La diadema de las ocho estrellas / El secreto de la diligencia (18 page)

BOOK: La diadema de las ocho estrellas / El secreto de la diligencia
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—Es un hermoso sitio donde ocultar el plano de la mina —dijo depositando sobre la mesa, en el círculo de luz de la lámpara, la ovalada pepita de oro.

Sacando un cuchillo, Keno Kinkaid lo abrió y durante unos instantes estuvo examinando la pepita hasta hallar lo que buscaba; entonces apoyó el filo del cuchillo en una casi invisible ranura y apretó suavemente.

—¡Está! —exclamó, cuando, al partirse en dos la pepita, mostró que dentro de ella, en una pequeña cavidad, encontrábase un papel doblado muchas veces—. Temí que lo hubieran descubierto.

—¿Es el plano? —preguntó Bull, mirando ávidamente el papel.

—Sí. Lo destruiremos para que no caiga en manos de nadie.

—Pero si lo destruye no podremos encontrar la mina.

—¿Qué importa eso? —replicó Kinkaid—. Yo sé dónde está la mina. Y eso basta.

Desdoblando el papel lo examinó un momento y, por último, lo acercó al tubo del quinqué para prenderle fuego. Pero, antes de que pudiese hacerlo, una voz le ordenó desde la puerta:

—No haga eso, Kinkaid.

Los dos hombres volvieron la mirada hacia el lugar de donde llegaba la voz, al mismo tiempo que iniciaban la busca de sus revólveres. Pero ninguno de ellos terminó el ademán, pues la orden recibida iba apoyada por un revólver empuñado firmísimamente por un hombre vestido a la moda mejicana y cuyo rostro estaba cubierto por un negro antifaz.

—¿Qué quiere? —preguntó Kinkaid, haciendo un esfuerzo por identificar al enmascarado.

—Ese plano de la mina de los padres —respondió el otro.

—Pero… ¿quién es usted?

—Es
El Coyote
—tartamudeó Bull.

—¡
El Coyote
! —silabeó Kinkaid, cuya mano tembló perceptiblemente.

—Hace años nos encontramos por primera vez, Bull —dijo
El Coyote
, avanzando un paso y cerrando la puerta tras él—. ¿Recuerdas lo que te prometí?

Nerviosamente, Bull quiso desenfundar su revólver, pero
El Coyote
se anticipó y la mano con que Bull había querido empuñar su Colt fue llevada a la oreja que la bala disparada por
El Coyote
acababa de rasgar. La sangre corrió por entre los dedos de Bull, que ya no volvió a intentar moverse.

—Prometí que te mataría —siguió
El Coyote
, a la vez que amartillaba de nuevo el revólver—. Por ahora no cumplo del todo mi palabra, porque ya sabes que no me gusta matar a la gente indefensa; pero como has insistido en seguir el mal camino que me prometiste abandonar si te dejaba seguir viviendo, no tardaré mucho en herirte en un lugar más eficaz.

—Oiga, don
Coyote
, ¿por qué no llegamos a un acuerdo? —propuso Kinkaid, mirando fijamente al enmascarado—. Hay mucho dinero a ganar y podemos repartirlo…

—Nunca comparto con los demás lo que puede ser para mí solo —sonrió
El Coyote
—. Deme el plano de la mina.

—Si lo quiere tendrá que… —empezó Kinkaid.

—Ya lo sé. Tendré que matarle. ¿Cree que eso me importa lo más mínimo, Kinkaid? No. Le mataré sin ningún remordimiento de conciencia. Y si lo duda, en su mano está el comprobarlo. ¿Me da el plano?

Kinkaid vaciló unos segundos, pero al fin dejó caer el papel sobre la mesa, junto a la pepita de oro que le había servido de estuche.

—Gracias —dijo
El Coyote
—. Ahora tengan los dos la bondad de soltarse los cinturones con los revólveres. Pero no se dejen tentar por el deseo de hacer algo más.

