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Authors: Javier Negrete

Tags: #Colección NOVA, nº 93

La mirada de las furias (31 page)

BOOK: La mirada de las furias
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La voz de Amara se arrastraba fría y resbaladiza como una serpiente. Urania se tapó los pechos con las sábanas, buscando una inútil protección, y apuró nerviosa el cigarro.

—No tengo ni idea. Es él quien viene siempre a buscarme o quien me llama. No sé dónde se aloja ni si tiene algún número para localizarlo.

—Dime algo que me sirva para algo, por la cuenta que te trae. Amara se había puesto en pie para acercarse a la cama. Dejó el arco de plasma en la mesilla, se sentó en el borde del lecho y agarró la muñeca izquierda de Urania con una presa despiadada.

—Ya ves lo que te ha dicho tu amiga la bollera sobre mi fuerza, y eso que ella tiene cuerpo de levantador de pesas. Imagínate lo que puedo hacer con unos huesos tan frágiles como los tuyos. Mira…

Urania no se esperaba que aquello sucediera tan pronto. Amara tomó su dedo índice y lo retorció en un ángulo imposible hasta que el crujido del hueso roto y el alarido de la joven la dejaron satisfecha.

El dolor subió por el brazo de Urania como un latigazo incandescente hasta paralizarle el hombro, pero no llegó a perder la conciencia como habría deseado. Si todo se apagara de golpe, no tendría que sufrir lo que iba a venir. En la voz de Amara había una cruel locura apenas contenida, en la que adivinaba su condena a una muerte horrible.

—No grites, no grites, hay que ser dura en un planeta como éste, y más cuando se es una pistolera como tú, ¿no es así? Háblame de Crimson o sigo jugando a «éste compró un huevo» con esos deditos tan finos que tienes.

—No sé mucho de él, de verdad —sollozó Urania, tratando de aguantarse las ganas de gritar—. Dice que es de la Akira, y que ha venido a Radam buscando algo que tiene que ver con naves interestelares, pero no le he podido sacar nada más.

—Te ha colado una buena cantidad de mentiras. Ese hombre no se llama Crimson. Es Éremos, el asesino genético de la Honyc. Seguro que nunca habías tenido un amante como él, porque ahora ya no permiten ciertos retoques en los cromosomas que hace años eran muy normales. Por cierto, si tenías alguna duda, yo soy una geneta. ¿Te acuerdas de los cuentos de terror de tu infancia?

Urania recordó a Crimson en su cama y comprendió el porqué de su inusitado vigor, pero esta vez la imagen de su cuerpo desnudo y armado para el sexo no la excitó.

—Y lo que viene a buscar es una nave de los Tritones que está en este planeta. ¿A que eso tampoco te lo había dicho? —Urania negó con la cabeza. La voz serpentina de Amara la tenía hipnotizada—. Ya ves, al final soy yo quien te da información. Pero ya sabía perfectamente quién era, lo que quiero es que me digas dónde puedo encontrarlo.

—Ya te he dicho que no lo sé… Pero sé dónde va a estar mañana, no sigas con eso. Va a jugar una partida de un juego, llamado kral o krol o algo así, con Sharige, el burgrave más importante de Radam.

—Así que Éremos el magnífico se permite esparcimientos durante su misión. ¿Y dónde va a ser esa interesante partida?

—En Lusitania, un palacio volante. Pero es casi imposible entrar allí, a no ser que se tenga una invitación especial. Sólo va gente muy importante, como los burgraves y los jefes de los concejos.

—Ya me las arreglaré yo para entrar. ¿A qué hora será la partida?

—Sé que irán por la mañana, pero no tengo idea de la hora exacta. No te puedo decir más.

—Creo que eres sincera, muñeca. Así que ya he terminado contigo. Siento que no puedas ver la partida que vamos a jugar tu amigo Éremos y yo, porque promete ser interesante. Ahora…

Con su propia sábana, Amara amordazó a Urania para que no se oyeran sus gritos y luego procedió a descoyuntar sistemáticamente todas las articulaciones de su cuerpo. Aquella figura juvenil y esbelta se había convertido en un amasijo de carne retorcida y doliente cuando por fin Amara sintió algo parecido a la compasión y la arrojó contra la ventana. Entre los cristales rotos, la asesina de la Tyrsenus asomó la cabeza y contempló los últimos metros del descompuesto vuelo de Urania. El golpe final no fue todo lo limpio que ella hubiese querido, porque uno de los árboles que había junto al portal desvió y amortiguó los últimos metros de caída.

Si alguien le hubiera preguntado la razón de aquella tortura inútil, Amara tal vez habría contestado como el alacrán de la fábula: «
Es mi naturaleza

28 de Noviembre

Éremos se despertó pensando en el número tres y no tardó en darse cuenta de lo que significaba. Tres días por delante, y esta vez no era, como en otras ocasiones, el plazo para cumplir la misión, sino el tiempo de existencia que le quedaba, si no lo remediaba un bucle del tiempo que burlara la visión de aquella entidad que moraba en el cerebro de Miralles. No dudaba ya de que había algo fundado tras las ebrias profecías del viejo, y sólo tenía la esperanza —una palabra que jamás había usado refiriéndose a sí mismo— de que en el tapiz del tiempo hubiera el mismo grado de incertidumbre que en el baile cuántico de la realidad a su más ínfima escala.

