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Authors: Javier Negrete

Tags: #Colección NOVA, nº 93

La mirada de las furias (34 page)

BOOK: La mirada de las furias
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En ese momento el bodak volvió a salir de la cocina y se dirigió a ellos. El Turco se subió la manga izquierda, descubriendo un brazalete de cuero con diversos botones y una ruedecilla, y con unas rápidas pulsaciones recobró el control de la criatura.

—Ya le dije que estuviera tranquilo. Siempre que vengo al Lusitania traigo conmigo a Edu, aunque es la primera vez que lo saco a pasear. ¡Ahora ver la que ha organizado en la Sala de Exposiciones!

Como había prometido Rye, el espectáculo era dantesco. Tal vez alguien hubiese escapado vivo de la Sala, pero era difícil creerlo al contemplar las montoneras de cadáveres mutilados que se apilaban entre las sillas, debajo de la mesa alargada y aplastados contra los cristales de la pared, que habían quedado decorados con manchas de sangre y vísceras. Había brazos, piernas, cabezas, troncos eviscerados y otros fragmentos irreconocibles esparcidos por doquier. Toda la sala estaba impregnada del olor metálico y dulzón de la sangre.

—¿Todo eso lo ha hecho el bodak?

—Con muy poca ayuda de nuestra parte. Cuando ha llegado aquí lo he dejado suelto para que actuara y en un santiamén puede ver cómo ha dejado el lugar.

Éremos se detuvo un instante, creyendo haber reconocido algo. Sí, aquella cabeza que brotaba de la mesa como un geranio en una maceta le era familiar: Gaster no volvería a cometer atentados contra la sintaxis.

—ATENCIÓN, ATENCIÓN. TODOS LOS AGENTES DE SEGURIDAD DE LA CLAVE ROJA DEBEN ACUDIR AL SECTOR CUATRO Y LOS DE LA CLAVE VERDE AL HANGAR. DISPAREN A MATAR CONTRA RYE Y SUS HOMBRES. LOS CIVILES HAGAN EL FAVOR DE PERMANECER EN SECTORES ALEJADOS DE LOS MENCIONADOS.

Azuzados por el mensaje de megafonía, Éremos y Rye atravesaron corriendo la sala de la carnicería y se introdujeron en la pasarela más cercana, seguidos por el bodak, que caminaba con las zancadas torpes y mecánicas que le permitía el yugo de control. Éremos estaba preocupado por saber qué había pasado, o mejor, qué no había pasado con Amara, ya que no había llegado a escuchar nada en la cocina; pero no tuvo demasiado tiempo para pensar en ello. Conforme pisaban el recibidor que daba acceso a la rampa, aparecieron en ella diez hombres de seguridad del Lusitania que entraban por otras dos pasarelas. Rye dio orden de atacar al bodak y a continuación, encarrilado su instinto asesino, lo dejó libre de control. La bestia atravesó de un prodigioso salto la fuente virtual que decoraba el recibidor y cayó sobre los guardias, convertido en una hélice de aspas de acero. Éremos y Rye, sin esperar a presenciar la carnicería, se abalanzaron por la rampa de caracol que conducía al hangar, escuchando el silbido de las balas sobre sus orejas y los gritos de agonía de los agentes que trataban de enfrentarse al depredador. Sobre todos ellos se elevó el chirrido del bodak, modulando una agudísima nota que murió abruptamente. Rye se paró en seco.

—¡Maldita sea, se han cargado a Edu! ¡Esos hijos de puta…!

Éremos agarró al Turco por el brazo y tiró de él. Al salir del cilindro central, ya en el hangar, les quedaban aún unos quince metros para llegar al deslizador, que tenía los motores encendidos. Pero entre los demás vehículos se había apostado otro pelotón de guardias, que los recibió con una salva de disparos. Éremos y el Turco se parapetaron a ambos lados de la puerta, pero no podían esperar ni un segundo más, porque por la rampa ya resonaban los pasos de los hombres que habían sobrevivido al ataque del bodak. El geneto sacó la pitillera del bolsillo y la abrió.