Kinkaid y Bull se desciñeron los cinturones canana y los dejaron caer al suelo junto con los revólveres que pendían de ellos.

—Ahora vuélvanse de espaldas —siguió ordenando
El Coyote
.

—¿Por qué se mete en este juego? —preguntó Kinkaid.

—Porque soy un entrometido —replicó
El Coyote
—. Vuélvanse de espaldas.

—¿Por qué se preocupa por la suerte de esos campesinos? —insistió Kinkaid—. A nuestro lado…

—A su lado yo no me coloco ni para utilizar su sombra, señor Kinkaid. Y no trate de entretenerme hasta que lleguen sus amigos, porque no lo va a conseguir. Y ahora le ordeno por última vez que se vuelva de espaldas. Si no lo hace, le dejaré de espaldas para siempre.

—Está bien —jadeó Kinkaid—. Pero le prevengo que se ha buscado en mí a un malísimo enemigo.

—Seguramente; pero me gustan los malos enemigos. Vuélvanse y avancen hacia la pared.

Bull y Kinkaid obedecieron, dando algunos pasos hacia la pared.
El Coyote
se guardó en un bolsillo el plano de la mina y luego recogió del suelo los dos revólveres. Por último, acercóse a los dos hombres y se convenció de que ninguno de ellos ocultaba arma alguna grande ni pequeña. Con unas cuerdas que se encontraban en un rincón, ató concienzudamente a Bull y a Kinkaid, de manera que ninguno de ellos pudiera soltarse por sus propios medios.

—Si es usted prudente, Kinkaid, abandonará la lucha —dijo antes de marcharse—. Nada podrá contra mí y, por el contrario, va a acabar muy mal.

—Aproveche la oportunidad, don
Coyote
. No se le ofrecerá otra mejor para matarme.

—Si trata de que Bull le considere un hombre audaz, no está mal su bravata; pero si espera que yo le crea un héroe, pierde el tiempo. Sabe muy bien que yo soy incapaz de asesinar a un hombre indefenso. Por eso habla; pero, como según parece, las orejas no le sirven de nada, pues no quiere escuchar buenos consejos, se las cortaré si repite otra bravata como la anterior… ¿Por qué no dice ahora que aproveche la oportunidad de cortarle las orejas?

Kinkaid permaneció callado, y, al cabo de unos instantes,
El Coyote
sonrió.

—Veo que es prudente, amigo… Demuéstrelo del todo marchándose de San Antonio. Buenas noches. No olvide que lucha contra mí… y que hasta ahora
El Coyote
nunca ha sido derrotado.

—Alguna vez será la primera… y la definitiva.

—Sin duda alguna. Buenas noches, señor Kinkaid. Hasta la vista.

El Coyote
apagó la lámpara y salió de la cabaña. Cerró con llave por fuera y tiró ésta muy lejos. Luego, con menores precauciones que antes, regresó a San Antonio.

Capítulo VII: Los ciudadanos de San Antonio Abad

La taberna de Burwell había sido ya abandonada por sus habituales clientes; pero esto no quiere decir que estuviese vacía. A ella habían ido acudiendo numerosos hombres cuyos rostros y manos hablaban claramente de su profesión de trabajadores de la tierra. Casi ninguno de ellos iba armado, y de los dos que llevaban revólver al cinto, uno era un viejo comisario de lacio bigote, en tanto que el otro era un hombre de unos treinta años, alto, desgarbado, pero en cuyos ojos brillaban unas peligrosas lucecillas. Llevaba el revólver sujeto a la pierna, y aunque decía ser de Wyoming, el comisario afirmaba, sin temor a equivocarse, que se trataba de un tejano, aunque no había intentado nunca averiguar si el nombre de King era el verdadero del supuesto habitante de Wyoming, ni si entre los boletines de captura que guardaba en un cajón estaba el correspondiente a aquel hombre que, con él, era la única barrera que se oponía a las ambiciones del grupo de Kinkaid.

