—No te creo, Al, has roto demasiadas promesas.
—Entonces, ¿quieres divorciarte?
—Ya te lo he dicho. ¡No lo sé!
—Está bien. No puedo tomar esa decisión por ti. Pero entiende que yo quiero que vuelvas y que los niños también lo quieren. Llámame cuando sepas qué es lo que quieres tú.
—Eso es exactamente lo que tenía planeado.
Parece que la entrevista ha terminado. Entro en el coche y lo pongo en marcha. Ella está en medio del camino muy próxima al Buick. Bajo la ventanilla y le digo.
—Pero sabes muy bien que te quiero.
Mis palabras finalmente la ablandan. Se acerca al coche y por la ventanilla le cojo la mano. Se inclina y nos besamos. De pronto, se incorpora de nuevo y sale corriendo, mientras rompe a llorar a medio camino. Desaparece por la puerta. Yo meto la marcha y emprendo el camino de vuelta.
Llego a casa a las nueve de la noche. Deprimido, pero al final en casa. Miro en el refrigerador para tratar de improvisar algo de cena. Spaguettis fríos y algunos guisantes, que han sobrado. Consigo tragarlo, con ayuda de una copa de vodka. Me siento totalmente abatido.
Pienso en las consecuencias de que Julie decida no volver. ¿Tendré que empezar otra vez a salir con mujeres? ¿Cómo se hace ahora eso? Me veo a mí mismo en la barra del Bearington Hotel, intentando destacar mis encantos y preguntando a la chica de turno: «Y usted, señorita, ¿de qué signo es?»
¡Dios mío! ¿Es ése mi destino? No sé siquiera si esos trucos funcionan hoy en día. Ni siquiera sé si han funcionado alguna vez.
He de conocer a alguien con quien salir.
Y con este pensamiento me estrujo el cerebro, mientras hago una lista de las posibles candidatas. ¿Quién querría salir conmigo? ¿Quién me gustaría que saliera conmigo? Una mujer me viene a la cabeza. Así que voy hasta el teléfono. Tardo en decidirme.
Marco el número, nervioso. Cuelgo antes de que suene. Miro atontado el aparato durante otro rato. ¡Al infierno con las dudas! Todo lo que me puede contestar es que no. Nuevamente marco el número y tardan diez minutos en descolgar. Es su padre.
—¿Podría hablar con Julie, por favor? Silencio.
—Aguarda un momento. Más silencio.
—Hola — dice Julie.
—Soy yo.
—¿Al?
—Sí, escucha. Sé que es tarde, pero tenía que preguntarte esta noche una cosa.
—Si te refieres a divorcios o volver a casa, ya…
—No, no. Es que… había pensado que, mientras tomas una decisión, podríamos vernos de vez en cuando. ¿Te importaría?
—Pues… no, creo que no.
—Estupendo. ¿Qué vas a hacer el próximo sábado?
Me parece estar viendo cómo se forma una sonrisa en su cara. La voz suena alegre.
—¿Me estás pidiendo una cita?
—Eso es.
Julie me hace esperar un rato antes de contestar. Yo insisto: Entonces, ¿te gustaría salir conmigo?
—Sí, me gustaría mucho — responde.
—Magnífico. ¿Te viene bien a las siete y media?
—Estaré preparada.
A la mañana siguiente están con nosotros, Stacey, Bob, Ralph y yo, los dos supervisores al cargo de los cuellos de botella. Ted Spencer se encargará de los hornos. Es un sujeto entrado en años, con el pelo canoso y el tórax como una plancha de acero. Con él está Mario Demonte, supervisor de la unidad de máquinas en la que está la NCX-10. Parece más voluminoso que Ted, aunque son de edades parecidas.
Stacey y Ralph tienen los ojos irritados. Antes de sentarnos, me ponen al corriente del trabajo que han estado realizando durante toda la noche, hasta bien entrada la mañana.
Sacar la lista de pedidos atrasados fue coser y cantar. El ordenador se encargó de recogerlos y clasificarlos por fechas. Ni siquiera se tardó una hora. Pero después hubo que ir a las listas de materiales y ver qué piezas, de las necesarias para servir los pedidos, tenían que pasar por los cuellos de botella. Y tuvieron que averiguar, además, si existía material para hacer esas piezas. Este trabajo duró toda la noche.
Stacey admitió esta mañana que, por primera vez, había reconocido el valor de un ordenador.
Todos nosotros tenemos una lista, hecha a mano por Ralph, con los pedidos atrasados. En total son sesenta y siete, ordenados de mayor a menor plazo de espera. A la cabeza figura un pedido con cincuenta y ocho días de retraso sobre la fecha acordada por el departamento de ventas. Al pie de la lista hay tres con un solo día de retraso.
—Hemos efectuado algunas comprobaciones — está diciendo Ralph—. El noventa por ciento de los pedidos vencidos tienen partes que pasan por uno o los dos cuellos de botella. De ellos, el ochenta y cinco por ciento están retenidos en la sección de montaje a la espera de esas piezas.
Me dirijo a los dos supervisores.
