La diadema de las ocho estrellas / El secreto de la diligencia (13 page)

BOOK: La diadema de las ocho estrellas / El secreto de la diligencia
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—¡Ay, ay! Veo que a Lupe le ha salido una rival muy poderosa. ¿Lamenta no haberla encontrado aquí?

Don César movió afirmativamente la cabeza. Luego dijo:

—Sí. Lo lamento.

—¿Y qué hubiera hecho de haberla encontrado?

—No lo sé. Tal vez hubiera lamentado que estuviera aquí.

—Advierto en usted ciertas debilidades impropias del
Coyote
, don César.

—No son debilidades. Sin vanidad puedo asegurar que esa mujer habría sido mía de haberlo querido yo. No lo quise porque… porque ella admira al
Coyote
y tal vez se burla un poco de don César do Echagüe. Además, tiene un pasado turbio que podría manchar algún día el blasón de los Echagüe; pero si no fuera por todo eso…

—¿Qué?

Encogiéndose de hombros, el hacendado replicó:

—Creo que don César de Echagüe y
El Coyote
marcharían ahora hacia Méjico en pos de la mujer que más le ha impresionado.

—¿Me permite que le recuerde algo que una vez me confió en secreto de confesión?

—No.

—¿Por qué no?

—Porque me hablaría usted de otra mujer que murió en mis brazos y a quien enterré rodeada de crisantemos
[3]
. Sería un loco si le diera la oportunidad de demostrarme que soy un… loco.

—Eso no necesito demostrárselo. Es algo tan sabido… En fin, hemos perdido lo mejor de una mañana y no hemos resuelto nada.

—Por lo menos hemos aumentado nuestra amistad.

—No lo sé. A veces me da usted miedo, don César. Esa otra personalidad que ha adquirido le presta caracteres diabólicos.

—¡Eh!

—Sí,
El Coyote
hace cosas que don César no haría. Y no me refiero a las cosas buenas, sino a las malas. Don César de Echagüe no hubiera nunca descendido hasta hacer el amor a una vulgar aventurera.

Fray Jacinto interrumpióse al sonar en el jardín los pasos de unos pies calzados con duras sandalias. Un franciscano acercábase rápidamente, y al llegar junto a fray Jacinto, anunció:

—Una dama desea verle, hermano.

—¿Quién es?

—La misma que estuvo aquí unos días y que marchó hacia Méjico.

—¡Irina! —exclamó don César—. ¿A qué vuelve? —añadió mirando al fraile que acababa de traer la noticia.

El franciscano movió negativamente la cabeza.

—No ha querido decirlo —y dirigiéndose a fray Jacinto, añadió—: Dice que necesita hablar con usted, hermano. Parece muy excitada.

—Hágala venir —Encargó fray Jacinto.

Y cuando estuvo de nuevo a solas con don César, pidió a éste:

—Escóndase tras aquellos laureles. A menos que se trate de un secreto de confesión, puede oírlo todo; pero si fuera eso último, márchese.

—Se lo prometo, hermano.

Don César corrió a esconderse tras un denso macizo de laureles, y un momento después Irina apareció en pos del franciscano que la había anunciado. La mujer besó la mano de fray Jacinto, y cuando el otro fraile se hubo alejado, anunció en voz baja:

—Necesito ver al
Coyote
. Traigo un mensaje para él.

—¿Un mensaje de quién?

—De un hombre que ya ha muerto…

Capítulo II: La mina de los padres

Irina regresaba hacia San Juan de Capistrano. Era una fuerza superior a ella misma. Era una locura.

—Estoy queriendo coger la imagen de la luna reflejada en el agua —se dijo—. Es imposible. Lo sé. Sin embargo, no puedo resistir a la tentación de seguir probando.

Marchaba sola, desandando el camino seguido a través del desierto, pidiendo al Cielo que el hombre que le había prometido reunirse con ella en Capistrano estuviese aún allí.