Tenía por delante dos horas hasta la cita con el Turco. Salió a la calle sin desayunar y llamó a Kaimén para comprobar que recordaba sus instrucciones del día anterior. Quedaban veinticinco minutos para que empezaran las clases en los colegios. Clara aún no habría salido a la calle para dirigirse a su trabajo. Hacía un mal día. Entre las dos paredes de roca que delimitaban el arco del cielo había nubarrones de color plomizo y la lluvia caía en torvas de agua helada que arreciaban a los hostigos del viento. El pensamiento de la maestra chapoteando entre los charcos y arrebujándose en su abrigo despertó en él una sensación que no supo nombrar, ya que nunca antes la había experimentado. Un impulso que le brotaba del estómago le hizo marcar el número de Clara, pero nadie contestó. Volvió a llamar y escuchó las señales, que debían de estar sonando en una casa vacía. Clara ni siquiera había dejado puesto el contestador. Pero él había observado la noche antes que lo conectaba al salir de casa y además sabía que desde ésta hasta el colegio tardaba a lo sumo diez minutos.

¿Por qué la llamaba? Acaso para pedir disculpas por la precipitada huida de la noche anterior, o para tranquilizarse al comprobar que había llegado a casa bien por sus propios medios. La había dejado bastante bebida y las calles de Tifeo no eran un paraíso de seguridad a ciertas horas, ni siquiera para las protegidas de Lisístrata. Pero ¿a él qué más le daba?

Se coló en el portal de Clara aprovechando que salían dos niños de camino al colegio. Subió las escaleras de dos en dos mientras trataba de bajar el volumen de la voz que, dentro de su cabeza, repetía:
«¿Qué estás haciendo geneto idiota?»
Cuando llegó al rellano de Clara comprobó que su puerta estaba entreabierta. Llamó en voz baja y, al no obtener respuesta, se decidió a pasar. En el salón todo seguía como la noche anterior, salvo por dos pendientes dorados que había sobre la mesa, los mismos que ella llevaba en la cena. Con paso felino, se asomó al servicio y a la cocina. Nada. Sólo quedaba el dormitorio, cuya puerta también estaba entornada. Antes de pasar susurró el nombre de Clara, pero cuando entró ya suponía que no la encontraría allí. La cama estaba deshecha y la ropa que Clara había llevado por la noche yacía en un arrugado montón sobre una silla. Éremos se acercó y tocó entre las sábanas. Estaban frías, como si llevaran horas solitarias. Aquel era un enigma difícil de resolver: Clara había sido capaz de llegar a su casa, quitarse los pendientes y la ropa y acostarse, pero después se había marchado durante la noche y se había olvidado de cerrar la puerta.

Había demasiados hechos que estaban escapando de su control. No poder someter a su entera voluntad las circunstancias externas era algo que le desagradaba, pero entendía que sucediera. Lo que le asustaba realmente, y esa sensación del miedo sí sabía reconocerla, era no tener el dominio completo de sus actos.

En un momento de debilidad de la razón, se le ocurrió una hipótesis descabellada: aún estaba en el tanque de hibernación y todo lo que le estaba ocurriendo era un sueño, ahora que ya conocía lo que eran los sueños, o un delirio inducido desde el exterior por alguien empeñado en llevarlo a la locura. «
Las Furias
», susurró. Hubo un momento de pánico, un ruido atronador en sus sienes y un latigazo en sus entrañas; como respuesta, su pierna se disparó en una espontánea patada que mandó la silla con la ropa de Clara al otro lado de la habitación. Después, en un silencio tan espeso que podía oír el rumor de la sangre corriendo por sus venas, recobró las riendas con mano de bronce y decidió que condenaría al olvido lo que acababa de suceder. Sólo así podría seguir adelante.

«Dios mío, qué dolor de cabeza.»
Clara entreabrió los ojos, pero el techo era de una blancura dolorosa que la obligó a cerrarlos de nuevo. ¿Dónde estaba? La borrachera de la noche anterior debía haber sido de órdago para llegar a tal grado de desorientación que ni siquiera reconocía su habitación. ¿Cómo había llegado hasta la cama? Apenas recordaba nada tras la huida de Crimson. Tenía una vaga memoria de un hombre, un vecino de unos cincuenta años con el que había hablado en Adagio. Tal vez incluso la había acompañado hasta casa, pero no estaba muy segura. Por lo que veía, había sido capaz de quitarse la ropa y hasta de ponerse el pijama, toda una proeza de coordinación en su estado.

