunta.

—No, no —dijo finalmente la elfa con tono divertido—. En... mis tierras se me considera demasiado joven para pensar en tener hijos.

Mientras la aldeana asentía comprensiva, River pensó que desde luego a Eyrien se la debía considerar demasiado joven para tener hijos en «sus tierras». Unos cuatrocientos años demasiado joven, pensó, y soltó una carcajada ganándose un codazo de Killian en las costillas. Así siguieron avanzando y deteniéndose, mientras, el niño iba poniéndose nervioso considerando que llevaba ya demasiado tiempo inactivo en brazos de su madre. De pronto estiró uno de sus brazos y le arrancó la capucha a Eyrien de un tirón. A River le dio la sensación de que alguien había lanzado un conjuro para ralentizar el tiempo mientras veía cómo la joven aldeana se quedaba blanca al ver los rasgos delicados y los cabellos, los ojos, las cejas y los labios azules de la elfa. Eyrien se giró tan rápido hacia ellos y debía tener tal expresión de descontento que el niño se puso a llorar aterrado y su madre no hizo lo mismo porque la detuvo el dedo que Eyrien se llevó a los labios.

Todo esto, sin embargo, ocurrió en pocos segundos, porque para cuando los carreteros que tenían delante se giraron a ver qué sucedía, sólo vieron a una Alta humana muy bella y a una aldeana pálida y deslustrada a su lado que sostenía a un niño que se desgañitaba llorando. Cuando estuvo seguro de que los campesinos volvían a sus propias cosas considerando que no había nada digno de ver salvo una mujer hermosa, River miró algo angustiado a Eyrien. Temió que, molesta como estaba por aquel percance, tomase decisiones drásticas para silenciar a la aldeana. Se sorprendió al descubrir que en el rostro ilusionado de Eyrien no había ira sino sincera compasión. La aldeana estaba al borde de las lágrimas y se había quedado paralizada mientras abrazaba a su hijo con fuerza, en un intento vano pero instintivo de protegerlo.

—No voy a hacerte daño —le dijo Eyrien.

La muchacha aún seguía clavada al suelo, respirando entrecortadamente y oponiéndose al instinto de huir tan lejos como pudiese. En sus brazos el niño seguía llorando desconsolado y aterrado, enterrando el rostro en el cuello de su madre y agarrándose a sus cabellos como si tuviese miedo de que fueran a separarlo de ellos.

—De veras, no tienes que temerme —le dijo Eyrien a la muchacha, que aún la miraba con terror—. Pero tienes que guardarme el secreto. Si los soldados de la puerta me descubren, mis compañeros y yo estaremos en peligro.

La muchacha volvió a mirar entonces a River y Killian, reparando en que ellos sí eran humanos y considerando que si se atrevían a viajar con la elfa, ésta no podía ser tan malvada. Cuando volvió a mirar a Eyrien y ésta le dedicó una de aquellas sonrisas cálidas y luminosas, la chica acabó por asentir valerosamente y seguir andando, aunque algo más alejada de ellos y sosteniendo a su hijo al otro lado, intentando tranquilizarlo para que dejara de llorar. River y Killian dirigieron una última mirada vigilante a la aldeana cuando llegaron a las puertas, pero enseguida centraron su atención en el jefe de los soldados cuando éste les ordenó que se bajaran las capuchas también. Era un hombre corpulento como un armario y de aspecto burdo, y enseguida fijó en Eyrien sus pequeños ojos malévolos.

—¿Qué hacen dos Altos humanos y un caballero entrando en la ciudad a estas horas de la noche? —preguntó el soldado con un acento extranjero que enseguida adivinaron maelvaniense—. No es que me importa que tú entres, desde luego, aunque quizás después me cueste más dejarte salir —le dijo a Eyrien pasándose la lengua por los labios y riéndose de su propia gracia.

—No preguntes y no tendremos que negarnos a responder —le dijo ella ignorando su último comentario mientras ponía cinco monedas de oro norteño en la mano callosa del soldado.

Éste las miró y se las metió en un bolsillo oculto de la pechera del uniforme, haciendo una parodia de reverencia para invitarlos a cruzar las puertas. Sin embargo ni siquiera despegó su mirada del rostro de Eyrien cuando alargó el brazo para detener a la joven aldeana, golpeándola en el pecho sin ningún miramiento. Killian, River y Eyrien se detuvieron a un tiempo y se giraron a ver lo que sucedía con la joven.

—¿Por qué llora tanto ese mocoso? —le preguntó el soldado a la muchacha.

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