—¿Le parece ahora un buen momento para fumar?

Por toda respuesta, Éremos le mostró la metamorfosis de la pitillera de mnemometal en pistola.

—Con esa mariconada de arma no creo que mate ni a un ratón —se mofó Rye—. Cuando yo cuente tres, corra detrás de mí cubriéndose con mi espalda. Tenemos poco más de dos segundos para salir de ésta.

Éremos supuso que el Turco guardaría algún as en la manga, ya que le parecía más que dudosa su repentina conversión al altruismo. Cuando sonó el número tres, Rye echó a correr con una agilidad impropia de sus años, pero muy justificada en quien lo hacía por salvar el pellejo. Éremos le siguió, para ver durante una larguísima décima de segundo cómo los guardias abandonaban sus puestos de protección y disparaban al unísono contra ellos. Pero algo se materializó delante del Turco, una semiesfera rojiza que distorsionaba las formas, y de alguna manera los proyectiles no llegaron a su destino. La pantalla desapareció al tiempo que entraban trompicando en el deslizador; cerraron la puerta, no sin que antes una ráfaga de balas se colara y destrozara dos sillones. El piloto empezó a mover el vehículo marcha atrás y hacia la izquierda, mientras Rye le ordenaba con gritos de histérico que acelerase.

—¡No puedo! ¡Si no tengo cuidado nos arrancaremos un ala contra otro deslizador!

Los disparos resonaban contra el fuselaje del vehículo como el badajo de una persistente campana. Desesperado por la lentitud del piloto, Éremos lo apartó de un empujón, se sentó a los mandos y subvocalizó todas las rutinas que activaban los implantes sensorios y de coordinación. Los cristales delanteros estaban aguantando de momento el tiroteo, pero al girar a la derecha para tomar el estrecho carril de salida que les habían dejado, vio con el rabillo del ojo una figura casi desnuda que corría a cámara lenta hacia el vehículo mientras armaba un lanzacohetes. Era el clon de Amara; no perdió el tiempo preguntándose cómo habría escapado del bodak ni de dónde habría sacado el arma. Había unos sesenta metros hasta la salida que les correspondía y el carril estaba rodeado por vehículos que apenas dejaban margen para el error. Uno de ellos maniobraba cerca de la salida y en un par de segundos obstruiría definitivamente el camino.

—¡Agárrense fuerte! —exclamó Éremos, con una voz tan acelerada que sus compañeros de vuelo sólo oyeron algo como «Ate», y añadió para sí en una centésima de segundo: «
A ver qué tal profeta eres, Miralles

Lo que hizo iba en contra de todas las normas de la aviación y del sentido común, pero la amenaza del lanzacohetes era lo bastante perentoria para saltárselas. Sin pensárselo, encendió los dos chorros de cola y sujetó el timón en manual para mantener el vehículo completamente recto. El tirón de la aceleración fue brutal. Aun entre los rugidos del motor pudo escuchar cómo el Turco y su piloto rodaban por el pasillo, mientras las paredes de la puerta de salida se le venían de frente. Las ruedas del deslizador no estaban completamente rectas y el vehículo quiso irse a babor, pero Éremos enderezó con un movimiento casi imperceptible. Hubo un sonoro golpe de metal contra metal cuando el ala rozó con la del vehículo que maniobraba, y de pronto el deslizador se encontró bañado en la luz del exterior. Éremos comprobó la pantalla de cola y, con sus sentidos acelerados por los implantes, tuvo tiempo de ver, antes de alejarse demasiado, parte del caos que había organizado al encender los cohetes dentro del hangar.