Burwell colocó sobre el mostrador varias botellas y vasos, y los otros se fueron acercando, bebiendo sin prisa, paladeando el licor con que les obsequiaba el tabernero.

—Keno Kinkaid tiene otra vez la pepita de oro que contiene el plano de la mina —anunció, de pronto, Burwell.

—¿Es por eso por lo que nos hiciste llamar? —preguntó uno de los campesinos.

—Sí.

—¿Quién se la proporcionó?

—Un viejo buscador de oro que, en lugar de esconderla, vino aquí y la exhibió ante todos. Kinkaid se la compró, aunque pudo ahorrarse el hacerlo; pero ya sabéis que le gusta cubrir las apariencias.

—Si el viejo Dobbs no hubiera sido tan terco, ahora podríamos ser nosotros los dueños del oro —dijo otro de los reunidos.

—Ya sabéis mi opinión acerca de eso —intervino el comisario—. No nos daría suerte. Es oro maldito.

—La peor maldición del oro es no tenerlo, Roy —dijo otro campesino—. A todos nos iría muy bien.

—Acabaríais matándoos los unos a los otros por ese oro —dijo King, el tejano—. Eso ya ha ocurrido otras veces.

—Aquellos otros hombres eran demasiado ambiciosos. Lo querían todo para uno solo.

—Y en cuanto vieseis el yacimiento y el oro, también os ocurriría lo mismo a vosotros —dijo Roy—. He visto hombres serenos, tranquilos, que no perdían la cabeza por nada, pero que, de pronto, un día se encontraron ante un montón de oro y entonces perdieron todo el sentido y se portaron como unos locos.

—Bien; lo importante es que Keno Kinkaid tiene el plano que Dobbs pensaba entregar a fray Jacinto, de la misión de Capistrano —dijo Burwell—. Y eso quiere decir que Kinkaid ya sabe dónde está el oro. Lo explotará y arruinará esta tierra, porque hará que acudan mineros de toda la nación. Será peor que Dodge City.

—Un grupo de hombres decididos terminaría esta misma noche con Kinkaid y los suyos —dijo King—. Yo los conduciré, si ellos tienen valor para seguirme.

—No hace falta eso, King —dijo una voz que llegaba de un rincón de la sala—. No hace ninguna falta.

Todos se volvieron hacia el lugar de donde procedía la voz y vieron a un hombre vestido a la moda mejicana y sentado en una silla, con una pierna cruzada sobre la otra. Un negro antifaz le cubría el rostro, sobre el cual extendíase, además, la sombra producida por el ala del sombrero.

La advertencia del enmascarado detuvo al tejano cuando éste ya tenía la mano casi sobre la culata de su revólver.

—¿Es usted
El Coyote
? —preguntó King, sin retirar la mano del lugar hasta el cual la había llevado.

—Sí, King, soy
El Coyote
.

Tras una breve pausa, el enmascarado siguió:

—Vengo en plan de amigo, Roy. No intente repetir lo que ya le falló una vez.

El comisario retiró la mano de junto a la culata del revólver que guardaba en una invisible funda sobaquera. Aún recordaba lo cerca que había zumbado la bala que años antes le había disparado
El Coyote
cuando quiso sorprenderle con un inesperado ataque.

—Gracias, Roy. Es usted un hombre honrado y me duele tener que matar o herir a los hombres que pueden ser útiles a la sociedad.

Dirigiéndose a todos los reunidos,
El Coyote
prosiguió:

—He venido a ayudarles en su lucha, pero temo que no se sientan muy inclinados a luchar. Por lo que he oído, les falta la suficiente energía para imponerse a Kinkaid. ¿No es cierto, King?

—Ellos están acostumbrados al arado y la pala, no al revólver ni al rifle —respondió el tejano.

—Ya lo sé —respondió
El Coyote
—. Han venido a conquistar la tierra y a regarla con el sudor de su frente. Eso es lo noble y lo honrado; pero la tierra hay que defenderla a veces con las armas en la mano. Y, a propósito, Burwell. ¿Son ustedes realmente dueños de las tierras que ocupan?

