La diadema de las ocho estrellas / El secreto de la diligencia (17 page)

BOOK: La diadema de las ocho estrellas / El secreto de la diligencia
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—Mucho.

—Me dio tanto miedo ese milagroso suceso, que monté a caballo y también abandoné el campamento.

—¿Mataste a aquel viajero?

—¡No, por Dios! Si lo hubiera matado sabría si era un hombre o una mujer. Sólo le enseñé el revólver y él insistió…

—¿Qué? ¿Insistió en darte la bolsa?

—Sí, eso debió de ser. A lo mejor pensó que yo era un ladrón.

—Creí que la bolsa había llegado por sí sola a tu bolsillo.

—De momento yo también creí eso. Pero luego, mientras venía hacia aquí, fui pensando que era muy posible que el viajero creyera que yo le había enseñado el revólver con algún motivo interesado. Un error muy excusable. Por ese detalle también sospecho que no era un hombre, sino una mujer. Un hombre no se habría asustado tan fácilmente… Por cierto que ahora recuerdo que me preguntó si me enviaba usted… Sí, dijo: «¿Es Keno Kinkaid quien le hace hacer esto?». Yo dije que no tenía el placer de conocer a Keno Kinkaid, pero insistió en no creerme. Esa incredulidad es también impropia de un hombre. Siempre son las mujeres las más desconfiadas. Y luego dijo una tontería. Me ofreció quinientos dólares por la pepita de oro. Ya se había olvidado de que acababa de regalarme la bolsa. Esos olvidos son también propios de mujer.

—Muy interesante, Lin… Te has ganado los cien dólares. Y te ganarías cien más si recordases más cosas.

Lin Rawlins guardó el segundo billete que le tendía Keno Kinkaid. Pero en su rostro se pintó una profunda decepción.

—No sé nada más —declaró—. Sólo que, no recuerdo cómo fue, pronunció el nombre de San Antonio Abad y decidí venir aquí para ver si encontraba a ese Keno Kinkaid, que tanto interés tenía por la pepita de oro.

—¿Por eso la enseñaste?

—Sí. Cuando uno quiere que de noche vengan mariposas, no tiene más que encender una vela, y las mariposas llegan volando rectas como una flecha. Eso no quiere decir que yo le compare a usted con una mariposa.

—No —replicó Kinkaid—. Las mariposas se abrasan en la llama, y en este caso tú estuviste a punto de ser abrasado de un tiro. Fue la curiosidad la que me contuvo cuando ya me disponía a apretar el gatillo. Todos saben que esta pepita es mía. Y saben también que alguien me la robó. Un disparo hubiera estado justificadísimo.

—Pero los muertos no hablan, ¿verdad?

—No. Los muertos no pueden decir nada. A veces es bueno que no digan nada; pero en otras ocasiones es lamentable su silencio. Ésta hubiera sido una de esas ocasiones… ¿Cuándo te marchas de San Antonio?

—No sé. Pensaba marcharme en seguida; pero teniendo dinero tal vez me quede unos días.

—Me hacen falta algunos hombres que sepan manejar bien el revólver o el rifle. Pago buen sueldo… Cien dólares mensuales y las judías y tocino que sean capaces de comer.

—Entonces… ha encontrado a su hombre… Prepare otro billete y un buen plato de tocino. No me importa que los adornen con algunas judías. Así verán las muy condenadas que por una vez están en minoría. Las judías son una de las plagas que los judíos echaron al mundo. En el Maine las he comido guisadas con tocino y con melaza. En Méjico me las sirvieron con chiles. En Boston pedí una vez un plato típico y me trajeron judías. Siempre judías. Y muchas en el plato. En cambio, siempre poco tocino.

—Métele una bala a aquella botella de ron que está en el último estante, el que queda encima del espejo del bar. No quiero otra prueba para darte ahora mismo otros cien dólares.

—Dela por rota —aseguró Lin Rawlins, desenfundando su viejo revólver.

Lo amartilló con fanfarrona indiferencia y apuntó un momento hacia la botella. El tabernero hizo un gesto de resignación, y sacando un pañuelo, empezó a secarse la calva.

