La diadema de las ocho estrellas / El secreto de la diligencia (21 page)

BOOK: La diadema de las ocho estrellas / El secreto de la diligencia
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—Entonces… ¿no está aquí?

—Sí, sí. Está debajo del puente; pero no sé cómo pudieron colocarla así sin… ¡Oh! ¡Ya entiendo! Mire.

El puente no era muy ancho. Estaba formado por dos recios troncos paralelos, sobre los cuales se habían clavado, muy juntos, numerosos y recios tablones. En el extremo más cercano a San Antonio,
El Coyote
arrodillóse y estuvo unos instantes examinando los tablones.

—No hace mucho que han sido desclavados —dijo, de pronto—. Todo está bien claro. Desclavaron unos cuantos tablones hasta dejar un espacio que permitiera hacer bajar por la pendiente la diligencia. Cuando la tuvieron debajo del puente volvieron a clavar los tablones y por eso no rompieron ni una rama de los arbustos que crecen a los lados. Vamos.

El Coyote
empezó a bajar por la pronunciada pendiente, rompiendo las secas ramas y llenándose de polvo. Irina, protegiéndose el rostro con el brazo, le siguió. En dos minutos estuvieron debajo del puente, y ante ellos apareció la masa de la diligencia 165, número que ostentaba pintado en las portezuelas.

Reinaba una cierta penumbra, pero la luz del día era tan intensa que no había dificultad en ver con bastante detalle el estado en que se encontraba la diligencia. El departamento trasero, cerrado con una lona y destinado a guardar equipajes, estaba rasgado por vanas cuchilladas. En el interior también se habían desventrado los cojines y colchonetas, sembrando de crin todo el suelo.

—Yo buscaré arriba —dijo Irina, encaramándose al pescante.

El Coyote
fue bordeando la diligencia. Al fin se detuvo debajo del asiento del conductor. Era indudable que Bernie debió de esconder muy bien los documentos; pero ¿dónde?

De pronto su mirada quedó fija en la placa metálica que anunciaba la propiedad de aquella diligencia, así como su peso, año y lugar de construcción. La mano del conductor debió de llegar allí con gran facilidad, y entre la placa y la madera a que estaba sujeta quedaba un espacio de medio centímetro…

El Coyote
hundió los dedos por aquel espacio y un escalofrío le recorrió el cuerpo al rozar un bulto. Sacando un cuchillo trató de introducirlo por la ranura, pero temiendo destrozar los documentos, utilizó el cuchillo como destornillador para soltar la placa metálica. Lo consiguió en un par de minutos. De pronto, un paquete envuelto en un trozo de tela de algodón cayó al suelo.

El Coyote
se inclinó a recogerlo. Cuando se disponía a incorporarse, una amenazadora voz le ordenó:

—Suelte eso y levante las manos.

Al volver la cabeza vio ante él a Bull, que le encañonaba con un revólver firmemente empuñado.

El Coyote
levantó poco a poco las manos. En los ojos de Bull estaba leyendo el ansia de venganza que dominaba a aquel hombretón. ¿Cómo pudo llegar hasta allí sin hacer ningún ruido? No era difícil. El suelo estaba cubierto de polvo, que era como una amortiguadora alfombra.

—Es usted muy listo, don
Coyote
—siguió Bull—. Nosotros no pudimos encontrar los documentos. Pero no los necesitábamos. Y ahora los que los necesitan no podrán utilizarlos, porque le voy a matar.

Un leve crujido llegó desde lo alto de la diligencia a los oídos del
Coyote
Bull no pudo oírlo. Por temor a que se repitiera antes de tiempo,
El Coyote
carraspeó para ahogar así otro nuevo crujido que se produjo.

—Me gustaría arrancarle una oreja, don
Coyote
—siguió Bull—. Pero antes quiero decirle una cosa. Ha caído muy bien en la trampa que le tendió Keno Kinkaid. ¿Dónde está Irina?

¿Era posible que Bull no hubiera visto a la compañera del
Coyote
? Tal vez hubiese estado oculto debajo del puente y por ello no pudo ver…

—¿Qué sabe de Irina? —preguntó el enmascarado.

—El jefe la vio cuando volvió con usted a la tumba del viejo Dobbs. Creyeron jugar con él y fue Kinkaid quien estuvo haciendo de gato y ustedes de ratones. Ayer le dijo lo suficiente para que
El Coyote
viniera aquí y yo pudiese hacer lo que tanto he deseado.

Bull levantó un poco más el revólver y una detonación llenó el espacio que quedaba debajo del puente. Bull giró sobre sus tacones, en tanto que una roja mancha se extendía por su brazo izquierdo. Lanzando una maldición quiso volverse para disparar contra
El Coyote
o contra Irina, que desde lo alto de la diligencia le había atacado, pero ya la mano derecha del
Coyote
empuñaba un llameante Colt cuyo mensajero demuerte inmovilizó para siempre los latidos del corazón de Bull.

