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Authors: Carolina Lozano

Tags: #Fantástico

La cazadora de profecías (23 page)

BOOK: La cazadora de profecías
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—Es que ha visto una serpiente y se ha asustado.

—Pues lo que yo creo —dijo el soldado, rascándose la barba con una uña larga y sucia—, es que ese niño infestará a toda la ciudad con su peste.

—¡Eso es mentira! —exclamó la aldeana, con tal mueca de odio que enseguida resultó claro que sufría los abusos de los soldados maelvanienses por enésima vez.

—Bueno, quizás... —dijo el soldado, haciendo ver que meditaba algo concienzudamente—. Quizás, yo podría hacer la vista gorda por digamos... dos piezas de oro.

—¡Yo no tengo dinero! —exclamó la muchacha impotente y al borde de las lágrimas, abrazando nuevamente a su hijo con toda la fuerza de que era capaz.

—Entonces pasarás la noche fuera con los chupasangres —le dijo el soldado con diversión.

Cuando a una seña de su capitán los soldados se dispusieron a cerrar las puertas dejando a la chica fuera, Eyrien se interpuso en su camino a tal velocidad que, si los soldados lo hubiesen pensado, sin duda les hubiera parecido extraño. Sin embargo aquellos hombres sólo tenían ojos para ver a una jovencita hermosa que les barraba el paso con graciosa aunque, según ellos, vana determinación.

—Dejadla en paz —dijo Eyrien en voz baja—. ¿Es oro lo que queréis? Pues tened oro.

Sacó de su alforja un puñado de oro tan grande que quitaba la respiración. Alargó el brazo, pero cuando el jefe de la guardia abría su mano para recoger las monedas ella las dejó caer al suelo, donde rodaron y se mezclaron con el polvo del camino. Fue una visión triste y muy esclarecedora el ver a aquellos soldados arrastrándose por el suelo y rebuscando las monedas como si fueran perros famélicos en busca de alguna migaja de pan. Incluso la joven aldeana se quedó mirándolos con más repulsión que respeto; acababa de descubrir que aquellos soldados eran aún más míseros que ella. Sin embargo el cabecilla seguía en pie, sabiendo que luego podría despojar a sus hombres de todos sus hallazgos con total impunidad, y miraba a Eyrien.

—Parece que tienes bienes de sobra de los que despojarte, Alta humana —dijo—. Aunque podrías quedarte con tu valioso oro si me ofrecieras otro tipo de... bienes, de los cuales pareces estar bien servida también. Las noches de un capitán de la guardia son aburridas y solitarias.

Eyrien fijó en el soldado su mirada casi negra y alzó una ceja con lentitud mientras se iba esbozando en su rostro una expresión de gélida cólera. Temiendo que la elfa perdiera finalmente los estribos y casi sin pensar, River la agarró de los brazos y la separó del soldado con firmeza.

—La doncella ya tiene compañía —le espetó al maelvaniense—. Coge el oro y déjanos en paz.

—Tienes suerte de ser un «respetable», gallito —dijo el soldado con desdén—. No sé por qué se supone que a los magos de pacotilla hay que respetaros como si fueseis de la nobleza. ¡Venga! Salid todos de mi vista, antes de que decida que vale la pena desobedecer las leyes y darte una paliza.

—Me gustaría verte intentarlo, imbécil —murmuró Killian para sí mientras se apresuraba a rodear con un brazo protector a la aldeana y a su hijo lloroso para llevárselos.

Se dirigieron en silencio a un callejón cercano para desaparecer de la vista de los soldados de las puertas. Cuando torcieron la esquina y se encontraron en una calle solitaria se detuvieron y Eyrien se acercó a la aldeana antes de que ésta encontrara el momento de salir huyendo.

—Gracias —le dijo con sinceridad, sonriéndole cordialmente—. Tu conducta ha sido más valerosa y honorable que la de muchos hombres que se hacen llamar caballeros.

La muchacha se irguió de orgullo.

