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Authors: Javier Negrete

Tags: #Colección NOVA, nº 93

La mirada de las furias (37 page)

BOOK: La mirada de las furias
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—¡Ah, el radar! Se me estropeó hace un par de meses y aún no me lo han arreglado. No he tenido tiempo de ir al taller.

—¿Vamos sin radar? ¿Y cómo reconoce el terreno?

—¡Por Dios! Conozco todo esto como la palma de la mano. Con el control visual me las arreglo perfectamente.

Eso parecía verdad, pero una preocupación nueva ensombreció a Éremos.

—Yo creía que volábamos con radar y resulta que sólo tenemos la pantalla de cola.

—Sí, pero ¿qué más da?

—¿Qué más da? ¿No ha escuchado antes la radio? Andan detrás de mis pasos, y si me vieron bajar de la nave del Turco también me verían abordar ésta. Aunque nos siguiera un escuadrón de cazas no nos enteraríamos con tal de que estuvieran fuera de la pantalla de cola.

—Le veo un poco nervioso. ¿No ve que todo ha sido muy rápido? No creo que hayan tenido tiempo de seguirle.

Kaimén acertaba al decir que Éremos estaba nervioso. Sentía como si un ciempiés le corretease por las sienes, pero una cosa era lo desacostumbrado de su estado y otra que no tuviese razón.

—Haga un barrido en onda larga.

—Qué tontería, si…

—¡Haga lo que le he dicho!

Se quitó cuatro puntos mentales por aquel estallido, pero ya apenas le quedaba crédito ante sí mismo. Si las cosas seguían así terminaría perdiendo el control de sus palabras y sus actos.

Había una emisión cercana y entrecortada, de la que se entendían algunas palabras intercambiadas en la jerga típica de los pilotos.

—Ahí los tenemos —musitó Éremos.

—¿A quiénes?

—A los que nos siguen.

Presa de una súbita inspiración, Éremos abrió la portezuela inferior del tablero de mandos y extrajó la placa del radar. Saltaba a la vista cuál de los relés se había fundido, y mientras maldecía a Kaimén por su desidia lo sustituyó por otro de la unidad de refrigeración.

—Vamos a tener mucho calor —protestó el vestigator.

—No creo que nos vaya a dar tiempo. Mire.

Éremos conectó el radar en modo activo, para mostrar una proyección del escarpado paisaje que los rodeaba; al orientarlo hacia la cola, un pitido intermitente les avisó de la presencia de otros vehículos. Éremos ajustó el alcance y la dirección y detectó tres puntos a unos mil quinientos metros sobre sus cabezas.

—¿Se convence ahora?

—Diablos, ya los veo. Y vienen muy rápido.

Seguramente sus perseguidores habían recibido la señal emitida por el radar al conectarlo en activo, pues la radio crepitó con una señal de llamada.

—ATENCIÓN, MUGRIENTO, ATENCIÓN, MUGRIENTO. ¿NOS RECIBE?

—No le conteste.

—MUGRIENTO, LLEVA USTED A BORDO UN PASAJERO ILEGAL. ES UN GENETO, UN ASESINO PELIGROSO. ¿NOS RECIBE?

—Veo que no me ha mentido, amigo. ¿Qué se supone que debo hacer ahora?

—No le conteste —insistió Éremos.

Los tres vehículos descendían abriéndose en abanico. Mientras, bajo el Mugriento desfilaban a toda velocidad los árboles de una extensa selva. Miralles se acercaba trompicando entre los bultos y preguntando con voz aún soñolienta qué demonios hacía en aquel aparato. Kaimén señaló con el dedo una porción de jungla delante de ellos, entre cuyos árboles sobresalía una roca casi plana de unos quince metros de longitud.

—Vamos a posarnos allí. Hay un lado de esa peña por el que se puede bajar bien.

