La diadema de las ocho estrellas / El secreto de la diligencia (20 page)

BOOK: La diadema de las ocho estrellas / El secreto de la diligencia
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—¿No existe algún escondite posible?

—Ninguno. El Paso de los Caballeros no permite la ocultación de ningún carruaje. Luego, el cañón Milagro está cortado a pico y para hacer desaparecer por allí una diligencia, sería necesario subirla con una grúa hasta las cumbres.

—A pesar de todo, es necesario registrar bien toda la ruta —dijo Burwell. Y agregó con voz quebrada—: Bernie, el conductor, llevaba a Sacramento los títulos de propiedad de nuestras tierras.

—Eso ha sido cosa de Kinkaid —dijo King.

—Desde luego —replicó Burwell—. Pero, si lo ha hecho él, no se lo podremos probar.

—Podemos atacarle —sugirió el tejano.

—No —dijo Roy—. Sería contraproducente. Estoy seguro de que se habrá prevenido bien y morirían muchos hombres sin beneficio para nadie.

—Entonces, ¿qué debemos hacer? —preguntó King.

—Ante todo buscar la diligencia y, a ser posible, encontrar a Bernie.

—Si los títulos no se presentan en el registro de Sacramento el día treinta y uno de julio, a las doce de la noche, perderemos todas nuestras tierras —recordó Burwell.

—Pues marchemos a buscar la diligencia —propuso King.

—Avisemos a todos los del pueblo —dijo Roy—. Necesitaremos mucha gente para registrar el terreno…

Entre los que salieron para reunir a los campesinos de San Antonio Abad, figuraba Lin Rawlins; pero éste, en vez de dirigirse hacia las haciendas cercanas, fue en busca de la casa donde se había instalado Olive Winton.

Ésta se encontraba junto a la ventana, observando lo que ocurría en la calle. Lin Rawlins la saludó cortésmente, y, acercándose a la ventana, dijo en voz baja, procurando que nadie, aparte de la joven le pudiera oír:

—La diligencia ha desaparecido. Iban en ella los títulos de propiedad de estas tierras. Si esos títulos no son presentados en Sacramento antes de las doce de la noche del treinta y uno de este mes, las tierras quedan libres y Kinkaid se podrá apoderar de ellas.

—¿Ha sido obra de Kinkaid? —preguntó la mujer.

—Sí. Él debe de saber dónde están los hombres, los caballos y la diligencia. Han desaparecido como si se los hubiese tragado la tierra o se los hubiera llevado el viento. Pero no se comprometa demasiado.

—No tema, Lin. Adiós.

El buscador de oro siguió su camino y a poco vio llegar a Kinkaid.

—¡Hola, mi querido amigo! —saludó el viejo—. ¿Ya sabe la noticia?

—¿Qué noticia? —preguntó Kinkaid.

—La diligencia ha desaparecido… No ha llegado al parador 97. Cualquiera diría que se la ha comido un lobo. ¡Y yo que había pensado marchar en ella! Si llego a hacerlo… ¡pobre de mí! Ahora se están juntando los campesinos para ir en busca…

—Está bien, Rawlins… Me tiene sin cuidado que se haya comido alguien la diligencia y que ahora vayan a buscarla. Tengo otras preocupaciones más importantes.

Keno Kinkaid siguió adelante y, al llegar a la casa donde se había instalado Olive Winton, se detuvo, pues la joven acababa de salir.

—¿Qué está ocurriendo? —preguntó Olive—. Parece que se han vuelto locos.

—Van en busca de una diligencia que se ha perdido. La misma en que usted llegó.

—Pero… ¿cómo puede perderse una diligencia?

—Cosas más difíciles se han perdido. Incluso imperios. Algunos de ellos por una mujer.

—No creía que usted supiera historia universal —sonrió Olive.

—Yo sé muchas cosas —replicó Kinkaid—. Por ejemplo… conozco la historia de Rusia.

—¿Rusia? ¿Dónde está ese país?

—¿Es posible que usted no lo conozca, princesa Irina?

La mujer se quedó mirando fijamente a Keno Kinkaid, que sonreía burlón. Por fin, una sonrisa apareció también en los labios de Olive.

—Me ha descubierto muy pronto —dijo.

—Una mujer vulgar hubiera podido ocultar su verdadera identidad, princesa. Pero hace tiempo me dijeron que la princesa Irina era la mujer más hermosa que había llegado a California. Al verla pensé que la princesa Irina no podía ser más hermosa que usted. Y, casualmente, uno de mis hombres la vio a usted en Sacramento no hace mucho, princesa.

—Si no le importa, preferiría que no me llamase princesa. En Sacramento ocurrieron ciertas cosas que prefiero no recordar y, sobre todo, que no sean recordadas por los demás.

—Está usted entre amigos, señorita. Nadie le recordará nada. Aquí todos necesitamos del olvido. Por cierto que si algunos informes confidenciales que llegaron hasta mí no me engañan, usted luchó contra
El Coyote
.

—Luché contra él —dijo—. Pero parcialmente fui vencida.

—¿Qué quiere decir con eso?