Cuando Keno Kinkaid observó el temblorcillo de la mano de Lin Rawlins, quiso decir algo, pero el buscador de oro y encontrador de bolsas de dinero acababa de apretar el gatillo.

Todos los que se encontraban en la taberna tenían la mirada fija en la botella de ron, cuya chillona etiqueta ofrecía un blanco ideal. Pero sin duda la bala de Rawlins sintióse atraída por el más blanco pañuelo que utilizaba el tabernero para secarse el sudor de la cabeza, pues lo arrancó limpiamente y lo lanzó contra el espejo, que cayó hecho pedazos, ante el horror del dueño del local y la alegría de los espectadores.

—¡Caray! —exclamó Lin Rawlins—. Parece que no le he dado a la botella.

—Y tampoco a Burwell, si es que era a él a quien deseaba despenar —replica Kinkaid—. Porque no creo que quisiera hacer una demostración dando a un espejo de dos metros de ancho por uno de alto.

—No; realmente no quería darle al espejo. Pero repetiré el tiro…

—¡No! —gritó en aquel momento el tabernero, encarando hacia Kinkaid y Rawlins una escopeta de dos cañones cargada con toda clase de metralla—. ¡Usted no vuelve a pasarme un peine de plomo por la cabeza, forastero! Antes de esa le…

—¡Cállate de una vez Burwell! —ordenó Kinkaid—. Ha sido sólo una broma.

—Una broma que le costará doscientos dólares a su amigo, señor Kinkaid.

—¿Desde cuándo mis amigos pagan nada de lo que se rompe sin querer? —preguntó Kinkaid, levantándose y avanzando hacia el tabernero, que se olvidó en seguida de que tenía entre las manos una pieza de artillería capaz de barrer por completo la sala.

—Ha sido sólo un… un decir —tartamudeó Burwell—. Es que era un hermoso espejo y lo echarán de menos…

—Eso es verdad. Toma cien dólares y compra otro espejo. Y no olvides que me molestan ciertas cosas. No vuelvas a sacar esa chimenea —terminó Kinkaid, golpeando con el dedo el doble cañón de la escopeta—. Te podrías manchar el chaleco.

—Sí… sí… Tiene razón… —tartamudeó Burwell, ocultando la escopeta.

En aquel instante se abrió la puerta y el entarimado retembló bajo el peso de un hombretón de aspecto salvaje que avanzó hacia el mostrador, preguntando con fuerte voz:

—¿Quién ha disparado un tiro? —Luego, al ver el espejo, gritó—: ¿Y quién ha roto el espejo?

Miró a su alrededor, y al fijarse en que Lin Rawlins aún empuñaba su revólver, fue hacia él y, agarrándole por la pechera de la camisa, bramó:

—¡Conque fuiste tú! ¿Eh? Pues ahora verás lo que te cuesta haber roto el único espejo de San Antonio.

La suave mano de Keno Kinkaid frenó el puñetazo que el hombretón se disponía a descargar.

—Ten calma, Bull —ordenó Keno—. Es amigo mío. Quiso demostrar su puntería, pero falló el tiro. Eso le ocurre a cualquiera.

Uno de los espectadores explicó:

—Estuvo a punto de meter la bala en los sesos de Bur.

—Si lo hubiera hecho, le habría abrazado —replicó el llamado Bull—. Pero hacer pedazos mi espejo… —Soltando a Lin, volvióse hacia el tabernero, ordenándole—: Procura darte prisa en traer otro espejo. Hace mucho tiempo que tengo ganas de correrte fuera del pueblo y ésta es una buena ocasión. ¿Cuándo acabaremos con esa gentuza que quiere plantar naranjos y cebollas en esta tierra, Keno?

—Déjate de tonterías, Bull —ordenó Kinkaid—. Vuelve adonde estabas.

—Es que pensé que había bronca —explicó, más suavemente, el hombretón, empezando a retirarse.

