La diadema de las ocho estrellas / El secreto de la diligencia (14 page)

BOOK: La diadema de las ocho estrellas / El secreto de la diligencia
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—¿Por qué me llama así, señor
Coyote
? —replicó Irina al cabo de un largo silencio—. Conoce mi verdadero nombre.

—Prefiero llamarla por el de Irina —sonrió
El Coyote
—. Si no es el suyo verdadero, al menos es el de batalla. En eso estamos en igualdad de condiciones. Tampoco conoce usted mi verdadero nombre y me llama por el de batalla. ¿Puede dejarme ver esa pepita de oro de que ha hablado?

Irina fue a tender al
Coyote
la bolsita dentro de la cual encajaba perfectamente la pepita que le entregara Dobbs; pero fray Jacinto se lo impidió.

—No —dijo, reteniendo la mano de Irina—. No es prudente.

—¿Qué es lo que no resulta prudente? —inquirió
El Coyote
.

—Volver a desenterrar el oro maldito de los padres.

—¿Cómo puede ser maldito si es de los franciscanos de San Antonio?

—Tal vez usted no recuerde la historia —replicó fray Jacinto, volviéndose hacia
El Coyote
.

—La recuerdo. Una mina que se pierde y se recupera una y otra vez…

—Eso no es más que lo superficial. Hace muchísimos años, casi un siglo, los padres Kino y Salvatierra, de nuestra Orden, levantaron aquella misión de San Antonio. Casi se podría creer que levantaron un templo pagano, porque la gracia de Dios nunca amparó aquel lugar. La desgracia quiso que los buenos franciscanos eligieran para el emplazamiento de la misión las ruinas de un antiquísimo templo pagano. Ellos no creyeron que los indígenas que habían dejado arruinar aquel templo, solamente lo hubiesen hecho por no estar capacitados para conservarlo en buen estado y no tener capacidad para reedificarlo. Creyeron de buena fe que los indígenas habían olvidado, si es que alguna vez la sintieron, su fe hacia aquellos ídolos agrietados y rotos. Y aunque lo hubieran sabido habrían obrado del mismo modo, pero con más celo, con mayores precauciones. Fueron derribados los últimos muros y altares, y aquellas mismas piedras se utilizaron para los cimientos de la misión. Los indios no dijeron nada. No se oyó ni una protesta en todo el tiempo que duró la construcción del templo. Algunos, incluso ayudaron al esfuerzo de los misioneros y de los obreros traídos de Méjico…

Irina y
El Coyote
escuchaban con gran atención las palabras del fraile, que prosiguió:

—Al fin quedó construida la misión, se celebró la primera misa en la iglesia, los obreros marcharon hacia otros lugares a levantar otras misiones, y en la de San Antonio Abad quedaron diez franciscanos y algunos sirvientes indios.

»Cinco noches después de haberse marchado los obreros y la escolta de soldados españoles, uno de aquellos sirvientes indios abrió una de las puertas de la misión, dando paso a varios centenares de indígenas, que en pocos momentos se hicieron dueños de la misión, apresaron a los frailes y sacándolos fuera los sometieron a tormentos en compañía de todos los indios que los habían ayudado, incluso del que abrió la puerta a sus compañeros. Más tarde se supo que el tormento duró varias horas, hasta más allá de la salida del sol. Fue soportado con cristiano valor por los franciscanos, y con estoica energía por los indígenas.

»Cuando los veinte mártires hubieron fallecido, los indígenas prendieron fuego a la misión después de saquearla, y regresaron a sus pueblos. Ignoraban la venganza que los españoles se iban a tomar de semejante crimen. La altísima columna de humo que brotaba de la incendiada misión fue percibida por el teniente Baixes, que mandaba el grupo de voluntarios catalanes que coadyuvaban a la colonización de estas tierras, decretada por Su Majestad don Carlos Tercero. El teniente Baixes y sus hombres regresaron a marchas forzadas a San Antonio para averiguar lo ocurrido, y ante las ruinas de la misión encontraron, aún atados a los postes del tormento, a un círculo de cadáveres que conservaban todas las huellas de su horrible martirio. Esto fue suficiente para excitar aún más a aquellos hombres de por sí ya muy prontos a las violencias. Fue inútil que el padre Salvatierra, que los había acompañado, quisiera interponer su autoridad en favor de los indígenas. Baixes, que más tarde se debía hacer famoso en las escaramuzas sostenidas en la Alta California contra los rusos que descendían de Alaska y los franceses que bajaban del Canadá, replicó unas palabras que el padre Salvatierra incluyó en su
Memoria de la Conquista y Cristianización de la Baja y Alta California
: «Hermano, usted cuide de que las almas de esos asesinos encuentren su camino hacia el Cielo; porque nosotros ya nos cuidaremos de arrancárselas de sus cuerpos». El teniente Baixes era un soldado y no se le podía exigir que tuviese la blandura que fue norma de nuestro fundador. Los soldados cayeron sobre los tres poblados indios y…

—¿Qué? —preguntó Irina, cuando el silencio de fray Jacinto se fue prolongando.