El sol pesaba sobre la reseca tierra sembrada de piedrecitas y de arenoso polvo. Ni una gota de agua en cuanto abarcaba la vista. El caballo en que montaba Irina avanzaba cansinamente. Aquel viaje duraba varias horas y las sombras ya no se proyectaban sobre la tierra, porque el sol había alcanzado su cenit.

De pronto aquella soledad desprovista de vida se animó trágicamente. En el cielo planeaban unos buitres, trazando círculos cada vez más reducidos y descendiendo perceptiblemente.

El instinto hizo comprender a Irina el significado de la presencia de aquellas aves. Miró hacia el punto sobre el cual volaban, pero una arenosa loma poblada de secos matorrales le impidió ver nada. Al otro lado debía de encontrarse la presa que vigilaban aquellos buitres.

¿Por qué no se precipitaban de una vez sobre dicha presa? ¿Qué les detenía?

Al cerebro de la joven volvió el recuerdo de una historia que había escuchado mucho tiempo antes. Era la de un hombre que, perdido en el desierto, esperaba el último momento de su vida. ¿Cuáles fueron las palabras con las que quiso indicar su terrible agonía? ¡Ah, sí! «Miren si estaría mal, que ya los buitres volaban cerca de mi cabeza, esperando que dejara de moverme». Eso había dicho. Los buitres sólo esperaban su muerte para lanzarse sobre sus despojos. Eso quería decir que aquellos buitres que estaban volando a un centenar de metros de altura, esperaban que la muerte inmovilizara a su presa, lo cual indicaba que ésta aún conservaba su vida.

Irina guió su caballo hacia la loma. Alegróse de haber guardado un revólver. Con él podría terminar piadosamente la agonía del animal que debía de encontrar allí. Sin duda algún ternero que se había alejado excesivamente de su madre.

El caballo protestó levemente cuando Irina le hizo remontar la colina. Sus patas se hundían en la arena y varias veces estuvo a punto de resbalar. La joven empuñaba con la mano derecha el revólver, manteniendo el pulgar sobre el percusor. Aunque estaba segura de que encontraría a alguna res perdida en el desierto y casi muerta de hambre y sed, como otras muchos miles cuyos huesos sembraban la amplia extensión de aquel desierto, también podía tratarse de un animal salvaje cuyo último ataque pudiera resultar peligroso.

Cuando hubo remontado la loma, Irina quedó un momento desconcertada. En el cielo aún volaban los buitres; pero en la tierra, frente a ella, no se veía nada. Ningún ser viviente, ni ningún cuerpo muerto. Durante un buen rato estuvo recorriendo con la mirada todos los rincones del desierto sin descubrir otra cosa que matorrales resecos, algunos cactus enanos y la calcinada osamenta de un buey.

Ya se disponía a volver atrás para reanudar el viaje hacia Capistrano, cuando un movimiento entre un denso grupo de matorrales atrajo su atención. Aquel movimiento no podía deberse a una ráfaga de viento, porque en aquellas horas hasta el viento había sido dominado por el sol.

Conteniendo sus temores, Irina obligó a su caballo a acercarse a los matorrales. El animal obedeció sin reparo, lo cual hizo comprender a Irina que si entre los arbustos había algún ser vivo, éste no era peligroso. El día antes su caballo casi se había desbocado al pasar cerca de una serpiente de cascabel en la cual ella ni siquiera había reparado.

No obstante, amartilló el revólver y apuntó hacia los arbustos. Al llegar junto a ellos notó que no todos los arbustos estaban plantados en el suelo. Muchos de ellos habían sido arrancados como… Sí, eso era. Los habían arrancado para utilizarlos como protectora cubierta contra el sol. ¡Y debajo de ellos se encontraba un hombre!