—Seguro que por mucho que seáis una elfa, vos no sois tan malvada como esos cerdos mezquinos —dijo con ímpetu, aunque enseguida se arrepintió y miró a Eyrien con temor.

Sin embargo ella volvía a buscar algo entre sus pertenencias, hasta que encontró lo que buscaba. Cuando abrió la mano, la orquídea de zafiro que le hubiera regalado Eriesh refulgía en su mano bajo la tenue luz de las antorchas cercanas. Se la ofreció a la aldeana.

—Yo... ¡no puedo aceptarla, señora! —dijo la muchacha, aunque su mirada de desesperada avidez delataba lo mucho que ansiaba aquella joya para acabar con las penurias de la familia.

—No te estoy pagando por tu silencio, humana —le dijo Eyrien, manteniendo la joya en su larga palma abierta—. Te estoy haciendo un regalo y me ofenderías si no lo aceptaras.

No volver a afrentar a una elfa le pareció a la muchacha una excusa más que suficiente para alargar una mano temblorosa y coger el zafiro de mano de Eyrien. Les dio mil gracias a todos y juró guardar silencio para siempre, después se apresuró a tomar el camino a su casa ocultando tan valioso regalo entre lo más profundo de sus ropas. Y pensar que para Eyrien aquella joya no tenía más valor que el cariño con que se la había dado Eriesh...

—Vamos —dijo Eyrien sacándolos de su ensimismamiento.

—Hoy he aprendido tres cosas que recordaré toda mi vida —dijo Killian mientras enfilaban una calle algo más concurrida—. Que el oro realmente compra a todos los descerebrados, y que ni los humanos somos tan maleables ni los elfos tan despiadados.

—Es una buena lección —dijo Eyrien con una sonrisa en sus labios falsamente encarnados.

A ellos llegaban las voces y los aromas típicos de una gran ciudad mientras veían a los últimos comerciantes recoger sus paradas por aquel día antes de volver al calor del hogar. Eyrien llamaba sin quererlo la atención de todos los hombres con que se cruzaban, que se la quedaban mirando hasta que la posibilidad de darse contra un poste los obligaba a mirar de nuevo delante.

—Incluso como Alta humana eres demasiado llamativa y vamos a acabar teniendo un disgusto —dijo River poniéndole la capucha y volviendo a ocultar su rostro.

Eyrien se giró hacia él en la creciente oscuridad y lo miró con sus brillantes y azulados ojos gatunos reluciendo en la negrura del interior de su capucha.

—¡Y no hagas eso! —dijo River nervioso, mirando a su alrededor por si alguien lo había visto.

—¿Quieres calmarte, mago? —dijo la elfa con guasa—. ¿Acaso crees que es la primera vez que los hombres se me quedan mirando como tú crees haber descubierto ahora? Deja de comportarte como si fueras mi guardaespaldas, porque si alguien tiene que acabar haciendo de niñera aquí seré yo.

Killian se rió mientras miraba los comercios y las tabernas que iban dejando atrás. Después del susto de la puerta se sentía más tranquilo y confiado. Mientras se dejaba guiar por las calles abarrotadas de personajes exóticos, pensó que viajando con Eyrien casi no hacía falta ni pensar; sólo dejarse llevar y aprovechar para observar las tonalidades del mundo.

Cuando ya los últimos rayos del sol se perdían tras los muros de la muralla, Eyrien les señaló una taberna de aspecto pulcro y acogedor que se levantaba al otro lado de la calle adoquinada. Sorteando a las gentes que, tras la dura jornada de trabajo, buscaban el mejor lugar para olvidar las penas y entornar un par de canciones, llegaron hasta su puerta. En cuanto entraron les llegó el olor de la leña del fuego y de la cena a medio hacer, y las voces de los gevinianos que charlaban, reían y cantaban una canción al son del piano. Era un lugar ruidoso y abarrotado de gente, pero los inquilinos parecían gentes de bien. Eyrien se acercó hasta la sala principal y se detuvo a un extremo del mostrador, aún con la capucha puesta. Un mozo que servía bebidas reparó en ella y se acercó corriendo a un hombre fondón de aspecto sencillo que charlaba con unos comensales. El mozo le cuchicheó algo y el tabernero miró a Eyrien, se limpió las manos en el delantal que le colgaba de la panza y se acercó.