—El padre Salvatierra tuvo que rezar mucho —siguió fray Jacinto—. Hombres de todas edades, junto con todas sus mujeres e hijos, murieron en la lucha. Si algún indígena se salvó, fue por verdadero milagro; pero nunca se supo de ninguno que hubiera conseguido escapar al castigo. Todos los cadáveres quedaron sembrando las tres colinas en que se encontraban los poblados. En años posteriores las colinas se llamaron Montañas de los Huesos.

—Fue una venganza terrible —dijo Irina.

—Justa —replicó
El Coyote
—. Sirvió de saludable ejemplo, y después de aquello no se produjo en California ninguna rebelión más ni se cometieron nuevos crímenes.

—Así fue —admitió fray Jacinto—; pero de todas formas, el teniente Baixes obró con excesiva dureza.

—¿Y qué hicieron con los cadáveres de los franciscanos? —preguntó Irina.

—El padre Salvatierra, ayudado por otro franciscano, buscó un lugar adecuado para darles sepultura. Hallaron uno, y cuando los dos frailes empezaron a abrir la primera fosa, tropezaron, casi al momento, con un riquísimo yacimiento de oro. Se trataba de una masa compacta de pepitas. En tiempos prehistóricos aquel lugar había sido el cauce de un torrente y las aguas arrastraron hasta allí gran cantidad de oro que se fue acumulando en una especie de pozo.

—El padre debió de alegrarse mucho —comentó Irina—. Debió de decir aquello de que no hay mal que por bien no venga.

—No lo dijo; porque sabía que el oro nunca es bendición para el hombre. Por el contrario, hizo tapar la fosa y ordenó a su compañero que no dijese nada a nadie acerca del descubrimiento. Buscaron otro cementerio y en él enterraron a los mártires. Luego se reedificó la misión y durante cincuenta años nadie supo nada de la fortuna que tan cerca se encontraba.

—¿Y cómo llegó hasta ustedes la historia de la mina? —preguntó la mujer.

—El padre Salvatierra no dijo nunca más ni una palabra acerca de la mina o yacimiento; pero su compañero, el padre Garcés, cometió la indiscreción de consignar el descubrimiento en unas memorias que escribió en su convento de Ciudad de Méjico. Durante quince años, después de la independencia de Méjico, el secreto continuó ignorado de todos. El padre Salvatierra y el padre Garcés habían pasado a mejor vida, y la misión de San Antonio Abad sufrió las consecuencias de la equivocada política que contra las misiones californianas se siguió desde Méjico. Como no era de las más ricas, sino todo lo contrario, conservóse mejor que otras; pero un día un editor mejicano que andaba reuniendo materiales para la historia de California, supo que en el Convento de Franciscanos de la ciudad existían algunos manuscritos de los padres que fundaron la misión. Envió a uno de sus empleados allí para que examinara aquellos manuscritos, y el hombre fue equivocadamente elegido. En su corazón anidaban muchas ambiciones insatisfechas. Al leer el manuscrito del padre Garcés y llegar al pasaje que habla del descubrimiento del oro, comprendió que se encontraba ante la posibilidad de realizar aquellas odiosas ambiciones. Como se sabía prudentemente vigilado, no pudo arrancar la hoja del manuscrito donde se consignaba el descubrimiento; pero sacó una copia, y después de decir que el manuscrito carecía de interés, abandonó el convento, y reuniendo a un grupo de gente de la peor especie, emprendió el viaje hacia la misión de San Antonio Abad.

»De nuevo el crimen descargó su golpe sobre los frailes que allí quedaban. Eran sólo tres. Días más tarde fueron hallados con varias balas en el cuerpo. Entretanto los hombres aquellos encontraron el yacimiento de pepitas de oro y se apoderaron de todas cuantas allí había. Se supo que cada uno de los trece hombres obtuvo para sí unos diez o quince kilos de oro. Éste pudo recogerse a puñados, como se podía recoger la arena a la orilla del mar.

—Era un magnífico yacimiento —comentó
El Coyote
.

—Era sólo una ínfima parte del gran tesoro. En algún lugar debía de encontrarse la veta principal que en tiempos prehistóricos fue cruzada por el torrente que arrancó las pepitas, arrastrándolas hasta el pozo donde fueron halladas. Eso lo comprendió en seguida uno de aquellos hombres que en sus tiempos de honradez había trabajado en las minas suramericanas. Guiado por la suerte o la desgracia, si se prefiere, encontró el yacimiento principal. Sólo necesitó unas pocas horas. Trazó el plano de la mina y volvió a reunirse con sus compañeros; pero la traición estaba ya trabajando incansable. El que hacía de cocinero vertió un veneno en la comida. Lo hizo pensando que si se hacía dueño de la totalidad del oro, sería mucho más rico que si tan sólo se conformaba con una treceava parte.

—¿Los envenenó a todos? —preguntó Irina.

