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Authors: Leopoldo Abadía

La hora de los sensatos (2 page)

BOOK: La hora de los sensatos
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3

L
A PREOCUPACIÓN DE MI AMIGO

 

M
i amigo trae su libreta y me entrega una fotocopia de lo que ha ido anotando. Piensa que así no se nos olvidará nada. Pero hay una cosa que le ha dejado un poco perplejo. Es eso de que los de derechas, los de izquierdas y los otros están preocupados. Y que la gente, cuando levanta la mano para hacer una pregunta al acabar una conferencia, no dice: «Buenas, yo soy de una cierta derecha, mezclada con una cierta izquierda y con pinceladas de centro». No. Sus frases son: «¿Son embusteros o incompetentes?», «Estos mozos ¿de qué van?», «¿Me puede usted decir el porcentaje de políticos que no son unos inútiles?». El intelectual de turno, que siempre hay uno: «Los que gobiernan, lo hacen de manera deplorable. Los que se oponen, de manera deplorabilísima».

Y así, hasta mil. O más.

Como ahora he aprendido mucho y empiezo a saber decir frases extrañas, le explico a mi amigo que el fenómeno de la
transversalidad
se está extendiendo. Es decir, que hay personas que antes eran de derechas y otras que eran de izquierdas y que, en algún tema, ahora piensan lo mismo.

A mi amigo, lo de la transversalidad le suena feo y tengo que aclararle que cuando se habla de la ideología de alguien, no se puede reducir a una palabra, porque, si se hace así, a esa palabra hay que ponerle detrás uno o varios adjetivos que indiquen que yo, que llevo un adjetivo, pienso distinto de ti, que llevas otro. O que, con varios adjetivos cada uno, pensamos lo mismo.

Mi amigo, como es natural, pone cara de no entender nada. Dice que sí, que ya le extraña cuando oye hablar de la extrema derecha, la derecha, la
derechona,
el centro derecha, el centro izquierda, el socialismo marxista, el no marxista, la social democracia, la democracia cristiana, la no cristiana, la sintoísta, etc. Y me dice: «¿No será que cada uno pensamos como queremos y hay quien se empeña en hacernos pasar por el aro de lo que él piensa, poniéndole a ese aro un nombre sofisticado?».

Estoy a punto de sufrir un ataque de refinamiento dialéctico y decirle que no admito una visión reduccionista del hombre, pero dadas las circunstancias, o sea, que ya estamos en el Cardhu y que el horno no está para muchas sofisticaciones, me callo y pienso que ya se lo colaré en algún momento.

Vuelvo a equivocarme. Porque no he dicho lo del
reduccionismo
en atención a mi amigo, pero él va y dice que esto no es más que el
crepúsculo de las ideologías,
que ya lo anunció Gonzalo Fernández de la Mora, que fue un ministro de Franco.

Le corto enseguida, porque temo que esté a punto de decir la frase que, por cierto, nadie me ha dicho en las conferencias: «Con Franco, esto no pasaba».

Y supongo que no me lo han dicho porque Franco se murió hace muchos, muchos años, porque la Guerra Civil se acabó, gracias a Dios, hace muchísimos más años, y porque la gente no está para tonterías, ni para escuchar que lo mal que lo están haciendo los que gobiernan y los otros se debe a un contubernio que existió hace setenta años entre Franco y algún presidente masón de Estados Unidos, bajo la mirada complaciente de Hitler y Mussolini y, si te descuidas, de Stalin.

 

4

L
A PREGUNTA QUE TEMÍA

 

S
upongo que a vosotros os ha pasado lo mismo que, de vez en cuando, me pasa a mí: estás hablando con alguien y piensas que hay un ligero peligro de que te hagan una pregunta que, en principio, no sabrías muy bien contestar. Y cuando está a punto de acabar la conversación y creías que ibas a salir de rositas, te la hacen.

Eso me pasó con mi amigo. Porque después del rollo de la visión reduccionista, de la transversalidad y de que hay gente y gente, y gente que, gracias a Dios, piensa de forma distinta y distinta y distinta, la pregunta lógica que yo debía esperar era: «Y tú ¿qué? ¿Qué piensas? ¿De qué eres?».

Como es natural, la pregunta cayó. Y, además, adornada, porque mi amigo la remató diciendo: «Y no me digas que eres del Zaragoza, porque eso ya te lo he oído demasiadas veces».