—Hace años los padres las registraron en Monterrey. Recibieron los títulos de propiedad y más tarde nos los cedieron a nosotros para que explotáramos las tierras.

—¿Qué terreno abarcan las tierras de los padres?

—Toda la Sierra Mariposa y la tierra que se extiende desde allí hasta el desierto, pasando por San Antonio.

—¿Han revisado sus títulos de propiedad? —preguntó
El Coyote
.

—¿Por qué hemos de revisarlos? Están en orden.

—Estaban en orden hace veinte años; pero de entonces acá han ocurrido muchas cosas. Los títulos registrados en las oficinas de Monterrey ya no son válidos.

—¡Eh! —gritó Burwell—. ¿Qué está diciendo?

—La verdad. En la oficina de Monterrey se cometieron tantos abusos, que el Gobierno tuvo que anular las cesiones de tierras dictadas por aquel registro. Se ha dado a los campesinos un año de plazo para la revisión de sus títulos. El que no haya entregado por todo el día treinta y uno de julio los títulos registrados en Monterrey, y, a ser posible, los documentos de concesión mejicanos o españoles, o sea anteriores a la ocupación norteamericana, perderá todo su derecho a sus tierras. El que presente los títulos antiguos, además de los del año cincuenta, se verá confirmado en seguida en su derecho. El que sólo tenga los títulos expedidos por Monterrey, tardará algún tiempo en poderse llamar dueño de sus tierras, pues se realizará una investigación. Y si algunas tierras no han sido debidamente registradas a las doce de la noche del día treinta y uno, o sea, dentro de seis días, dichas tierras pasarán a dominio público, y a las cero horas, un minuto del día primero de agosto, podrán ser reclamadas por cualquiera que se presente en Sacramento.

Un profundo silencio reinó en la sala cuando
El Coyote
dejó de hablar. Todas las miradas estaban fijas en él, pero nadie pronunciaba una sola palabra. Aquel silencio fue roto por una cercana detonación. Todas las cabezas se volvieron hacia el lugar de donde procedía. Oyéronse pasos precipitados y un hombre entró en la taberna, fue hacia el mostrador y se sirvió con temblorosa mano una copa de whisky.

—¿Qué te ha ocurrido? —preguntó Burwell.

El hombre, que temblaba convulsivamente, tenía aspecto y olor de pastor de ovejas. Se cubría la cabeza con un viejo sombrero mejicano, cuya cónica copa aparecía limpiamente perforada.

—Mira —dijo el pastor, señalando el agujero.

—¿Quién disparó contra ti? —preguntó King.

—No lo sé; pero por poco me deja en el sitio.

—Siempre te dije que llevabas el sombrero demasiado alto —comentó uno de los presentes—. Con un sombrero de copa más bajo ni te habrías dado cuenta de nada.

—Fui a dormir al pajar —siguió el pastor, sin hacer caso de la interrupción—. No sabía que hubiese nadie dentro… Empujé la puerta y desde dentro me dispararon un tiro terrible. Sólo tuve tiempo de agarrar el sombrero y salir huyendo.

Burwell se echó a reír.

—Eso ha sido cosa de Rawlins —dijo—. La puerta del pajar chirría terriblemente. Debió de despertarse y disparó. A ciegas debe de ser un tirador formidable. Pero… ¿y
El Coyote
? ¿No estaba…?

—Debió de desaparecer cuando entró ese —replicó Roy, indicando al pastor—. Todos nos distrajimos y él aprovechó el momento. Ya no tenía nada más que decirnos.

—¿Qué os parece lo que nos advirtió? —preguntó King.

—Tenemos que enviar en seguida los documentos a Sacramento —dijo Burwell—. Por fortuna los guardo en la caja de caudales. Cuando nos cedieron las tierras pedí que nos diesen también los títulos de propiedad españoles. Creí que sólo servirían como curiosidad, pero me parece que nos van a ser muy útiles.

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