—Que me impidió triunfar del todo. Pero no pudo evitar que triunfase en parte. Yo buscaba un premio, y lo obtuve.

—¿Qué premio era?

—Pregunta usted mucho. Era un premio en oro. Muchos miles de dólares. Abandoné Sacramento para marchar a Méjico. Una vez allí, deposité el dinero en lugar seguro y volví para…

—¿Para qué?

—Para vengarme.
El Coyote
y yo aún no hemos reñido nuestra última batalla.

—¿Odia mucho al
Coyote
?

—Sí.

—No es usted la única que le odia.

—Ya lo sé.

—Para luchar contra él hacen falta aliados. ¿Los tiene?

—Sí. En mi inteligencia y en mi corazón.

—Le faltan las manos. Únase a mí.
El Coyote
se ha cruzado en mi camino. Está en San Antonio.

—¿Aquí? —Preguntó fríamente Irina.

—Sí. ¿No le ha reconocido?

—Nadie conoce al
Coyote
.

—Yo le conoceré y haré que se arrepienta de haber luchado contra mí.

—Yo le ayudaré en eso.

—Gracias… De momento seremos compañeros de lucha. Más adelante seremos…

—¿Qué? —preguntó Irina.

—Más adelante tendré mucho oro. Entonces resultaré más atractivo para usted, ¿no?

—El mayor atractivo que para mí puede tener un hombre es ser enemigo del
Coyote
—sonrió Irina.

Capítulo X: En busca de la diligencia

Durante el final de la tarde y toda la noche del veintisiete de julio, los hombres de San Antonio estuvieron buscando afanosamente la diligencia desaparecida. Se registró el terreno centímetro a centímetro, sin que se encontrase el menor rastro. Un centenar de metros más allá del puente del Paso de los Caballeros terminaban las huellas de las ruedas de la diligencia; precisamente en el punto donde el camino quedaba encajonado entre dos paredes de roca de casi cien metros de altura.

Al día siguiente se registraron todos los arbustos y rincones inmediatos al camino.

El día veintinueve los investigadores se extendieron más lejos, por las laderas de los montes de la Sierra Mariposa.

El día treinta, a mediodía, se encontró el primer rastro. Uno de los encargados del establo descubrió junto a un despeñadero una huella de herradura que identificó como perteneciente a uno de los cuatro caballos que tiraban de la diligencia.

—No puedo equivocarme —dijo—. Estoy seguro de que esta huella la dejó aquel caballo. Llevaba una herradura rota.

La huella quedaba al borde de un despeñadero; pero a corta distancia se encontraba un camino que descendía al fondo y en el cual fueron halladas otras huellas de la misma herradura.

—Por aquí pueden haber bajado los caballos y los hombres —dijo Roy—. Pero no es posible que haya bajado la diligencia.

—Tal vez la tiraron desde arriba —dijo King.

—Ningún vehículo de ruedas podría haber llegado hasta el borde de este barranco —contestó Roy.

—Sin embargo, estoy seguro de que encontraremos algo en el fondo.

Algo se encontró, efectivamente, en el fondo del barranco; pero no fue ni los caballos ni la diligencia. Entre los arbustos, mal cubiertos de piedras y tierra, se encontraron los cuerpos de Bernie y Funny. El primero presentaba una sola herida entre las cejas. El otro tenía tres. Dos de ellas mortales de necesidad.

Aquella noche, al regresar a San Antonio Abad, los campesinos llevaron el cuerpo del conductor de la diligencia y el del guarda de la misma, pero ninguna noticia acerca del paradero del vehículo.

—No les dejaron nada encima —dijo Burwell, después de registrar las ropas de los muertos.

Los cadáveres habían sido llevados interinamente a la taberna, y con sabia prudencia los hombres de Kinkaid se abstuvieron de acercarse por allí. Es más, Keno Kinkaid se disponía a marcharse del pueblo, y lo mismo habían hecho ya casi todos sus hombres.

—Les quitaron los títulos de propiedad —dijo King.

—Sí, y nos han dejado sin nada —musitó Burwell—. Debimos haber empleado otro sistema. Pero creía que el utilizado era el mejor.

—Todos los medios son buenos, si salen bien —dijo alguien tras los reunidos.

—¡
El Coyote
! —exclamaron varias voces al identificar al enmascarado, que estaba en el mismo sitio donde le vieran por primera vez.

—Buenas noches —saludó
El Coyote
—. ¿Qué piensan hacer?

—¿Qué podemos hacer? —preguntó Burwell—. Todo se ha perdido.

—Aún quedan dos soluciones —replicó el enmascarado.

—¿Cuáles? —preguntó King.

—La primera es encontrar los títulos de propiedad.

—Eso es imposible —dijo Burwell.

—No. Los títulos están en la diligencia.

—¿Cómo lo sabe? —preguntó Roy.

—Lo demuestra el hecho de que la diligencia no haya sido encontrada. Cuando se disparó sobre Bernie y Funny se hizo con el deliberado propósito de matarlos. Se creyó que sería fácil encontrar los títulos de propiedad… Si se hubieran hallado, la diligencia no habría sido escondida. ¿Para qué tomarse tantas molestias?