La desorientación persistía, y no era la resaca la única razón. Contó hasta tres y abrió los ojos para comprobar lo que ya se temía: que no estaba en su habitación. En un momento de horror se volvió a un lado, temiendo encontrarse al vecino en calzoncillos y roncando o algo aún peor, pero estaba sola y en una cama estrecha. El cuarto era menor que el suyo y más blanco, con una luz difusa emitida por un techo translúcido. El único mobiliario lo formaban una silla y una mesilla de metacristal. Había una puerta cerrada y otra abierta que daba a un baño de impoluta limpieza, y Clara descubrió que tenía que visitarlo por diversas razones. Mientras expulsaba por todas las vías posibles los tóxicos acumulados en su cuerpo, no tuvo tiempo de pensar, pero cuando media hora después emergió del servicio ya duchada, casi vacía y algo más parecida a un ser humano, empezó a inquietarse. En ese mismo momento se abrió la puerta y entró una robusta mujer de unos sesenta años, vestida con una bata blanca y tocada con un moño blanco que le daba un aire venerable.

—¿Ha dormido bien, doctora Villar? —le preguntó con voz grave, de tono gutural.

—¿Quién es usted? ¿Dónde estoy?

La recién llegada indicó a Clara que se sentara en la cama y ella misma acomodó su esteatopígica humanidad en la silla.

—Supongo que puedo contestar a su pregunta. Perdón, querida, ¿te importa que te tutee?

—Me da igual.

—Mi nombre es Anne Harris. En cuanto a tu segunda pregunta, bienvenida a la ciudad de Opar.

—No conozco ese nombre…

—Quizá te sea más familiar el de los tecnos. Sí —añadió, al ver el gesto de incredulidad de Clara—. No somos como el coco: existimos de verdad. Es inexplicable que hasta entonces no hayamos sabido ni tú de nosotros ni nosotros de ti, siendo como eres una lingüista de tanto talento.

—No entiendo qué quiere decir.

—Opar es una ciudad de cerebros: no sólo tenemos los mejores de Radam, sino muchos de los que podemos atraer del mundo exterior. No hay otro lugar más apropiado en ningún sistema humano para investigar, como pronto podrás comprobar.

—¿Y me han traído aquí para ofrecerme un puesto de adjunta? —preguntó Clara, sin disimular el sarcasmo—. La próxima vez, espero que me dejen vestirme.

La irritación hizo que el dolor de sus sienes fuese más punzante, y se le escapó una queja entre dientes.

—¿Te duele? —se interesó Anne. Por un comunicador de muñeca pidió el desayuno y una pastilla antirresaca, para después dirigirse de nuevo a Clara—. Entiendo que te extrañe. Lo más normal habría sido hablar contigo y proponerte este… trabajo, en vez de sacarte de tu cama y traerte aquí dormida. Además, la gente que te ha traído no ha sido muy eficiente, ni siquiera se han molestado en coger algo de tu armario. Pero no te preocupes, que enseguida te conseguiremos ropa.

La puerta se abrió sola y un servo al que le chirriaba el mecanismo de dirección entró con una bandeja en la que había un tazón de leche, café, unas galletas, un vaso de agua, un zumo, unos huevos fritos y una tableta de color rojo. Clara sintió arcadas al ver los huevos fritos y rogó a Anne que se los quitara de delante.

—Lo siento. No sabíamos cómo acertar con el desayuno, así que te hemos puesto de todo. Tómate primero la pastilla, te sentirás mejor.

Clara obedeció y comprobó que aquella tableta era casi milagrosa, mucho más efectiva que los analgésicos que solía tomar en circunstancias semejantes. En un par de minutos los peores síntomas de la resaca habían desaparecido y el desayuno, salvo los huevos fritos, empezó a parecer apetitoso. Mezcló el café con la leche y dio un sorbo vacilante al zumo.

—Gracias, me siento mucho mejor… Anne.

—Te veo nerviosa. Lo comprendo perfectamente, yo me sentiría igual, pero has de tranquilizarte. Te aseguro que no tenemos intención de hacerte ningún daño. Nos hemos tomado la libertad de traerte para este trabajo porque es muy importante y pensábamos que no ibas a rechazarlo.

—¿De qué se trata?

—De descifrar un lenguaje desconocido.

—¿Un lenguaje desconocido aquí? No entiendo.

—Lógicamente. No te preocupes: todo se te irá aclarando.

—Podría empezar aclarándome de una vez por qué me han traído directamente desde la casa.

—Teníamos algo de prisa. Queríamos que desaparecieras de la vista de Éremos.

—No conozco a nadie que se llame así. Éremos… —silabeó, y se dio cuenta de que era una palabra griega: solitario, desierto, baldío. Derivados: eremita, ermitaño. De una raíz indoeuropea que significa «apartar», de la que provenía también la palabra rarus… Sacudió la cabeza para cortar el hilo de aquellas disquisiciones filológicas.

—Tal vez lo conozcas mejor por su falso nombre de Jonás Crimson.

Al oír aquel nombre Clara sintió que el corazón le daba un vuelco y unos dedos fríos corrían por su espalda. La sangre se le subió a la cara, y aún se sonrojó más cuando se dio cuenta de que su rostro estaba delatándola.

—Sí, yo… lo conozco.

—Os hemos observado, Clara. Ese hombre te gusta, ¿verdad? —preguntó con una sonrisa que trataba de ser comprensiva, pero tenía un punto de gelidez—. Las mujeres siempre cometemos errores de ese tipo.

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