La diadema de las ocho estrellas / El secreto de la diligencia (15 page)

BOOK: La diadema de las ocho estrellas / El secreto de la diligencia
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—¿Conocía usted al viejo Dobbs? —preguntó Irina.

El fraile asintió:

—Sí. Era un viejo minero que se había tostado bajo todos los soles del Oeste. Era uno de los más empeñados en la busca del oro. Al fin y al cabo era su oficio.

—Parece ser que en San Antonio Abad me necesitan —dijo
El Coyote
.

—Eso parece —replicó el fraile.

—Iré allí.

—Recuerde lo que hemos hablado —dijo fray Jacinto. Luego, volviéndose hacia Irina, preguntó: ¿Se quedará usted unos días aquí?

Irina volvióse hacia
El Coyote
, murmurando:

—Tal vez el señor me necesite para… algo.

Fray Jacinto buscó la mirada del
Coyote
, pero éste rehuyó el encuentro a la vez que replicaba:

—Me gustaría examinar el cadáver de Dobbs. Estoy seguro de que en su poder encontraremos algo muy interesantes ¿Podría guiarme hasta el lugar donde lo enterró, señorita?

—La señorita está demasiado fatigada —objetó fray Jacinto.

—No… No lo estoy —respondió Irina tratando de traspasar la barrera del antifaz del Coyote—. Le guiaré hasta allí, señor.

Capítulo IV: San Antonio Abad

—A fray Jacinto no le gustó que yo dijera de acompañarle —comentó Irina, cuando ella y
El Coyote
se adentraron en el desierto.

—Es natural que no le gustase —replicó el enmascarado—. Vamos a tener que pasar varias noches en el desierto, juntos y solos. Eso no está bien.

—Si no está bien, ¿por qué me pidió que le guiara?

—Si sólo hiciéramos lo que está bien, el mundo sería mejor; pero menos agradable. Además…

—¿Qué?

—Leí en sus ojos que estaba deseando que yo le pidiera que me acompañase.

—Eso no está bien en un caballero.

—Yo sólo soy
El Coyote
.

—En un tiempo yo ofrecí algo al
Coyote
[4]
. Y
El Coyote
lo rechazó.

—Tal vez no estaba seguro de que la princesa Irina le amase.

—¿Y ahora está seguro?

—Sólo los tontos están seguros. El hombre inteligente siempre tiene alguna duda.

—Son muchos los que no dudan.

—Porque son pocos los verdaderamente inteligentes.

—Esa manera de hablar me recuerda a la de alguien, don
Coyote
.

—¿A quién le recuerda?

—A un hombre que hace alarde de escepticismo. Que en principio parece una cosa y…

—Hermoso atardecer, princesa.

Irina insistió:

—Decía que ese hombre parece una cosa y sin embargo es otra.

A su vez,
El Coyote
también insistió:

—¿No le gusta la serena tristeza de la tarde? ¿Y esta suave melancolía? Si en el mundo sólo hubiera habido amaneceres y mediodías, el hombre nunca hubiese pensado en Dios. La tarde es la que más nos acerca a Él.

—Es un hombre rico, poderoso, a quien nadie comprende. Y sin embargo…

—Sin embargo, el hombre acude a la iglesia durante la mañana. ¿Sabe por qué? Porque en la mañana todo es alegría y sólo en la penumbra del templo, una penumbra igual a la del anochecer, puede encontrar a Dios. Luego, en la tarde, el hombre sólo necesita recostarse contra cualquier piedra y clavar la mirada en el cielo. En seguida se encuentra junto a Dios.

—Aquel hombre tiene una gran amistad con fray Jacinto.

—Fray Jacinto es amigo de todos, princesa. Es amigo de los buenos y de los malos.

—De don César de Echagüe y del
Coyote
.

El Coyote
se hizo el sorprendido.

—¿Se refiere usted a don César?

—Sí.

—La creí con más imaginación, princesa. Son muchos los que han confundido a don César conmigo. Incluso le han llevado a los tribunales acusándole de ser yo mismo. Cada vez he tenido mucho trabajo para salvarle.

—Está bien, señor
Coyote
. Conserve su anónimo; pero no lo conserva ya para mí. Yo sé quién es usted.

—¿Don César de Echagüe?

—El mismo.

—¿Quiere que me quite el antifaz para demostrarle su error?

—Sí; pero no lo hará. Si usted no fuese don César habría respondido de otra manera. Habría dicho que tal vez era don César, alegrándose de que yo sospechara equivocadamente.

—Eso lo hubiese dicho con una persona menos inteligente que usted. Con una persona cuyo cerebro fuese menos agudo que el suyo. Ahora usted cree que soy don César de Echagüe, ¿no?

—Sé que lo es.

—Me alegra su agudeza, Irina; pero si alguna vez vuelve a ver a don César, modere el fuego de sus ojos. El pobre hombre no sabría el motivo y se turbaría muchísimo.

—Se está burlando de mí. Trata de desconcertarme.