—Sí; pero el que había ido a buscar la mina llegó con retraso, y aunque comió de lo mismo que los demás, los efectos del veneno se produjeron en él más tarde, cuando ya los otros habían empezado a morir. Aquel hombre comprendió la verdad. Adivinó cuál había sido la mano que vertió el veneno y, empuñando su propia pistola, mató al cocinero. Luego corrió al establo de la misión, donde había visto litros de leche, como contraveneno. No le sirvió de nada. Aquel veneno era demasiado eficaz. Al cabo de unas horas murió; pero antes escribió en una piedra la historia de lo ocurrido. Sin embargo, el secreto de la mina se perdía con él.

»Una semana más tarde fueron hallados los cadáveres de aquellos hombres y de sus víctimas. Los lobos habían destrozado los cuerpos.

—¿No existía un plano? —pregunto
El Coyote
.

—Sí —contestó fray Jacinto; pero no fue encontrado. Tan sólo se encontró esa enorme pepita de oro en forma de huevo.

—¿Y las otras pepitas? —preguntó Irina.

—No he querido decir que no se encontrase el resto del oro. Fue hallado todo en torno a los cadáveres; pero el que escribió la historia de la suerte de sus compañeros, tenía en su mano el huevo de oro. Los franciscanos que acudieron a San Antonio a hacerse cargo de la misión guardaron la pepita, suponiendo que podía tener algún significado o servir para el descubrimiento de la mina.

—¿Por qué lo suponían?

—En la superficie de la pepita había algo escrito. Los padres lo borraron y conservaron la pepita. Con el oro que se encontró junto a los cuerpos, aquellos frailes compraron todas las tierras que rodeaban la misión.

—¿No les pertenecían aquellas tierras? —preguntó Irina.

—Sí y no. España había cedido todas las tierras a los franciscanos. Pero después de la rebelión de Nueva España, las viejas leyes perdieron su valor, los nuevos gobiernos se incautaron de todo y a los frailes sólo les quedaron unas pocas tierras adyacentes a la misión. Las otras fueron cedidas a los indios, que se dieron prisa en abandonarlas o venderlas a cualquier precio. Los frailes volvieron a comprarlas y obtuvieron del gobierno mejicano títulos legales de propiedad. La misión de San Antonio Abad volvió a ser lo que había sido. Sus tierras se extendieron hasta los límites del desierto, en cuyo centro era como una hermosa isla. Pasó el tiempo y la bandera mejicana fue sustituida por la norteamericana. Los soldados que llegaron hasta San Antonio respetaron a los frailes e incluso les aseguraron una tranquilidad de la que hacía tiempo que se veían privados. Pero de nuevo el oro trajo la desgracia. Descubriéronse yacimientos de ese maldito metal, y de todas partes del mundo se volcó sobre California un alud de buscadores de oro. Alguien supo que en San Antonio se había encontrado una vez oro en abundancia, y aquel paraíso fue invadido por una horda de mineros que destruyeron los sembrados, los cultivos, todo cuanto daba riqueza al lugar. La noticia de la perdida mina de los padres corrió por toda California; pero nadie pudo encontrarla. Los franciscanos tuvieron que huir de la misión, que fue destruida de nuevo. Al cabo de unos años marcháronse los mineros; pero de cuando en cuando volvieron algunos a seguir en el esfuerzo de encontrar la mina perdida. Nadie lo consiguió jamás.

—¿Y la pepita de oro? —preguntó
El Coyote
.

—Perdióse hace unos dieciocho años, y hasta ahora no se había vuelto a saber de ella.

El Coyote
examinó atentamente el huevo de oro. Estaba muy bien hecho y en su superficie se veían algunas huellas de escritura, ya tan borradas, que era completamente imposible leer nada de lo que en un tiempo se escribió allí.

—Sin embargo esta pepita de oro tiene un valor muy grande —dijo—. No por la cantidad de oro que hay en ella, sino por lo que significa.

—Eso creo yo —dijo Irina—. Si no lo tuviese, no habrían matado a un hombre por ella.

—¿Existe ahora un pueblo en San Antonio? —preguntó
El Coyote
.

—Sí. Es muy reciente. Un grupo de emigrantes de varias nacionalidades llegó allí y se estableció en torno a las ruinas de la misión. Como en su casi totalidad son católicos, me llamaron para que fuese allí algunas veces a oficiar en las ruinas de la misión, que ellos están levantando de nuevo. Algunos comenzaron a buscar la mina perdida y yo les aconsejé que no lo hicieran. Me obedecieron. Son buena gente. Muy sencilla. Volverán a convertir San Antonio Abad en el paraíso que fue antes de su destrucción. Incluso irán conquistando el desierto que ciñe la misión. Por eso yo les aconsejé que no buscaran oro.

—¿Y quién es Keno Kinkaid? —preguntó Irina.

—Debe de ser la serpiente que existe en cada paraíso —dijo
El Coyote
.

—Algo así —replicó fray Jacinto—. Es, sin duda, el elemento malo que parece necesitar toda comunidad. Le sigue una banda de hombres como él. San Antonio Abad estaría mucho mejor sin ellos.

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