Eso lo tengo claro. Que soy del Zaragoza. Y contestar así me va bien, porque, por ahora, el Zaragoza es un equipo simpático, humilde, inofensivo, que no hace daño a nadie y que ayuda a que los campos se llenen cuando juega, porque hay muchos aragoneses esparcidos por España. El día en que el Zaragoza, en un arranque de locura de su junta directiva, se gaste cien millones de euros en fichar a algún señor raro de esos que venden camisetas, tienen una mujer espectacular, hacen mucha publicidad y, si te descuidas, hasta meten un gol de penalti, ese día el Zaragoza empezará a caer peor, porque lo considerarán peligroso. Y, a partir de entonces, yo, si no cambio de gracieta, no caeré tan simpático.

 

¿D
E QUÉ SOY
?

 

Me lo he planteado muchas veces durante esta última temporada. Porque he oído cosas dichas por banqueros capitalistas que me han gustado mucho y luego he hablado con mi amigo el sindicalista peligroso y me ha dicho cosas que me han parecido muy bien. Y he leído la última encíclica del Papa y me ha parecido una obra maestra. Y he leído la cita de Lenin que hizo un presidente autonómico y también me ha gustado. Lo que pasa en este último caso es que el presidente autonómico se equivocó y, como hablaba de memoria, dijo exactamente lo contrario que dijo Lenin.

En resumen: que con tantas conferencias, tantas ideologías y tanto Lenin mal citado, tengo un lío serio.

Pero me he dado cuenta de que no. Que no tengo lío. Que el lío es semántico, o sea, que es un lío de palabras. Que la gente tiene las ideas relativamente claras, con mucha frecuencia. Y que esas ideas pertenecen a una persona, y que la persona tiene mucha más riqueza que las etiquetas con las que pretenden etiquetarnos estos chicos que se dedican a revolver por ahí.

Eso es lo de la visión reduccionista. Es pensar que mi riqueza mental —y la tuya, por supuesto— se puede reducir a una palabra: «Es usted liberal», «Es usted progresista».

Quizá es por culpa de mi abuelo paterno, que hablaba muy claro. Pero cuando oigo esas cosas, me apetece decir: «Eso lo será su padre».

He pensado bastante sobre lo que soy. Se lo digo a mi amigo, que pasa página en su libreta y empieza a escribir en la página en blanco. Veo que pone: «¿Qué es Leopoldo?».

Para contestar(me) esa pregunta, tengo que hacer un esfuerzo, porque nunca me la había planteado. Y recuerdo un artículo que escribí en
elconfidencial.com
hace algún tiempo, porque puede ayudar(me) a aclarar mis ideas.

Allí hablaba de un amigo mío, Paco, que era de izquierdas y que, junto con Pedro, que también era de izquierdas, en los años cincuenta y sesenta hacían cosas de izquierdas: viajaban en un Seat 600 cascajoso, lleno de hojas revolucionarias, que supongo que, si las leyésemos hoy, nos parecerían escritas por una señora anciana de derechas.

Un día hablé con Paco sobre este tema. Le comenté que yo era de derechas y él me preguntó qué opinaba yo sobre distintos temas. Cuando le contesté, me dijo: «¡Pero si tú eres de izquierdas!».

Han pasado unos cuantos años y sigo acordándome de aquello, porque yo, como señor de derechas convertido en señor de izquierdas, no me imaginaba a mí mismo en un Seat 600 lleno de hojas revolucionarias y sin aire acondicionado.

He intentado recordar las preguntas que me hizo Paco y, más o menos, las he reconstruido. Las pongo a continuación para poder contestar a la cuestión que me hace mi amigo de San Quirico: «Pero tú, ¿de qué eres?».

 

L
AS PREGUNTAS

 

Me parece que Paco me hizo preguntas como «Qué pienso sobre la persona», «Qué pienso sobre la sociedad, que no es más que un conjunto de personas», «Qué pienso sobre el bien común», «Qué pienso de la política», «Qué pienso de la economía», «Qué pienso de la empresa». «Qué pienso de la sociedad civil» y algunas más que seguro que me dejo.

 

L
A PERSONA

 

Decir que el mundo está lleno de personas no me va a llevar a ganar el premio Nobel.