—No. Ya está desconcertada. Ya empieza a dudar de su agudeza mental. Y eso es lo que me conviene.

—¿Por qué le gusta hacer recaer sospechas sobre don César?

—No me gusta; pero la gente, y en eso usted también lo es, siente odio profundo a lo desconocido. Le molesta no saber la verdad. Y cuando no puede alcanzar la verdad legítima, se fabrica una acomodaticia. Son muchos los que desearían averiguar la identidad del
Coyote
. Usted también lo desea. Se esfuerzan hasta agotarse por descubrir la verdadera identidad, y al ver que no pueden descubrirla se irritan extremadamente porque tienen la impresión de que yo me burlo de ustedes. Entonces eligen a cualquiera que no tenga nada de coyotesco y le endosan que él es
El Coyote
en persona. Ya son más listos que
El Coyote
.

—Sabe usted enredar las cuestiones, don César.

—Gracias, señorita Garson. ¿La defraudaría mucho que yo no fuese don César de Echagüe?

—Me defraudaría bastante.

—En ese caso no me quitaré el antifaz. No quiero defraudarla. Por cierto que deseaba hacerle algunas preguntas. Me dijo fray Jacinto que se había dirigido a Méjico. ¿Por qué volvió?

—Para darle agua al viejo Dobbs.

—¿Oyó desde la frontera mejicana sus demandas de socorro?

—Tal vez.

—Y ¿qué pensaba hacer una vez en Méjico?

—Gastar el dinero que usted me permitió ganar. Por cierto que aún no le he comprendido a usted. A veces parece un caballero y, en cambio, en otras ocasiones se porta como un hombre sin escrúpulos.

—Puede que sea un caballero sin escrúpulos; pero acláreme el motivo de esa opinión suya.

—Lo que usted hizo con Vic Kennedy no estuvo bien. Me dejó usted ganar un dinero que debiera haber sido devuelto…

—Preferí hacerle ese obsequio, Irina.

—No me lo hizo usted. El dinero pertenecía a Kennedy. Fue una especie de robo.

—Puede que sea un robo; pero no siempre podemos obrar a gusto. A veces tenemos… ¡Hola! Vea aquellos buitres —
El Coyote
señaló hacia un punto de los arenosos montículos, de donde acababa de elevarse un buitre que, después de trazar un corto círculo en el aire, volvió a tierra—. Por lo visto, han conseguido desenterrar al viejo Dobbs.

—¿Los buitres? —preguntó, incrédula, Irina.

—Tal vez hayan llamado en su ayuda a algún buitre con dos patas y dos manos… Le aconsejo que se quede aquí mientras yo voy a investigar lo que ha ocurrido.

—Le acompañaré.

—Le aconsejo que se quede.

—Está exagerando su importancia, señor
Coyote
. No creo que se exponga a ningún peligro. Le acompañaré.

—Como usted quiera.

El Coyote
picó espuelas y remontó una de las colinas de arena. Su caballo hundíase en el blando suelo y avanzaba entre nubes de amarillento polvo. Irina iba junto a él, y al ver que
El Coyote
desenfundaba uno de sus revólveres, sonrió burlonamente.

Llegaron a la cumbre desde la cual Irina descubriera a Dobbs, y a sus ojos ofrecióse un desagradable espectáculo. El cuerpo del viejo buscador de oro había sido librado de las piedras que lo cubrieron, y por la forma en que debía de haberse realizado la operación y la distancia en que se encontraban algunas de las piedras, no era de creer que el desentierro lo hubiesen realizado los buitres. Éstos habían empezado a hacer otras cosas más desagradables, ante cuyas muestras, Irina cerró los ojos y volvió la cabeza.

—Quédese aquí, Irina —aconsejó
El Coyote
—. Yo bajaré a ver si han dejado algo encima del pobre Dobbs.

Picando espuelas,
El Coyote
descendió entre un alud de arena y polvo hasta el lugar donde descansaba el cuerpo del buscador de oro. Uno de los buitres que habían estado allí resistióse hasta el último instante a abandonar su presa. Al fin lo hizo con áspera protesta, alejándose hacia lo alto de otra duna poblada de reseca vegetación; pero en el momento en que se iba a posar entre los matorrales, lanzó otro grito y remontó el vuelo.

La atención del
Coyote
había estado repartida entre el cadáver de Dobbs y, subconscientemente, también siguió las evoluciones del buitre. Apenas se apartó éste de la duna,
El Coyote
desmontó de un salto y se tendió de bruces en tierra.

No pudo hacerlo más a tiempo, pues una pesada bala de rifle zumbó peligrosamente cerca de él, en tanto que una nubecilla de humo blanco se elevaba de lo alto de la duna.

Oyóse un grito de mujer, y detrás del
Coyote
sonó un disparo al que replicó otro desde el montículo, y
El Coyote
, que se había medio incorporado, disparó tres veces contra la segunda nubécula de humo.