Sus sentidos volvieron a la normalidad cinco segundos después, el tiempo máximo de activación de aquellos implantes, que podían causar un derrame cerebral si no se desconectaban. La forma del Lusitania se perdía a popa, con una de las puertas del hangar escupiendo fuego. Probablemente algún deslizador se habría incendiado al recibir el chorro de los cohetes. Éremos, intentando sobreponerse al creciente dolor de cabeza, se volvió para comprobar el estado de sus compañeros de vuelo. De momento seguían vivos, y trataban de levantarse con toda la dignidad posible. Le hizo un gesto al piloto para que ocupara su puesto y se apartó.

—¡Vaya, parece que hemos salido vivos! —resopló el Turco—. ¿Me puede decir cómo ha hecho eso?

—Fui piloto acrobático antes de dedicarme a asesinar esposas. ¿Y usted cómo…?

El Turco señaló al anillo-escudo que, como todos sus hombres, llevaba en el dedo corazón.

—Sólo sirve para una vez y durante poco más de dos segundos, pero, como ve, a veces puede ser suficiente.

—Esta vez lo ha sido… Si me disculpa, tengo que reposar unos minutos.

Éremos se acomodó en uno de los asientos que habían quedado indemnes, cerró los ojos y se concentró en producir las secreciones internas que anularían la migraña y los latigazos eléctricos que corrían a lo largo de sus paramédulas.

Cuando los abrió, vio que el Turco estaba en pie frente a él y le apuntaba con el láser y un gesto que había dejado de ser amigable.

—Muy bien, señor Crimson, ahora que ya estamos a salvo creo que va a empezar a contarme unas cuantas verdades. Que se haya organizado tal destrozo en el Lusitania y que hayan desaparecido de la circulación Sharige y otros cuantos peces gordos, me da más o menos igual. Pero por su culpa he perdido a mi bodak favorito y a dos hombres difíciles de reemplazar, y puedo dar gracias de seguir con vida. ¿Quién demonios es usted y para quién trabaja?

Éremos chasqueó la lengua y meneó la cabeza, como un maestro importunado por la reiterada torpeza de sus alumnos. A mitad del ademán, cuando sabía que el Turco aún no se lo podía esperar, estiró la mano derecha con un movimiento de cobra, agarró el cañón del subfusil y se apoderó de él. Todo ello mientras completaba el gesto de la cabeza.

—Pero… ¿cómo ha hecho eso?

—También fui prestidigitador. Ahora, siéntese ahí enfrente. Ya sé que el asiento está roto, pero no quiero que se mueva. Por cierto, antes de que se eche un farol, le recuerdo que usted mismo me acaba de informar de que su anillo-escudo ya no funcionará más. ¡Usted! —añadió, dirigiéndose al piloto, que había vuelto la cabeza para ver qué pasaba—. No me gustaría tener que dispararle, por si acaso destrozo algún mando cuando le atraviese con el láser. ¿Entendido?

El piloto asintió con tanto vigor que le ondeó la coleta. Éremos se acomodó el arma en el regazo y respiró hondo. El dolor de cabeza había pasado, pero se sentía extrañamente irritado e impaciente. Aquellos dos hombres ignoraban lo cerca que estaba de apretar el gatillo. «
Esto no es normal
», se dijo, y examinó las causas posibles. Eran demasiadas: la noticia de la muerte de Urania, la aparición de la nueva Amara, la huida del Lusitania… sí, y hasta la desaparición de Clara. Pero en circunstancias normales nada de eso le habría afectado más de cinco segundos.

—Ahora tiene usted el control de la situación. ¿Qué piensa hacer?

—Nada muy especial. Volvemos a Tifeo, donde me espera otro deslizador. Tengo cosas que hacer, pero no se preocupe: usted no entra en mis planes.

—Me imagino que, puesto que el arma la tiene usted y no yo, no se sentirá obligado a contestarme. Pero considero que tiene una deuda conmigo, ya que le he salvado la vida, y me gustaría que la pagara satisfaciendo mi curiosidad.

Éremos se permitió una breve sonrisa por la retórica de Rye y relajó el dedo que, sin querer, se le había tensado sobre el gatillo.