—Buenas noches, Druon —dijo Eyrien, en voz baja pero sin ocultar el timbre élfico de su voz.

—¡Ah...! —dijo el posadero, e inclinó la cabeza con respeto—. Es un honor, como siempre.

—Gracias, posadero —respondió Eyrien—. Necesitaré el alojamiento habitual, más una habitación contigua para mis acompañantes.

El posadero reparó entonces en Killian y River, y no ocultó su sorpresa al ver que eran humanos. Entonces se los quedó mirando más fijamente, especialmente a River.

—Te presentará a mis acompañantes en otro momento —le dijo Eyrien—. Si nos llevases ahora a nuestros aposentos, podríamos refrescarnos tras el viaje.

—Enseguida.

Se fue hacia el mostrador y llamó a su mozo, pero ni Killian ni River supieron qué le decía porque siguieron a Eyrien por un pasillo lateral hasta detenerse ante una solitaria puerta. El posadero llegó enseguida con un manojo de llaves y abrió la puerta, asegurándose de que ningún huésped pasaba por allí en aquel momento. En el interior de la estancia sólo había un escritorio y un par de anaqueles de libros, pero de las paredes colgaban más antorchas de las que habrían sido necesarias en un lugar tan pequeño. El hombre cogió una y pidió amablemente a River que cogiera otra, entonces retiró una estantería de la pared para descubrir una puerta disimulada. Tras bajar una escalera con la única luz de sus antorchas, recorrieron un túnel subterráneo que, por los cálculos que hizo River, debía llevar casi hasta la muralla sudeste de la ciudad. Luego volvieron a subir unas escaleras y, tras otra puerta, encontraron un amplio recibidor con varias puertas.

—Gracias, Druon —dijo Eyrien—. Permaneceremos dos o tres días en la ciudad, así que ten dispuesta gente que pueda traernos información. ¿Hay alguien más alojado aquí?

—No, señora, sólo ustedes —dijo solícito el posadero—. ¿Sois... la dama Tirenia?

—No, soy Erynie —dijo Eyrien descubriéndose al fin.

—Ah, un honor teneros como huésped, mi dama —dijo Druon entrecruzando los dedos en un raro gesto de plegaria—. Se hará como decís, no tenéis más que ordenar lo que necesitéis. Enseguida haré llamar al mago libre que se encuentra más cerca. —Luego se giró hacia River y Killian y, mirándolos a ellos con gesto bonachón, dijo—: En mi humilde posada gozaréis de buenas comidas y buenas conversaciones, pues no hay lugar para las malas compañías. ¿Me equivoco al pensar que este joven es hijo de la Casa de los Tres Elfos?

—Pues no te equivocas Druon, es el hijo de Lander —reconoció Eyrien—. Y también tienes el honor de hospedar al heredero de Arsilon.

Druon abrió mucho los ojos e hizo una nueva y respetuosa inclinación de cabeza.

—Es un verdadero honor hospedar en mi casa a dos futuros caudillos de la Alianza.

—Eres muy amable —dijo Eyrien—. En caso de que nos vayamos sin avisar te dejaremos aquí una bolsa de oro.

—Ya sabéis que no es necesario, mi dama —dijo el posadero.

—Insisto —dijo Eyrien en tono terminante.

Druon asintió agradecido con la cabeza y, tras despedirse cortésmente, se fue por donde había venido, dejando las llaves en una mesilla junto a la puerta. Eyrien se giró hacia ellos y sonrió.

—Bienvenidos a la Gevinen clandestina —dijo.

—¿Por qué te ha preguntado si eras Tirenia? —le dijo River con el ceño fruncido.