Pero como hay muchas personas, es fundamental el concepto que yo tenga de lo que es
UNA
.

Porque si ese concepto es acertado, consideraré a las personas de un modo. Y si ese concepto es desacertado, las consideraré de otro modo. Y además, este segundo modo será peligroso, para las personas y para mí, que, aunque esté equivocado y sea un poco ceporro, no dejo de ser una persona.

A ver si me aclaro con un ejemplo.

Cuando alguien dice que hay que repartir el mismo número de horas de trabajo entre varias personas, porque así habrá trabajo para todos, me parece que ese alguien considera a la persona como una unidad de producción y como
algo
—no alguien— que no aporta a ese trabajo más que su producción.

O sea: yo hago siete mil tornillos. Los hago sin pensar nada y sin aportar nada de mí. Por tanto, mi jefe coge los siete mil tornillos, los divide por dos, llama a otro y hala, a tres mil quinientos tornillos por cabeza. Bueno, por cabeza, no, porque ese señor parte de la base de que los señores de los tornillos no emplean la cabeza para fabricarlos. Más exacto sería decir tres mil quinientos tornillos por unidad de producción, porque se piensa que, en realidad, ninguno aporta nada; solo produce —realmente, la que produce es la máquina, pero ellos aprietan el botón que dice «tornillos».

Pues no. Porque esas unidades de producción se llaman de forma distinta, tienen genios diferentes, están casados, solteros o arrejuntaos, tienen hijos a pesar de que les recomiendan que no los tengan y alguno, hasta pasa alguna vez por una iglesia y entra a rezar, no con mucha frecuencia pero entra, y se queda un rato delante de la Virgen de su pueblo y, en ocasiones, hasta se le escapa una lagrimica.

Por tanto, «si me preguntas —le digo a mi amigo, que no sé si se ha perdido con los tornillos, la Virgen del pueblo y la producción—, te diré que yo estoy seguro de que tú no eres una unidad de producción, porque te he visto pedir jamón ibérico, te he visto discurrir y te he visto mirar con ojos lánguidos a tu mujer, a pesar de que lleváis ya muchos años casados».

Yo estoy firmemente convencido de que el mundo está lleno de personas, pero que cada persona es un mundo.

Cuando digo esta frase, que me parece brillante, pero que juraría que está copiada de algún sitio porque me ha salido muy rápida, lo que quiero decir es que ese ser que trabaja conmigo, o que se cruza por la calle conmigo, o que va en una limusina increíble y bastante hortera, o que me pide limosna o que está tumbado borracho perdido en un banco donde va a pasar la noche, ese es
UNA PERSONA
, con todos sus derechos y con todas sus obligaciones.

 

LA REVOLUCIÓN CIVIL Y EL PRIMER ARTÍCULO DE SU
C
ONSTITUCIÓN

 

Por cierto, aunque no viene a cuento, a partir de ahora hablaré de obligaciones y derechos, por ese orden, porque la
REVOLUCIÓN CIVIL
, a la que me iré refiriendo en este libro, tiene por primer artículo de su Constitución el siguiente: «Toda persona será sujeto de obligaciones y de derechos».

Y esto es así porque ya estoy cansado de tanto derecho y de tanta gaita. Y quiero que a los chavales se les eduque, primero en sus obligaciones y luego en sus derechos. Alguien me dijo que en la Constitución española hay más artículos dedicados a derechos que a obligaciones. Y si es verdad, así nos va: todos exigiendo y nadie pencando.

Esto es una exageración, pero ya me entendéis. Si nuestra sociedad se sostiene, es porque muchos pencan. El último día antes de las vacaciones de verano, me llamó un empresario joven para despedirse y para desahogarse. Me aseguró: «Me voy con la sensación de haber hecho los deberes. Tengo cuatro líneas de negocio. Lo he pasado mal. Pero las cuatro están funcionando un poco mejor que el año pasado. Y tú sabes lo que me ha costado». De eso estoy hablando. Del señor que, cuando se va de vacaciones, no piensa «me las he ganado», sino «voy a recargar las pilas, que el año que viene lo tengo que hacer mejor».

Pues eso es lo que yo pienso sobre
LA PERSONA
y eso es lo que me lleva al apartado siguiente.