Irina bajó el percusor del arma, la guardó y saltó al suelo. Con nerviosa mano retiró los arbustos y descubrió, debajo de ellos, un hombre de unos sesenta años, vestido como los caminantes del desierto o buscadores de oro, con una camisa de franela, un chaleco de pana y unos pantalones también de pana, embutidos en unas viejas botas de minero. Rodeaba su cintura un mal cinturón canana del que pendía una funda vacía. Completaba el atavío del viejo un deformado sombrero de fieltro con el que se cubría la nuca y parte del rostro. Este se hallaba cubierto por una enmarañada barba grisácea, y un lánguido bigote le cubría casi toda la boca.

El hombre tenía los ojos cerrados; pero debió de notar la presencia de un ser viviente, pues moviendo trabajosamente los agrietados labios, pidió:

—¡A… gua! ¡Agua…!

Irina se apostrofó por no haber comprendido en seguida lo que más necesitaba aquel pobre hombre. Incorporándose fue hasta su caballo y descolgó la pesada cantimplora de cinc llena con unos nueve litros de agua. Desenroscando el tapón, Irina levantó la cabeza del viejo y le vertió un poco de agua entre los labios y algo más tarde sobre el rostro.

—¡Más… más! —pidió el hombre, alargando a ciegas las manos hacia la cantimplora.

Irina había oído decir que no era bueno que un sediento bebiese demasiado. Por ello, dejó beber sólo un poco más al viejo y en seguida retiró la cantimplora, y desabrochando la camisa del hombre le vertió un poco de agua sobre el pecho, diciéndose que seguramente aquello no podía perjudicarle.

El agua disolvió la costra de polvo que se había formado en aquel punto y reveló algo que hizo lanzar un grito de horror a la mujer. No era sólo la sed y el calor quienes habían vencido al viejo. En su pecho aparecía una reciente herida de bala que había sangrado abundantemente, y que sabe Dios por qué milagro no había acabado ya con el hombre que la había recibido.

—Un poco más de agua, señora…

Irina vio que el herido había abierto ya los ojos y la miraba lleno de ansiedad.

—No es bueno que beba mucho —murmuró Irina—. Creo que no es bueno, ¿verdad?

—No… Podría matarme —el viejo hizo un esfuerzo por sonreír—. Sí, podría matarme, si no me hubiese matado ya la bala de Keno Kinkaid. Estoy viviendo de milagro… ¡Oh! —el dolor crispó el rostro del herido—. Es peor haber bebido. Creo que ya me estaba muriendo…

Irina le dejó beber un largo trago. Los ojos del viejo cobraron más vida.

—¿Sabe que yo siempre dije que el agua era uno de los venenos que Dios había echado sobre la tierra? Oiga… no voy a durar mucho —con un débil movimiento de cabeza señaló el cielo y los buitres que en él volaban, diciendo—: Ésos lo saben. No se marcharán, no. Pero me alegro de que haya usted venido, señora. ¿No está aquí su esposo?

—No. Voy sola.

—Mal sitio para viajar a solas. Sí, muy mal sitio. Es sólo bueno para serpientes y para buitres. Hace años me dijeron que acabaría convertido en carroña para buitres. Lo acertaron, ¿eh?

—Si puede hacer un esfuerzo y montar en mi caballo, le llevaré a Capistrano…

—No, señora, no. El viejo Dobbs ha hecho su último viaje. Pero… usted sí que debe ir a Capistrano. Sí. Allí está fray Jacinto. Un gran hombre. No comprendo por qué se metió a fraile. Es lo malo de este mundo. Los hombres buenos y grandes se meten a frailes, se encierran en una cárcel, y por el mundo sólo quedan canallas como Keno Kinkaid y su banda. Deme más agua.

Irina le dejó beber nuevamente.

—Gracias —dijo el viejo, apartando la cantimplora—. Ya no beberé más. Limpie bien el gollete. No vaya a ensuciarse cuando tenga que beber. Luego, cuando ya esté en lugar seguro, lleve la cantimplora a un sitio de esos que se llaman museos. Que la expongan diciendo que en ella bebió el viejo Dobbs la primer agua que pasó por sus labios desde que le bautizaron. Los que me conocen creerán que es mentira. ¿Verdad que le llevara un mensaje a fray Jacinto?