Cuando hubo salido, Lin comentó, con un movimiento de cabeza hacia la puerta:

—Debía de utilizar el espejo para hacer prácticas de valor, ¿no? Si yo tuviese su cara no me atrevería a mirarme en ningún espejo.

—Procura no repetir eso delante de Bull —aconsejó Kinkaid—. No le gustaría… Cuidado, ya vuelve. ¿Qué te ocurre, Bull? —preguntó Keno, cuando el hombretón avanzó de nuevo hacia el mostrador.

—Es que me olvidaba de mi medicina —replicó el otro—. Oye, Bur, sírveme un vaso de mi jugo de tarántula particular.

Burwell sacó de debajo del mostrador un frasco cuadrado lleno de un licor parecido, por su nitidez, al agua. En el fondo del frasco se veían unos granos de anís. El llamado jugo de tarántulas era alcohol puro perfumado con anises.

Bull bebió de un trago un vaso fenomenal lleno hasta los bordes, y Lin Rawlins esperó que los ojos del hombretón saltaran fuera de las órbitas. Al no producirse esto, empezó a sentir cierta admiración por Bull.

—No te marches —dijo Keno Kinkaid cuando Bull se dispuso a salir—. Aguarda un poco. —Luego, volviéndose hacia Lin Rawlins, prosiguió—: Bien, viejo, creo que no ganarás los cien dólares mensuales ni las judías.

—¿Sólo porque no le di a la botella ni al señor Burwell? —protestó el viejo—. ¡Pero si usted mismo ha dicho que eso le ocurre a cualquiera!

—Yo no he dicho eso. Pero, aunque lo hubiera dicho, yo no quería a un hombre cualquiera, sino a un hombre capaz de darle a aquella botella de ron con un solo tiro. Buen viaje, Lin.

Volviéndose a continuación hacia Bull, lo arrastró hacia la mesa en torno a la cual se había sentado antes con Rawlins.

Entretanto, éste habíase acercado al mostrador y sonreía humildemente al tabernero.

—Le aseguro que no tenía intención de darle en la cabeza —declaró.

—Tal vez por eso estuvo a punto de conseguirlo —replicó Burwell—. Lo peor que le puede ocurrir a uno cuando un mal tirador dispara es que apunte a otro sitio.

—¿Me guarda rencor? —preguntó, con expresión compungida, Rawlins.

—No. Yo no guardo rencor a nadie. En San Antonio Abad uno ha de aprender a no guardar rencores. Si no aprende eso, tiene que aprender a dejar de vivir, lo cual es mucho peor. Estoy seguro de que no deseaba matarme.

—Entonces, ¿podrá proporcionarme un sitio donde pasar la noche? Un sitio para dormir, aunque no sea muy cómodo. Estoy acostumbrado a dormir en loa peores lugares del mundo.

—Tengo un pajar bastante aceptable.

—Me conviene. ¿Dónde queda?

—Algo apartado de la casa. Se lo indicaré desde la puerta.

Burwell acompañó a Lin hasta la puerta trasera de la taberna, y desde allí le indicó una construcción de madera algo apartada que se levantaba en un lugar solitario.

—Ahí está —dijo el tabernero, señalando la casa—. Que pase buena noche.

—¿Ha de ir alguien durante la noche a buscar paja? —preguntó Lin.

—No. ¿Por qué?

—Sólo para saber si puedo o no disparar sin reparo. Me disgustaría volver a disparar contra usted con mejor puntería que antes.

Burwell sonrió burlonamente y entretanto Lin fue en busca de su caballo y marchó hacia el pajar. Una vez dentro del pajar, cerró la puerta y desenfundó el revólver, en tanto que por sus labios pasaba una irónica sonrisa.

Capítulo VI: Keno Kinkaid recibe una visita inesperada

Inclinándose hacia su compañero, Keno Kinkaid musitó:

—Ya tengo el oro.

—¿La mina? —preguntó Bull, conteniendo difícilmente su emoción.

—Sí. He recuperado el huevo que tenía el viejo Dobbs.

—¿Cómo?

—No te preocupes por eso —replicó Keno—. Ya sabes que yo todo lo consigo.