—Como pueden ver, es obvio que esas piezas tienen prioridad absoluta.
Ralph continúa explicándonos.
—Hemos adelantado trabajo confeccionando una lista de las piezas que han de pasar por el tratamiento térmico y/o por la NCX-10. De nuevo, según el consabido orden de prioridades: en primer lugar, las de los pedidos más atrasados. En una semana, aproximadamente, podremos generar esa lista con el ordenador y no tendremos que quemarnos las pestañas.
—Magnífico, Ralph. Tú y Stacey habéis hecho un trabajo soberbio.
Y me dirijo ahora a los dos supervisores, Ted y Mario.
—Ustedes ya saben cuál es su trabajo. Pondrán a los encargados a trabajar en esta lista, empezando por arriba y siguiendo ese orden.
—No parece difícil — señala Ted.
—Puede que tengamos que buscar algunas piezas — dice Mario.
—Bien, Mario, habrá que escarbar un poco en los inventarios. ¿Qué dificultad ve en ello? — pregunta Stacey.
—No, no, ninguna. O sea, que ustedes quieren que hagamos sólo lo de la lista, ¿no?
—Así de simple — repito—. No quiero ver a ninguno de los dos en otro trabajo ajeno a la lista. Si alguien va con otras urgencias que me vengan a ver. Y recuerden que deben limitarse a la lista en el orden que se les da.
Ambos supervisores asienten. A Stacey le recuerdo lo importante que es que nadie interfiera en el orden de la lista.
—De acuerdo, pero necesito tu promesa de no cambiarla por presiones del departamento de ventas.
—Mi palabra de honor. Y con respecto a ustedes dos — digo dirigiéndome a los dos supervisores— han de entender perfectamente que tanto el trabajo de la NCX-10 como del tratamiento térmico son dos de los procesos fundamentales de la fábrica, y que el grado en que cumplan con su obligación va a determinar de forma muy importante el futuro de la misma.
—Nosotros cumpliremos.
—Puedo asegurarte que lo harán — añade Bob.
Terminada la reunión, bajo al comité de empresa a entrevistarme con el jefe local del sindicato, Mike O'Donnell. Cuando entro en la habitación, me encuentro a mi jefe de personal con los nudillos de las manos blancos de tanto apretar los brazos de su sillón. O'Donnell habla a voz en grito.
—¿Qué es lo que sucede aquí?
—Sabe perfectamente qué es lo que sucede — dice O'Donnell. Usted y sus órdenes sobre la pausa de descanso. Le recuerdo que hay una violación del convenio, la sección siete, cláusula ocho…
—Aguarde un momento, Mike. Creo que ya es hora de que ponga el sindicato al corriente de algunos hechos en relación con esta fábrica.
El resto de la mañana la consumo intentando explicarle la situación de la fábrica y los descubrimientos que hemos realizado últimamente.
—Resumiendo — le digo—. ¿Usted entiende que, en total, sólo se verán afectados veinte trabajadores, como mucho?
No parece convencido.
—Aprecio sus esfuerzos por explicarme las cosas, pero tenemos un convenio. Porque si dejamos que, por una vez, cambien de parecer, ¿quién me dice que no le va a coger gusto a la cosa y quieran cambiar todo lo que no le agrade?
—Honestamente, Mike, le puedo asegurar que no tenemos en perspectiva ningún otro cambio. Tiene que comprender que, en última instancia, son todos nuestros puestos de trabajo los que están en juego. No le pido que transija con una reducción salarial, o un recorte en otros conceptos económicos. Le pido flexibilidad. Hemos de tener el margen de maniobra suficiente para realizar los cambios que nos permitan ganar dinero. Es muy sencillo. De lo contrario, en unos meses no habrá fábrica.
—Eso me suena a chantaje.
—Mike, sólo le puedo decir que si espera dos meses para ver si llevo razón puede ser demasiado tarde.
Se calla unos momentos.
—Está bien, lo pensaré, lo hablaré con los compañeros y todo eso. Ya le daré mi contestación.
A primeras horas de la tarde ya no puedo aguantar mi ansiedad. Tengo que saber cómo funciona nuestro nuevo sistema de prioridades. Intento hablar con Bob Donovan, pero se encuentra en la planta. Así que termino yendo a ver por mí mismo.
En primer lugar, me dirijo a la NCX-10. Pero cuando llego, no hay nadie en ella. Al ser una máquina automática, la mayoría del tiempo funciona sola. El problema es que ahora tampoco está funcionando. Me pongo furioso y me voy en busca de Mario.
—¿Cómo demonios no está funcionando la máquina? Consulta con el encargado y me responde que no tienen material.
—¿Qué me quiere decir con que
no tienen material
? ¿Cómo llama usted a esos montes de piezas por todos lados? — el esfuerzo me ahoga.
—Pero usted nos indicó que trabajásemos según la lista de prioridades.
—¿Me está diciendo que ya ha terminado con todas las piezas atrasadas?