—Porque ella viene también por aquí a veces —dijo Eyrien con un claro tono de no querer seguir hablando del tema—. Acomodaos y cambiaos de ropa. Luego iremos a la taberna a cenar y podréis relajaros un rato. Como ha dicho Druon, la gente de aquí es de confianza, así que podéis beber hasta hartaros —dijo creyendo conocer las costumbres de los jóvenes varones humanos.

Ella entró en su propio dormitorio, sin mirar a River de nuevo ni una sola vez, quizás para no tener que admitir que se había dado cuenta del aspecto molesto y desconfiado del mago. Una vez más la elfa había rodeado una pregunta directa con grosera impunidad. Y River, que se daba cuenta de que había muchas más preguntas que respuestas, empezaba a sentirse ya molesto de verdad. Allí era Eyrien solamente la que decidía lo que ellos debían saber, pero River ya no estaba dispuesto a seguir acatando aquella norma impuesta.

Después de husmear un poco en todas las habitaciones, River y Killian se quedaron juntos en una grande y espaciosa que tenía dos lechos y una ventana de cortinas opacas que daba, como había adivinado River, al extremo sudeste de la ciudad de Gevinen. Que ya no estaban en la posada era un hecho claro, y mientras River desempacaba sus cosas para cambiarse de ropa y refrescarse en la jofaina de agua que tenía junto al lecho, se preguntó si el posadero sería un geviniano renegado o un aldeano libre infiltrado. Killian se había tumbado un rato en la cama a descansar y miraba al techo de vigas de madera pulida.

—¿Por qué tengo cada vez más la sensación de que Eyrien nos oculta cosas? —preguntó mientras River se quitaba las botas y las lanzaba a un lado de la habitación.

El mago se lo quedó mirando un momento, contento de que ambos se hubieran dado cuenta y no fuesen sólo imaginaciones suyas.

—Porque una de dos: o cada vez nos oculta más cosas, o cada vez se molesta menos en ocultar lo que no quiere que sepamos —contestó—. Me gusta Eyrien, pero debería ser un poco más clara. Así no podremos confiar nunca en ella.

Luego se levantó, se quitó la camisa y fue a lavarse la cara antes de ponerse ropa limpia.

—Es que yo creo que
no
quiere que confiemos más en ella —dijo Killian—. Parece como una prueba de lealtad, o de paciencia. Me pregunto si con mi tío también fue así de reservada; ahora parecen llevarse estupendamente.

—Pues no lo sé —dijo River sentándose en el borde de su cama para ponerse otras botas—. Pero yo no estoy dispuesto a seguir siendo la sombra ignorante de Eyrien. Si no fuera porque es quien es, diría que es una jovencita mimada y demasiado acostumbrada a salirse con la suya.

En aquel momento sonaron unos suaves golpes en la puerta.

—La jovencita mimada se ha cansado de esperaros aquí fuera, así que irá adelantándose hacia la taberna —resonó la voz de Eyrien en el exterior—. Os dejaré la antorcha, pues yo no la necesito. Y coged las llaves antes de salir.

Poco después se oyó la puerta principal al cerrarse y luego sólo más silencio. Cuando tuvieron claro que Eyrien no iba a chamuscarles los dedos como castigo, se relajaron un poco y River se llevó turbado una mano a la nuca.

—Desde luego, tus dotes de conquistador son insuperables, River —le dijo Killian con sorna—. Tú sigue así y conseguirás que Eyrien nos eche a los guls en cuanto lleguemos a Sentrist.

River ni siquiera respondió, estaba demasiado ocupado en dedicarse unos cuantos improperios a sí mismo y decidiendo de qué manera podría mirar de nuevo a Eyrien a la cara sin enrojecer o sin sentirse un crío maleducado. Mientras esperaba sentado en el borde de la cama a que Killian se cambiara de ropa, acabó decidiendo que él sólo había dicho lo que pensaba y que, si a Eyrien no le gustaba, podía sincerarse un poco con ellos. Así que, para cuando abandonaban la habitación y enfilaban de nuevo el largo pasillo, River ya estaba del todo convencido de que no tenía nada que reprocharse a sí mismo.

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