Todo el odio que llenaba el rostro de éste desapareció, cediendo el paso al dolor y la angustia; luego, lentamente, el bandido desplomóse sobre el polvo y quedó inmóvil. La sangre ennegreció el blanco polvo, que volvió a caer lentamente, cubriendo el cuerpo de Bull, que había tendido su última emboscada.

—Ya te previne que te mataría —dijo
El Coyote
.

Y volviéndose hacia Irina, agregó:

—Démonos prisa. Tenemos el tiempo justo para llegar a Sacramento.

Capítulo XII: La carrera

No menos de nueve horas serían necesarias para llegar a Sacramento, en el supuesto de que en los paradores 97 y 96 fuera posible reponer los caballos. Irina y
El Coyote
lanzáronse velozmente hacia la meta que se habían fijado. En aquel momento eran las dos y cuarto de la tarde.

La carretera estaba solitaria. Kinkaid y los suyos, así como King, Roy y Burwell llevaban una gran ventaja.
El Coyote
no hizo nada por ahorrar las fuerzas de su caballo y a las cuatro y cuarto llegaba al parador 97.

Ted Sloan acudió a su encuentro. Al ver al
Coyote
llevó instintivamente la mano a la culata de su revólver. Pero se contuvo al recordar por quién luchaba en aquellos momentos el famoso enmascarado.

—No tengo buenos caballos de repuesto —dijo—. Los que les daría están en peores condiciones que los suyos. Pero en el noventa y seis encontrarán buenos caballos de repuesto. Allí tienen caballos rápidos para los jinetes del correo.

El Coyote
e Irina bebieron agua fresca y antes de que se marcharan, Sloan les preguntó:

—¿Han encontrado los títulos de propiedad?

—Sí —respondió concisamente
El Coyote

Después de dar de beber a los animales se reanudó la carrera. A las siete de la tarde llegaron a la vista del parador noventa y seis. En él no se detenía la diligencia y tal vez por eso nadie acudió al encuentro de los jinetes; pero cuando
El Coyote
e Irina, después de saltar al suelo, entraron en el local, comprendieron el verdadero motivo de que nadie les esperase. Seis hombres estaban atados sólidamente a otras tantas sillas. Tres de ellos eran los encargados del parador. Los otros tres eran King, Roy y Burwell.

—Caímos en una trampa —explicó Burwell—. Kinkaid se nos adelantó y nos cazó como conejos.

El Coyote
cortó las ligaduras de los presos.

—Necesito caballos —dijo a los encargados del relevo.

—Kinkaid se los llevó todos —dijo King—. Incluso los nuestros.

—Pero tenemos un corral donde guardamos los mejores —se apresuró a decir uno de los del parador—. No creo que los haya descubierto.

—Llévenos a ese corral —ordenó
El Coyote
.

—¿Ha encontrado los títulos? —preguntó Burwell, cuando salieron de la casa y se adentraron por entre los árboles, hacia el lugar donde estaba situado el corral.

—Si —respondió
El Coyote
—. Los encontré.

Por el camino explicó brevemente lo ocurrido, terminando:

—Pero si no llegamos a Sacramento antes de las doce de la noche, todo habrá sido inútil.

—Se ha perdido mucho tiempo —suspiró Roy—. Ese Kinkaid es terriblemente astuto. Se ha librado de obstáculos todo el camino.

A las nueve de la noche se reanudó la carrera. Habíase perdido un tiempo precioso, pero gracias a los buenos caballos que ahora montaban todos, no se tardaría en recuperar lo perdido. Especialmente, merced a que el camino era ya completamente llano hasta Sacramento.

King conocía algunos atajos, que fueron utilizando a riesgo de que alguno de los caballos sufriera una caída fatal. Irina lograba a duras penas mantenerse al mismo nivel que sus compañeros; pero, no obstante, éstos tuvieron que reducir varias veces su velocidad para no dejarla atrás.

A las once de la noche les encontraron a la vista de la capital de California. Sus luces brillaban como una promesa de victoria, pero King susurró al oído del
Coyote
:

—No podemos llegar antes de tres cuartos de hora.

—Es suficiente —replicó
El Coyote
.

Se aumentó la rapidez de la carrera, sacando hasta la última onza de fuerza de los caballos. Éstos avanzaban jadeantes, respondiendo valientemente a las exigencias de sus jinetes, y media hora más tarde, sus cascos resonaban sobre el piso de la calle Kearny de Sacramento.

¡Faltaban veinticinco minutos para las doce!

—¡Hemos triunfado! —gritó Burwell.

Como si se hubiera esperado este grito, sonaron varias detonaciones y el caballo en que montaba Burwell se desplomó herido de muerte, enviando al tabernero, dando tumbos, a varios metros de distancia.

Detuviéronse todos y a una voz del
Coyote
desmontaron. Al mismo tiempo sonaron nuevos disparos de rifle y otro de los caballos cayó herido, relinchando de dolor.

—¡Es la última trampa que nos ha tendido Kinkaid! —gritó Roy.

El Coyote
buscó con la mirada a Irina y la vio refugiada en un portal, empuñando el revólver con que había disparado sobre Bull.