La distancia que separaba al
Coyote
de su atacante era de algo más de cien metros, y tratar de alcanzar a alguien a semejante distancia, utilizando un revólver, resultaba un sueño. Por ello, tan pronto como hubo hecho los disparos,
El Coyote
volvió a abrazarse a la tierra y procuró quedar lo más inmóvil posible, y, al mismo tiempo, hizo cuanto pudo por no ofrecer ninguna parte de su cuerpo al plomo de su adversario.

Al cabo de un rato de absoluto silencio, y como viera que los buitres regresaban, acaso para convencerse de que su festín había sido aumentado,
El Coyote
llamó:

—¡Princesa!

—¿Está vivo, don
Coyote
? —preguntó Irina.

—No —replicó
El Coyote
—. ¿Y usted?

—Yo tengo un agujero —replicó Irina.

—¿Dónde? —inquirió, asustado,
El Coyote
.

—En el sombrero. Pero si no llego a inclinarme a tiempo lo tendría en la cabeza.

—¿Dónde está ahora?

—Acariciando la tierra. Le imité a la perfección. En cuanto recibí el balazo en el sombrero salté del caballo y estoy entre los cactos y pinchos. ¿No le han alcanzado con ningún disparo?

—No. Asome un poco la cabeza para ver si consigue descubrir a nuestro «amigo».

—¿Y si me suelta otro tiro?

—No se quite el sombrero. Si él vuelve a disparar, le dispararé yo.

—Oiga, don
Coyote
. Si quiere saber si su «amigo» está muerto o vivo, asómese usted. Yo le ayudaré con mi rifle.

—¡Ah! ¿Tiene un rifle?

—Claro. Lo llevaba en mi caballo, y como el animal me siguió, lo he sacado de la funda.

—Entonces procure cubrirme el ataque.

De un salto,
El Coyote
se incorporó y, pasando por encima del cadáver de Dobbs, avanzó en zigzag hacia el punto de donde habían partido los disparos. Esperaba de un momento a otro ser alcanzado por una bala y llevaba el revólver amartillado para replicar si le quedaba vida para ello.

No sonó ningún disparo, y
El Coyote
pudo llegar hasta la cumbre de la colina. Entre los arbustos encontró el cuerpo de un hombre caído sobre un rifle
Martin
, y con tres balas en la cabeza.

Volviéndose hacia el punto donde se encontraba Irina,
El Coyote
agitó la mano en señal de que no existía ya ningún peligro. Irina apareció de nueva montada a caballo y dirigióse hacia donde la esperaba
El Coyote
.

—¿Le maté yo? —preguntó al ver el cadáver.

—No. Sólo le maté yo.

—¿Quién es?

—No creo que podamos identificarle. Las balas le han desfigurado por completo. Pero supongo que se trata de alguien a quien dejaron aquí para que nos diera la bienvenida.

—¿Cómo podían saber que volveríamos?

—No podían saberlo; pero tampoco podían saber si no volvería usted con alguien. Keno Kinkaid es hombre prudente, pero debió haber dejado a un tirador mejor.

—¿Cómo sabe que esto es cosa de Kinkaid?

—Por lo que usted le contó a fray Jacinto. Además, algo he oído decir acerca de Keno Kinkaid.

—¿Bueno o malo?

—Malo. ¿Le extraña?

—No. Nada me extraña en un hombre capaz de estropearle el sombrero a una dama. ¿No será ese Keno Kinkaid?

—No. Ese pobre era uno de sus agentes; pero Keno Kinkaid ha estado aquí no hace mucho. Aún se ven las huellas de su caballo —y
El Coyote
señaló un abundante grupo de huellas que se alejaban hacia el este.

Mientras hablaba,
El Coyote
registró los bolsillos del muerto; pero no encontró en ellos nada de valor ni ningún documento que probara su identidad. Sólo algún dinero, un pañuelo muy sucio, un cuchillo, una bolsa de tabaco y un librito de papel de fumar.

—No hace falta que registremos a Dobbs —siguió
El Coyote
—. Si conservaba algo interesante, ya se lo deben de haber quitado. Ahora se volverá usted a Capistrano. Ya ha corrido demasiados riesgos… Y los que faltan por correr son peores.

—Me encanta el peligro. Además, puedo serle muy útil, don
Coyote
.

—No.

—Sí. Cuatro ojos ven siempre mucho más que dos. Y mis ojos son muy agudos… Usted ni siquiera se había dado cuenta de que una bala le había rozado el cuello. Fíjese…

La mano de Irma se acercó al cuello del
Coyote
que, extrañado, torció la cabeza para ver si efectivamente le había rozado una bala.

Los dedos de Irina quedaron a unos centímetros del rostro del
Coyote
, y, de súbito, con centelleante rapidez, hicieron presa en el antifaz, arrancándolo con violentísimo tirón que rompió el cordón de seda que lo sujetaba.

Con una sonrisa, y anticipándose a su compañero, Irina declaró:

—¿No ve como yo estaba en lo cierto, don César de Echagüe?

—Debiera matarla por eso, señorita Garson —dijo con voz temblorosa de ira
El Coyote
.

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