Miralles reconoció el lugar de sus pesadillas y empezó a soltar juramentos y blasfemias que hubieran escandalizado a la corte de Belcebú. Pero Kaimén hizo descender el Mugriento con una brusca maniobra y el viejo cayó maldiciendo encima de unas cajas de cartón.

—ATENCIÓN, MUGRIENTO, CONTESTENOS O HAREMOS FUEGO INMEDIATAMENTE.

—¡Maldita sea, tengo que responder!

—Es inútil, ya viene el disparo.

El radar dibujó la trayectoria de un punto que se movía hacia ellos a toda velocidad. Kaimén volvió a levantar el morro del aparato y viró hacia la izquierda, en un movimiento de distracción que en el último momento evitó un impacto directo. Pero el relámpago cegador que estalló unos metros a su derecha sacudió al Mugriento y todos los aparatos electrónicos quedaron desconectados.

—¿Qué ha sucedido? —gimió el vestigator.

—Nos han disparado con un pulso electromagnético. ¡Hay que salir de aquí!

Éremos se apresuró a ir a cola, tomó la mochila de los aparatos, se la colgó al hombro, cogió el fardo de los alimentos, se lo puso a la fuerza a Miralles y arrancó el precinto de plástico del ala delta.

—¡Vamos a saltar, Kaimén!

—¡No pienso abandonar el Mugriento! —protestó el vestigator, pero tardó dos segundos en darse cuenta de que su pelea con los controles estaba condenada al fracaso. El helirreactor había enfilado hacia dos crestas de basalto entre las que apenas quedaría un espacio de diez metros, y era imposible que pasara en medio de ellas. A trompicones, Kaimén se levantó y acudió junto a Éremos. El hombre de la Honyc había abierto el cierre manual de la trampilla, y ahora veían a sus pies el confuso borrón verde de las copas de los árboles pasando a toda velocidad.

Éremos levantó en horizontal la barra de fibra de tres metros, sujetándola por las asas que se suponía hacían de controles de vuelo, y ordenó a sus compañeros que se agarrasen a ella. El resto era un paquete envuelto que, según las instrucciones, prometía desplegarse y convertirse en un ala delta en cuanto Éremos apretase el botón rojo. «
Hoy no es el día en que me toca morir
», se animó.

—¡Vamos a saltar! ¡Kaimén, coja esas dos armas!

El vestigator se las arregló para colgarse los dos fusiles sin soltar a Polifemo, mientras Miralles protestaba aterrorizado.

—¿Saltar, agarrados a esta escoba? ¡Una mierda!

—Allá vamos!

Éremos saltó al vacío, y milagrosamente tanto Miralles como Kaimén siguieron aferrados a la barra. Durante unos segundos que se hicieron eternos, los tres hombres y el mono cayeron hacia la jungla agarrados a una simple barra, mientras el helirreactor barrenaba hacia los acantilados. Entre los gritos de terror del viejo, resonó sobre sus cabezas el estallido sónico de un deslizador, y después una fuerte explosión. Éremos pulsó el botón rojo con escepticismo, pero, ante su sorpresa, el paquete se desenvolvió y, como por arte de magia, empezaron a desplegarse por encima y por debajo de ellos barras y tensores y una transparente superficie de polivilén que en un instante se convirtió en la tranquilizadora forma de un ala delta. La caída se frenó con un golpe seco; Miralles no resistió a pesar de la barra que ahora le sujetaba por la cintura y se soltó, pero Éremos fue más rápido y le sujetó con la mano izquierda. Esto hizo que el ala delta se precipitase hacia el otro lado, y el geneto tuvo que actuar con presteza para, en menos de un segundo, ayudar al viejo a que volviera a agarrarse, soltarlo y recobrar el control. «
Si se cae, ya no puedo hacer más
», pensó, pero el instinto de conservación de Miralles pareció duplicar sus fuerzas, y el viejo se sujetó a la barra como una lapa.