—Pero cuando lo fue a buscar al desierto no sólo no consiguió el plano, sino que, además, dejó allí a Pierce.

—Aquello fue una casualidad. Un poco de mala suerte. Pero en el juego no siempre se ganan todas las partidas. Lo importante es ganar las mejores bazas. Y en este caso la baza principal era la pepita de oro que contiene los planos de los yacimientos. Ésa la he ganado.

—Aún faltan otras.

—Las otras son nuestras, Bull. A estos idiotas sólo les quedan seis días para registrar los títulos de propiedad de sus tierras. Creen que con los títulos de los frailes ya tienen suficiente. No han oído hablar de la nueva revisión. Por eso convenía que no vieran los planos de la mina. Mientras crean que estas tierras sólo sirven para plantar naranjos y patatas, estarán tranquilos. Pero si supiesen que, además, Sierra Mariposa contiene una fabulosa fortuna en oro, no creo que dejaran de ir a revisar sus títulos de propiedad.

—¿Qué ocurrirá si dentro de seis días no han registrado de nuevo sus títulos?

—Si a las doce de la noche no han registrado sus títulos, perderán su derecho a las tierras, que quedarán libres. A las cero horas un minuto del séptimo día, nuestros hombres comprarán en el registro de Sacramento todas las tierras libres, especialmente las de Sierra Mariposa. Es posible que les dejemos lo que ellos desean; pero, de todas formas, San Antonio se convertirá en el centro de nuestro negocio. ¿Advertiste a los muchachos para que estuvieran prevenidos?

—Sí. Irán a la cabaña dentro de… dentro de una hora justa.

—Pues vayamos hacia allí. Prefiero esperarles. Además, quiero abrir el huevo de oro. No me sentiré tranquilo en tanto que no haya comprobado si el viejo Dobbs lo abrió o no…

—¿Quién es ese viejo mal tirador? —preguntó Bull—. ¿Le ha proporcionado él la pepita?

—No hagas preguntas estúpidas, Bull. Y no olvides que desde hoy es necesario vigilar las diligencias e impedir que vaya a Sacramento ninguno de los de aquí. La victoria está demasiado próxima para que nos expongamos a perderla por un descuido imperdonable. Vamos.

Los dos hombres se pusieron en pie y abandonaron la taberna, seguidos por una rencorosa mirada de Burwell. Cuando llegaron a la calle, Bull dirigió una escrutadora mirada a su alrededor, comentando:

—Siempre temo que estos campesinos se sientan valientes y se decidan a ahorcarnos. Si nosotros estuviéramos en su lugar no nos dejaríamos dominar así, ¿verdad, patrón?

—Claro que no; pero ya sabes cómo es esa gente. Pierde el valor en seguida, y cuando se ha dejado dominar ya no sueña en deshacerse del dominio. Vayamos de prisa.

La cabaña hacia la cual se dirigían quedaba a unos trescientos metros de la última casa del pueblo. Antes de que salieran de éste habrían podido advertir, si hubieran puesto verdadera atención en ello, que a unos cuarenta metros les seguía una sombra que se pegaba al suelo o se refugiaba tras los árboles o arbustos que bordeaban el camino, haciéndose prácticamente invisible.

Cuando Kinkaid y Bull, antes de entrar en la cabaña, dirigieron una última mirada a su alrededor, la sombra quedó disimulada entre unas matas de artemisa, de donde salió cuando la puerta se cerró tras los dos hombres. Entonces el hombre a quien pertenecía la sombra cubrió veloz y silenciosamente el camino que le separaba de la casita, llegando junto a ésta en tres minutos. Pegándose a la pared fue bordeándola hasta llegar a una ventana que acababa de iluminarse. En seguida fue corrida desde dentro una cortina que impedía que la luz se escapara a través del cristal; pero ni Keno Kinkaid ni Bull sospechaban que ya hubiera alguien vigilándoles atentamente. Por eso se acercaron a la mesa, sobre la cual se encontraba la lámpara que Bull había encendido, y Keno sentóse en una de las viejas sillas que constituían lo mejor del mobiliario de la cabaña.

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