—Es verdad —dijo King—. Los títulos deben de encontrarse allí.

—Si fuese así, hubieran prendido fuego a la diligencia —dijo Roy—. De esa forma sabían que destruían los títulos.

—Sólo sabían que destruían una diligencia y su cargamento —replicó el enmascarado—. ¿Y si los títulos estaban en otro lugar? Antes de destruir la diligencia convenía asegurarse de si los documentos estaban allí. Un exceso de confianza podía resultar fatal.

—¿Cuál es la otra solución? —preguntó uno de los campesinos.

—Que unos cuantos de ustedes, los más valientes, se dirijan a Sacramento para poder ser los primeros en inscribir estas tierras si a las doce de la noche del treinta y uno aún está por confirmar el título de propiedad de San Antonio.

—¡Claro! —exclamó Burwell—. Es mismo que intentará hacer Kinkaid.

—Los que vayan a Sacramento no deben olvidar que Kinkaid les disputará con las armas en la mano el paso hacia el registro.

Un estremecimiento recorrió a casi todos los que estaban en la sala. Solamente King y Roy permanecieron impasibles. Ellos eran, además del
Coyote
, los únicos capaces de reñir una buena pelea.

—Saldremos mañana por la mañana —dijo el tejano.

Pero entre los demás no hubo ningún entusiasmo. La vida era buena para vivirla, pero no para perderla en beneficio de los demás.

—¿Nos acompañará usted, don
Coyote
? —preguntó Roy.

—Les ayudaré. Buenas noches.

El Coyote
retrocedió hacia la puerta por donde había entrado y un momento después se oyó el galope de su caballo.

A la mañana siguiente, tres jinetes abandonaron San Antonio con las primeras luces del alba. Eran King, el comisario Roy y el tabernero Burwell.

Lin Rawlins, desde su pajar, los vio alejarse.

—A veces me pregunto si vale la pena molestarse en ayudar a los hombres —murmuró—. ¡Qué pocos merecen ser ayudados!

A las diez de la mañana Keno Kinkaid también abandonó San Antonio. Le acompañaban Bull y ocho hombres más.

Un momento después de su salida del pueblo, Lin Rawlins, que los observaba pensativo, oyó que alguien se acercaba al pajar.

—¡Irina! —llamó cuando la mujer apareció ante él.

—Kinkaid se ha marchado —anunció Irina—. No pude conseguir que me dijese dónde estaba la diligencia, pero me dijo algo que me ha estado haciendo pensar mucho. Comentó que desde San Antonio a Sacramento sólo existe un lugar debajo del cual es posible esconder una diligencia.

—¿Debajo?

—Sí. Eso fue lo que dijo.

—Debajo de… —Lin Rawlins quedó pensativo. Luego repitió varias veces—. Debajo…, debajo… ¡Claro! Es… es… Adiós, Irina. Voy en busca de la diligencia.

—Yo le acompaño.

—No. Hay peligro…

—Por eso quiero acompañarle. Vamos.

—Bien. No perdamos más tiempo. Busque un caballo y algún arma… Kinkaid tenderá alguna emboscada y no quiero caer tontamente en ella.

Capítulo XI: El puente de los Caballeros

Nadie observó la marcha del enmascarado jinete y de la mujer a quien en San Antonio se conocía con el nombre de Olive Winton. A las once de la mañana, cuando el sol era ya casi fuego, partieron a buen paso hacia Sierra Mariposa. Ascendieron por el camino, encontrando de vez en vez la aliviadora sombra de los árboles que crecían en la ladera y que en aquel punto eran muy frondosos.

A las doce y media llegaron a la cumbre, o sea, a la entrada del Paso de los Caballeros.

—¿Sospechaba dónde se encuentra la diligencia? —preguntó Irina.

—Sí —afirmó
El Coyote
—. Ha de estar ahí.

Con la mano derecha señaló el puente que se encontraba en la parte central del Paso de los Caballeros.

—¿Debajo del puente? —preguntó Irina.

—Es el único lugar que resulta un poco lógico.

El puente había sido tendido sobre el cauce de un antiquísimo torrente. Sólo en el invierno y al comienzo de la primavera bajaba el agua por allí. En aquellos momentos todo el cauce del torrente estaba lleno de vegetación. Y como habían pasado muchos días desde la última lluvia, los arbustos y matorrales, que, debido a la humedad del suelo alcanzaban una altura enorme, estaban cubiertos por una densa capa de polvo.

El Coyote
e Irina se detuvieron en el puente, y, desmontando, examinaron el terreno a ambos lados del puente y especialmente en sus extremos.

—Por aquí no puede bajarse ninguna diligencia —dijo Irina.

—No ha sido bajada —murmuró
El Coyote
—. Los arbustos estarían rotos y no ocurre así.

Efectivamente, las altas ramas de los matorrales y arbustos aparecían no sólo intactas, sino que, además, la gran cantidad de polvo que los cubría indicaba bien claramente que por entre ellos no había pasado ningún carruaje, que hubiera producido evidentes destrozos en la vegetación.

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