—¿Qué quiere saber?

—Ya se lo he dicho: ¿quién es y para quién trabaja?

—Le aseguro que, aunque quisiera, no podría decírselo. Pero ni tengo que ver con Lisístrata ni suelo llevar explosivos en el estómago.

El Turco reparó entonces en el meñique mutilado de Éremos.

—Dios santo, ¿qué le ha pasado?

Éremos observó el muñón. Estaba adquiriendo un suave color rosado y sentía en él una ligera comezón. Esperaba que, para cuando el dedo se hubiese regenerado y los demás empezaran a hacerse enojosas preguntas, él ya estaría fuera del planeta; si sobrevivía al uno de diciembre.

—Digamos que ha sido un accidente doméstico. Señor Rye —añadió—, le pido sinceramente disculpas por todo lo sucedido. Mi intención era jugar esa partida con el señor Sharige y ganarle, para después atender a mis propios asuntos. No me esperaba la emboscada que nos han tendido, aunque recuerde que desde que pisamos el Lusitania le advertí de que había demasiados indicios sospechosos.

El Turco asintió. Se había relajado, convencido de que no corría peligro mientras fuese razonable.

—Yo tampoco me acababa de fiar. Simplemente, me abstuve de explicarle las precauciones que había tomado.

—Muy prudente por su parte. Espero por su bien que siga siéndolo. Cuando lleguemos al puerto de Tifeo, yo tomaré otro vehículo y partiré con paradero desconocido. Pero me temo que gentes muy poderosas van a seguir detrás de mis pasos, y, puesto que nos relacionan a ambos, también irán por usted. Señor Rye, no dudo de que es un hombre de recursos, así que no le daré consejos acerca de la mejor forma de protegerse. Sólo le aviso.

—Supongo que además tendré que darle las gracias.

—No sólo eso. Además quiero información, y muy concreta.

—El burgrave de Tifeo no acostumbra a obedecer presiones —contestó Rye, repentinamente digno.

—El burgrave de Tifeo no acostumbra a estar encañonado por un láser.

La dignidad desapareció con una carcajada.

—En eso tiene razón. Pero no se lo cuente a mi mujer…

—Por una vez no tengo tiempo para bromas —dijo Éremos, sintiendo que de nuevo le dominaba la impaciencia—. Quiero que me diga quiénes son los tecnos.

—¡Esa es la pregunta del millón de créditos! Sé bien poco de ellos. Existen, porque de vez en cuando se hacen notar. Son muy hábiles, nos tienen a todos los burgraves enfrentados mutuamente, nos piden ciertos favores, nos suministran sus últimos juguetitos tecnológicos. Yo les debo los anillos-escudo, por ejemplo, así que, si bien lo piensa, usted está vivo gracias a los tecnos.

—¿Qué son, una sociedad secreta?

El Turco se encogió de hombros.

—Ignoro si forman una sociedad, pero sí es cierto que saben guardar sus secretos. Nunca he tenido trato directo con ellos. Me imagino, como todo el mundo, que poseen algún enclave, una ciudad, algún refugio oculto donde fabrican sus juguetitos.

—¿Opar?

—Sí, he escuchado ese nombre.

—¿Dónde está Opar?

—No tengo ni la más remota idea.

—¿Qué me puede contar de la explosión que borró del mapa la ciudad de Cerbero?

—Me enseñaron el vídeo, aunque no puedo decir que entendiera lo que vi. Sí, se me dijo que había sido un experimento secreto de los tecnos, y que debía seguir siendo secreto. Los que estábamos en el ajo decretamos censura total, porque se nos amenazó de una forma muy concreta. No me pregunte qué tipo de experimento, porque ni sabría decírselo ni quiero enterarme. Sólo espero que eso no pase en mi ciudad.

—Señor Rye, es posible que no sólo pase en su ciudad, sino en todo este planeta… si alguien no lo remedia.

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