 

L
A SOCIEDAD

 

La sociedad no es más que el conjunto de personas. Si hablo de San Quirico, ese conjunto es pequeño —flexible, porque crece los fines de semana y en vacaciones—. Si hablo de la Unión Europea, es mayor. Si hablo del mundo, mayor todavía. Pero el tamaño no importa. Lo que importa es quién forma ese conjunto. Y cuando hay muchas personas juntas, lo que sale no es otra cosa. Lo que sale es un grupo de
PERSONAS INDIVIDUALES
juntas, que cuando se vayan de viaje, cada una por su lado, se convertirán en un grupo de
PERSONAS INDIVIDUALES
separadas, tan personas y tan individuales como antes.

Por tanto, cuando un político, un agitador, un predicador o un charlatán de feria sube a un escenario más o menos importante, mejor que decir «¡cuánta gente!», es pensar «¡cuántas personas individuales!».

Porque si ves
gente,
tienes el peligro de considerar «aquello» como algo amorfo. Y si ves personas, como una sonríe, otra se duerme y otra está absolutamente distraída, te das cuenta de que allí hay algo muy serio, no solo número de votos o número de posibles aplaudidores, sino personas con su cuerpo y con su alma.

Hace poco di una conferencia en un auditorio en el que había mucha gente. Me pusieron unos focos muy potentes y solo veía a los de primera fila. Y, además, los veía mal. No me gustó nada, porque tuve la sensación de que hablaba a la «masa», no a las personas. Por eso me lo pasé tan bien cuando, al acabar la conferencia, muchos de la «masa» se convirtieron en personas que querían hacerse una foto conmigo.

 

5

D
ESAYUNO SIN LIBRETA

 

H
asta aquí hemos llegado al cabo de tres desayunos, en los que mi amigo ha ido tomando notas. El camarero nos mira con disimulo, porque ve que hemos cambiado de método. Ya no usamos servilletas, aunque yo, de vez en cuando, apunto algo en alguna, para que no se me olvide. Mi amigo escribe bastante en la libreta. Va poniendo R
EUNIÓN N
.º 2
CON
L
EOPOLDO
, R
EUNIÓN N
.º 3
CON
L
EOPOLDO
.

Hoy tocaría la cuatro, pero viene sin libreta, porque dice que quiere hablar. Que hay cosas que le han hecho pensar, y que si escribe, se distrae y no piensa —a mí me suele pasar al revés.

Dice que lo de
persona
y
masa
le ha impresionado y que parece ser que hay quienes ven masas y que a esos les gusta lo de las masas porque las ven más manipulables. Mi amigo opina que cuando baja a Barcelona encuentra grupos de chavales que, como van en grupo, gritan y hacen un poco el bestia. Y que él, un día, en un grupo de esos, vio a un chaval fino y educado, hijo de unos amigos suyos finos y educados y que, seguramente por haberse convertido durante un rato en
masa,
se dedicaba a berrear y a molestar a la gente.

También me dice que la lata de cerveza que llevaba el niño y de la que iba bebiendo y que daba la impresión de que no era la primera de la noche y, aun peor, que no sería la última, quizá estaba ayudando a esa conversión de persona en masa.

Y que, cuando ve una masa, piensa que esa masa votará por quien diga el jefe de la masa, que puede ser que no sea el más listo, pero quizá es el más burro o el que chilla más que los demás.

Y me dice mi amigo que el primer paso de la revolución civil que estamos planteando —lo del «estamos» es nuevo— consiste en convencer a cada uno de los masificados/as de que, hace un tiempo, él/ella era un/a mozo/a que discurría por su cuenta y que, cuando alguien le obligaba a hacer algo, «porque lo hacen todos/as», le molestaba. Y que ahora, con las cervezas, los cánticos regionales y el atrevimiento que da el ir en grupo, se han vuelto muy borricos y, además, masificados. Porque —sigue diciendo mi amigo, que cuando se pone a hablar no hay quien le pare— él prefiere un burro individual que suelta coces porque le da la gana y cuando le da la gana, que un burro masificado que rebuzna cuando rebuzna el jefe y da coces cuando se lo manda el citado jefe, en un descanso de los rebuznos.

Como al principio decidimos seguir profundizando y evitar etiquetarnos, no le digo que es un
liberal peligroso
y prefiero callarme y dar por acabado el desayuno, porque de ahí a decir eso de «¡cómo está la juventud!» va un paso. Y no quiero darlo. Porque es falso.

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