—Claro. ¿Quiere algo para su familia, señor Dobbs?

—No tengo familia, señora. No la he tenido nunca. Me encontraron debajo de un cacto, y nadie sabe si nací de la tierra o si me tiraron allí para que me comiesen las serpientes. ¿Sabe que fray Jacinto tiene un gran amigo?

—Debe de tener muchos.

—Sí, tiene bastantes; pero el mejor de todos es
El Coyote
.

Irina sintió, a pesar del calor, un escalofrío.

—Keno Kinkaid me metió una bala para que yo no hablase con
El Coyote
. No quiere que él se meta en esto; pero yo… Yo iba a buscarle. Iba a decirle a fray Jacinto que llamase al
Coyote
y que le dijese que en misión de San Antonio Abad hace falta. ¿Conoce la historia de San Antonio Abad? Fue la primera misión de California; pero mataron a todos los frailes. Y la misión está en ruinas Pero hay un pueblo y gente. Y han buscado todos la mina de los padres. Pero ni saben aún dónde está. Yo tengo el secreto y Keno Kinkaid me lo quiso comprar pero fray Jacinto había dicho que no buscáramos la mina, porque trae desgracia.
El Coyote
sabrá lo que debe hacer. Dele esto a fray Jacinto. Está en el bolsillo del chaleco. Busque…

Irina palpó los bolsillos del chaleco y su mano tropezó con un bulto muy duro. Lo sacó. Era una bolsita de gamuza, dentro de la cual apareció la más enorme pepita de oro que Irina había visto en su vida. Era del tamaño y forma de un huevo de gallina.

—Hermoso huevo, ¿verdad? —musitó Dobbs—. Pero no es buena la yema.

Tras un breve silencio, Dobbs pidió:

—Déjeme descansar en el suelo… Me mareo…

Irina obedeció la petición del viejo, quien prosiguió con voz cada vez más débil:

—Es oro de los padres. Es oro maldito que trae desgracia… mucha… Desde que lo encontré…

Irina aguardó en vano que el viejo Dobbs continuara hablando. La muerte le había cerrado para siempre los labios. En vano vertió Irina más agua sobre el rostro del viejo que había nacido en el desierto y a él había ido a morir. Lentamente guardó el huevo de oro en la bolsa y la metió en un bolsillo. Después, no queriendo dejar aquel cuerpo expuesto a la odiosa voracidad de los buitres, lo cubrió con piedras lo mejor que supo.

Una hora más tarde reanudaba el viaje hacia San Juan de Capistrano. Iba dominada por una intensa emoción. ¿Comprenderían fray Jacinto y
El Coyote
el extraño mensaje que les llevaba?

Capítulo III: El oro de los padres

Fray Jacinto siguió atentamente la explicación de Irina. Cuando ésta hubo terminado, asintió con la cabeza.

—Sí, comprendo algo, aunque no todo. De nuevo vuelven a aparecer la mina y el oro de los franciscanos. Es una historia tan vieja como California. El padre Kino fundó la misión de San Antonio Abad…

—¿Me permite, fray Jacinto?

A esta voz, Irina volvióse hacia los laureles de donde había surgido.

—¡EI
Coyote
! —exclamó con temblor de alegría.

—Buenas tardes, princesa —replicó
El Coyote
.

Fray Jacinto dirigió una inquieta mirada al enmascarado y otra de pesar a Irina. Era indudable que aquella mujer, aquella aventurera tan zarandeada por los temporales del mundo, se había metido muy dentro del californiano. Tal vez porque ella era también una fuerza activa en vez de limitarse a ser una mujer pasiva, como Lupe. Tal vez las mujeres como Irina resultaran más atractivas para ciertos hombres; pero fray Jacinto sabía positivamente que no podían resultar buenas esposas. Si don César llegaba a hacer la prueba comprobaría por sí mismo…

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