—No te muevas de aquí —dijo
El Coyote
, yendo hacia ella—. Volveré a buscarte.

Regresando junto a los tres hombres, pues ya Burwell, aunque algo atontado, se había reunido con ellos, ordenó:

—Tenemos que avanzar, cueste lo que cueste. Kinkaid necesita ganar tiempo. La calle está a oscuras y podemos escabullimos fácilmente.

—¿Nos separamos? —preguntó King.

—No —replicó
El Coyote
—. Uno de nosotros tiene que llegar al Registro de Tierras. Si yo caigo, cojan los documentos y sigan adelante.

—¿Vamos por esa calle? —preguntó Roy.

—No. Ellos esperan que lo hagamos. Deben de haber puesto centinela. Sigamos rectos.

—Nos acribillarán a tiros —dijo Burwell.

—Tal vez, pero de todas formas tenemos que adelantar.

Inclinándose hacia el suelo,
El Coyote
avanzó corriendo y pegado a las casas. No pudo entretenerse en ahogar el ruido de sus pasos, y esto le denunció. Sonaron varios disparos.
El Coyote
intuyó que sólo tenía dos enemigos ante él.

Un rifle disparó a su espalda. Cuando los hombres de Kinkaid dispararon,
El Coyote
comprendió que sólo quedaba uno. King había sabido elegir bien su blanco.

Seguido por los otros tres,
El Coyote
continuó avanzando, y cuando el adversario que estaba ante él le buscó de nuevo con su rifle, se encontraba ya lo bastante cerca para que a su disparo siguiera otro fulminante y definitivo del
Coyote
.

¡Ya no había obstáculos!

Un reloj sonó tres veces. Faltaban quince minutos para las doce de la noche.

Siguieron avanzando a toda prisa sin hallar nuevos obstáculos; pero cuando cinco minutos después llegaron a la plaza de la Rosa, donde estaba el Registro de Tierras de California, King cayó de rodillas y en el mismo instante sonó una detonación y brilló un fogonazo.

—En la pierna —jadeó el tejano, que fue llevado a cubierto por
El Coyote
.

La plaza estaba tomada por los hombres de Kinkaid, y como en ella había alguna iluminación era suicida intentar seguir adelante.

—No llegarán a tiempo —rió Keno Kinkaid, desde el interior del registro, viendo cómo sus hombres oponían una barrera de fuego y plomo al avance de los hombres de San Antonio.

—¿Qué ocurre? —preguntó el empleado del registro.

—Nada —respondió Kinkaid—. Algunos borrachos están dando suelta a su alegría.

Acercóse prudentemente a la puerta y observó el curso de la batalla. Tenía fuera siete hombres… Bueno, sólo cinco; porque los dos que estaban delante del registro, y que debían haber permanecido ocultos tras uno de los bancos de piedra de la plaza, estaban caídos de bruces, y su inmovilidad no dejaba ninguna duda acerca de cuál había sido su suerte.

Mientras estaba allí, Kinkaid vio cómo se iniciaba la realización del plan de ataque. Uno de los faroles fue hecho pedazos de un disparo. En diez segundos los otros seis faroles del alumbrado público siguieron la misma suerte y la plaza sólo fue alumbrada por los fogonazos de los disparos.

Un escalofrío de terror recorrió el cuerpo de Kinkaid. En medio de aquellas tinieblas sería fácil alcanzar el registro. Consultó su reloj. Faltaban tres minutos para las doce de la noche. Sólo tres minutos le separaban de la fortuna. ¿Quiénes serían aquellos que llegaban? ¿King y los otros dos? No era probable. ¿
El Coyote
? Si Bull disparaba como sabía hacerlo, en aquellos momentos…

Kinkaid interrumpió sus pensamientos. Junto al banco donde estaban los dos cadáveres acababa de aparecer una sombra. Y el traje de aquella sombra era…

Empuñando su revólver, disparó nerviosamente contra aquella figura que vestía como
El Coyote
. Al tercer disparo se dio cuenta de que había obrado con excesiva precipitación, pues la sombra había desaparecido.

Con temblorosa mano extrajo las tres cápsulas vacías y las sustituyó por dos buenas. Cuando quiso introducir el tercer cartucho oyó pasos junto a la puerta y, dejándolo caer al suelo, retrocedió hacia el interior del edificio.

El encargado de los registros se había ocultado bajo el mostrador, protegido por las gruesas maderas del mismo.

Una sombra deslizóse pegada a la pared del pasillo que conducía desde la puerta hasta la oficina. Kinkaid disparó dos veces.

Los pasos siguieron sonando sobre el entarimado.

Otras dos veces disparó Kinkaid antes de que la sombra que avanzaba hacia él surgiera del pasillo y penetrase en la oficina.

—¡
El Coyote
! —Chilló Kinkaid.

Disparó otra vez y su bala arrancó el sombrero del enmascarado. Lanzando un grito de alegría, como si al herir al sombrero hubiese herido a su dueño, Kinkaid serenóse de pronto y apuntando con todo cuidado apretó una vez más el gatillo de su Colt.

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