Volaban a unos cincuenta metros sobre los árboles, y a su derecha, junto a las crestas, ardían los restos del Mugriento. Kaimén mascullaba palabras de venganza, levantando la mirada al cielo, donde un deslizador blanco de gran tamaño volvía a remontar el vuelo en un rizo inverosímil. Polifemo, perchado en el hombro del vestigator, miraba a su alrededor con curiosidad y canturreaba como si todo aquello fuese muy divertido.

—¿Hacia dónde llevo esto? —le preguntó Éremos—. Apenas puede con nuestro peso.

—Siga hacia las diez, donde la roca que le dije. La entrada al túnel está muy cerca.

—Vamos allá. ¡Aguante, Miralles, es sólo un momento más!

Perdían altura con rapidez; parecía difícil que alcanzaran la roca. Sobre sus cabezas sonó el silbido de un avión en picado. Éremos levantó la mirada y, a través del polivilén, atisbó una sombra que se recortaba contra el gris de las nubes. En el último momento logró elevarse unos palmos más para evitar las copas de los árboles y llegaron a la roca, donde se posaron con brusquedad. Mientras Miralles se lamentaba de que se había roto un pie, Éremos se libró del ala delta sin miramientos y arrojó los restos lejos de sí. El vestigator señaló hacia las alturas, de donde bajaba en picado uno de los deslizadores, y sin añadir una palabra bajó a saltos por la roca hasta desaparecer en la espesura. Éremos agarró al desconcertado Miralles por el brazo y tiró de él detrás de Kaimén. La piedra estaba resbaladiza por la lluvia y los últimos metros los cubrieron rodando hasta que se frenaron contra un esponjoso tronco gris. Unos metros más adelante, sobresaliendo entre la maleza, se veía la cabeza del vestigator haciéndoles señas para que le siguieran.

Kaimén esperó hasta que llegaron junto a él para encender el arco de plasma. Abriendo una trocha de manera tan expeditiva, se alejaron de la peña con toda la celeridad que permitían las piernas doloridas de Miralles. El estampido del deslizador bajando en picado acallaba incluso el ruidoso crepitar del arco. Hubo una explosión y a unos cien metros por detrás de ellos se levantó una columna de humo y fuego.

—¡Hijos de puta, vais a pagar por el Mugriento! —maldijo Kaimén, alzando un puño imprecatorio al cielo; y añadió, volviéndose a Éremos : ¡Y usted sí que va a pagar, hasta el último crédito!

—Si salimos vivos de ésta, le indemnizaré. ¡Pero sáquenos de aquí ahora mismo o serán mis herederos quienes tengan que pagar a los suyos!

El avance era terriblemente difícil, pero incluso a través de aquella fronda que no permitía ver a tres metros de distancia, el vestigator sabía bien adónde se dirigía. El propio Miralles, comprendiendo la emergencia, había dejado de acordarse de su pie supuestamente roto y se esforzaba por mantener el paso de sus dos compañeros más jóvenes.

—Seguramente tendrán sensores infrarrojos y de movimiento, y sabrán dónde nos encontramos. El siguiente misil… —dijo Éremos, sin dejar de saltar entre ramas y espinos que acaso fueran venenosos, pero no eran una amenaza tan inminente como los aviones enemigos.

—Hay muchos animales por esta zona: seguro que les confunden —deseó Kaimén, pero era seguro que el más tosco de los sensores podría detectar la emisión de su arco de plasma—. ¡Ahí está!

Una corta ladera de roca desnuda se ofrecía a su vista, y en ella se abría la boca de un túnel de unos dos metros de dimetro. Se precipitaron en la negra oquedad sin pensarlo, espoleados por el silbido amenazador de un nuevo misil. La explosión sonó a unos cincuenta metros e hizo retemblar las paredes de la galería. Kaimén encendió la linterna de su cinturón sin dejar de correr y les animó a seguirle hasta que hubieran puesto suficiente roca de por medio entre los atacantes y ellos. El suelo del túnel era irregular y estaba sembrado de musgo húmedo que lo hacía viscoso y resbaladizo, pero el avance era infinitamente más sencillo que entre la espesura. Hubo otro estallido mucho más lejano que el anterior.