—No. Hicieron los dos primeros lotes. Cuando iban a empezar el tercero de la lista, no encontraron el material, por mucho que miraron. Así que hemos parado la máquina hasta que nos lo entreguen.
Estoy a un paso de estrangularle.
—Es eso lo que usted nos ordenó, ¿no? Usted nos dijo que trabajásemos sólo los pedidos de la lista y en el orden en que figuraban. ¿No es así? ¿No nos dijo eso?
—Sí, eso fue lo que dije, pero ¿no se le ocurrió a usted pasar al siguiente pedido?
Mario parece confundido.
—Está bien, ¿dónde está el material que necesita?
—No tengo ni idea, podría estar en media docena de sitios. Pero creo que Donovan ya ha enviado a alguien a buscarlo.
—De acuerdo. Va a cogerme a su gente y me prepara la máquina para el
siguiente
pedido para el que tenga material. Y quiero ver zumbando esos motores.
—Sí, señor.
Salgo echando humo hacia la oficina para preguntar a Donovan lo sucedido con ese material. Me lo encuentro, a medio camino, hablando con un encargado de nombre Otto. La cara de Otto parece próxima a descomponerse. Me detengo a la espera de que Bob se dé cuenta de mi presencia. No tarda mucho. Otto se aparta y reúne a sus operarios. Bob se dirige hacia donde estoy.
—¿Sabes lo que está pasando? — le pregunto.
—Por eso estoy aquí.
—¿Y has averiguado cuál es el problema?
—Ninguno, no hay problema. Simplemente, es una cuestión de procedimientos.
Bob me explica que las piezas que tanto necesitamos llevan aquí almacenadas cerca de una semana. Otto creía que no eran importantes, incluso las juzgó bastante secundarias debido al tamaño. Cuando Bob pasó a ver qué ocurría, estaba trabajando en otro lote de gran tamaño y no quería parar el trabajo, porque le había costado mucho preparar la maquinaria. Hasta que Bob lo convenció.
—Maldita sea, Al, lo estamos haciendo exactamente igual que antes. Preparan la maquinaria, comienzan a trabajar en una serie — y venimos nosotros, o cualquier otro, y le hacemos que pare para que empiece otro trabajo. Como antes.
—Bueno, no te pases, y piensa con tranquilidad.
—¿Y qué hay que pensar?
—Vamos a razonar. ¿Qué es lo que ha pasado?
Bob empieza a hablar en forma de monótona, cantilena.
—Las piezas no llegan a la NCX-10 y los operarios se quedan sin trabajar en lo que se supone deberían estar trabajando. Y el motivo es que el material para el cuello de botella se encuentra retenido por una máquina, que no es el cuello de botella, procesando piezas que no están destinadas al cuello de botella.
—Preguntémonos por qué.
—Pues porque el operario de esta máquina de lo único que se preocupa es de estar trabajando en algo.
—Claro, porque si no alguien como tú vendría y le cantaría las cuarenta.
—Efectivamente, porque de no hacerlo, vendría alguien como tú y me las cantaría a mí — replica Bob.
—Aceptado. Pero el hecho de que Otto ocupase su tiempo no nos ha ayudado a acercarnos más a nuestra meta — le digo.
—¡Hombre!
—No, no lo ha hecho, Bob. Mira — y señalo las piezas para la NCX-10—, necesitamos esas piezas y las necesitamos ahora, no mañana. Esas en las que estaba trabajando no las necesitamos en semanas… y puede que nunca. Así que Otto estaba interfiriendo en nuestra capacidad para servir un pedido y ganar dinero.
—Sí, pero él no lo sabía.
—Ahí está. No lo sabía. Otto no sabe diferenciar qué partida de piezas es importante y cuál no lo es. ¿Y por qué no?
—Porque nadie se lo ha enseñado.
—Hasta que tú te acercaste. Pero tú no puedes estar en todas partes, y esto va a ocurrir una y otra vez. Así que habrá que encontrar la forma de hacer saber a cada uno en esta fábrica qué piezas son importantes y cuáles no.
—¿Algún tipo de sistema de comunicación?
—Exacto. Vamos a ponernos a trabajar en ello inmediatamente — digo—. Pero antes, hay que asegurarse de que el personal de los dos cuellos de botella ha entendido claramente que tiene que mantenerse trabajando en algunos de los pedidos con prioridad, y que no se pare otra vez por falta de piezas.
Bob tiene unas últimas palabras con Otto para cerciorarse de que ha entendido bien las órdenes y luego nos dirigimos a los cuellos de botella.
De vuelta a la oficina, leo la preocupación de lo sucedido en la cara de Bob.
—¿Qué pasa? No pareces muy convencido con todo esto.
—Me preocupa que volvamos a tener que interrumpir las operaciones una y otra vez.
—Es necesario, si queremos que los cuellos de botella no estén parados.
—Pero, ¿qué ocurrirá con nuestros costes en los recursos restantes, que son el noventa y ocho por ciento de los instalados?
—Eso no me preocupa por el momento. Yo creo que has actuado bien antes.
—Tal vez. Pero he tenido que saltarme todas las normas habituales.