—Parece que ya no pueden detectarnos —comentó Kaimén, refrenando el paso—. Vamos más despacio: no quiero romperme la cabeza o caer en un pozo por huir de otra cosa.

Éremos encendió también su linterna y Miralles, después de comprobar que un cinturón que jamás había visto antes ceñía su gruesa barriga, hizo lo mismo. Pero mientras se adentraban en la gruta con paso más sosegado les exigió una explicación.

—Pregúnteselo al jefe —respondió Kaimén, marcando con retintín la última palabra—. Me dijo que lo trajera por pelotas y eso es lo que he hecho.

—¿Para qué me ha traído aquí otra vez, hijo de Satanás? —insistió Miralles, agarrando a Éremos del brazo y obligándole a detenerse—. Le dije que no volvería por nada del mundo.

—¿Prefiere dar la vuelta y esperar a que un misil le mande el hígado directo al depósito de basura, que es donde debería estar? Suélteme ahora mismo y siga andando por las buenas. No me conoce por las malas.

«
Ni yo mismo me conocía
», se dijo Éremos, convertido en asombrado espectador de sus propios actos. Empezaba a encontrarle cierto regusto a pimienta, no del todo desagradable, a aquella incapacidad para predecir sus propias reacciones.

Como fuere, Miralles optó por obedecer, aunque no dejó de rezongar mientras descendían. Llegaron a la primera bifurcación y Éremos preguntó a Kaimén si por lo menos había traído el resonador para orientarse. El vestigator, con un gesto de inocencia ofendida, sacó el aparato y lo niveló en el suelo de la cueva. Una proyección esférica de dos palmos de diámetro les mostró la topografía del volumen de roca ante ellos.

—Yo creo que es por aquí. —El grasiento índice de Kaimén penetró en la imagen fantasmal y señaló una línea negra más gruesa que bajaba en sinuosos meandros—. Cuando lleguemos más adelante podremos comprobarlo.

—¿Qué demonios pretende, Crimson? —volvió a terciar Miralles—. ¿Para qué me ha traído aquí?

—Me llamo Éremos. Y si le he traído es porque ahí abajo hay algo a lo que usted parece particularmente sensible y quiero comprobar qué sucede cuando nos acerquemos.

—¡Está como una cabra!

—No se ponga así. Al fin y al cabo, la última vez sobrevivió.

—¡Me las va a pagar!

—¿Qué va a hacer, vaticinarme mi muerte? Ya me dijo que era el uno de diciembre, así que no creo que pretenda acercarla más. ¿O le gustaría que fuese hoy mismo?

—No necesito el don de la profecía para saber que no vamos a salir vivos de aquí.

—Yo sí. Confío ciegamente en usted. ¡Adelante!

Durante más de cinco horas siguieron descendiendo por aquel dédalo. De vez en cuando desandaban lo andado y tomaban otra bifurcación, según las orientaciones del resonador. Aunque la esfera proyectada por el resonador representaba un volumen de roca reducido, Éremos iba añadiendo en su memoria imagen tras imagen y en su cabeza se iba formando un mapa en tres dimensiones del sistema de túneles. Estaban ya a más de trescientos metros de profundidad, por debajo incluso de la superficie del Piriflegetón, pero la temperatura había bajado y el aire era más frío y húmedo que en Tifeo. Las galerías eran extrañamente regulares: las paredes y el suelo apenas ofrecían saliente y su aspecto era el de una superficie de mrmol a medio desbastar, y el diámetro siempre oscilaba en torno a los dos metros. Éremos preguntó a Kaimén si tenía alguna idea de cómo se había originado el laberinto. El vestigator sugirió la posibilidad de que alguna especie de monstruoso gusano de piedra, similar a los que poblaban Jotunheim, hubiese perforado aquellos túneles en el pasado.

BOOK: La mirada de las furias
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