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Authors: Javier Negrete

Tags: #Colección NOVA, nº 93

La mirada de las furias (40 page)

BOOK: La mirada de las furias
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Cuando ya estaba a unos quince metros del deslizador, la portezuela de éste se abrió y por ella apareció una mujer vestida de blanco y armada con un fusil. Kaimén disparó, pero a la carrera no pudo precisar el disparo, mientras que ella sí pudo hacer puntería. El vestigator sintió un golpe seco debajo de la rodilla y de pronto estuvo en el suelo, con la pierna muerta, y le fue imposible seguir corriendo. Sonó otro disparo, esta vez por detrás de él. Kaimén levantó la cabeza y vio a la mujer rodando por la escalerilla con la cabeza reventada como un melón.

Miralles pasó sobre él más rápido de lo que su panza parecía permitir, y después la figura felina de Éremos se agachó a su lado sin dejar de correr y le arrebató el fusil. ¡El maldito hijo de puta lo dejaba allí tirado a merced de los bodakes y sin siquiera un arma! Mientras cerraba la portezuela, el geneto le hizo un gesto con la mano.

—¡No es nada personal, Kaimén!

«
Cabrón con cara de cabrón
», masculló el vestigator, y empezó a arrastrarse con codos y rodillas hacia el vehículo, ya que su pierna izquierda se había convertido en un bloque de madera y ni siquiera podía articularla para levantarse. En su costado derecho sentía el calor de las llamas, que se acercaban amenazadoras, pero sabía que no tendría tiempo de quemarse en ellas. Su corazón se detuvo un instante, avisándole una décima de segundo antes de lo que sabía iba a venir.

Nunca había oído chirriar a tres bodakes a la vez: nada en el mundo podría haber producido una cacofonía tan aterradora. Se dio la vuelta en el suelo, curioso hasta en su final, como buen vestigator. Las tres criaturas habían salido ya de la boca del túnel y se acercaban a él sorteando los arbustos con zigzagueantes brincos y enarbolando sus espolones en una especie de danza ritual. No parecían tener ninguna prisa; los bodakes eran lo bastante inteligentes para saber que aquella presa no podía escapárseles.

Se detuvieron a pocos pasos de él, hasta el punto de que podía oír el siseo de sus respiraciones. Las tres bestias se miraron un instante con sus ojos de marisco, y dos de ellas se apartaron un poco mientras la del centro, un enorme macho, avanzaba un par de pasos y abría su boca monstruosa. De alguna manera, sin necesidad de pelear ni intercambiar desafíos, habían decidido quién de ellos remataría a la presa.

Kaimén era un hombre orgulloso y, aunque tendía a ser una persona sucia y desaliñada, tenía su propio sentido de la dignidad. Se concentró en apretar sus esfínteres y en mantener los ojos abiertos. Probablemente nadie encontraría los restos de su cadáver, pero no estaba dispuesto a correr el riesgo de que alguien dijese que se había cagado de miedo antes de morir.

El bodak ya estaba encima de él, exhalando su pestilente aliento de carnicero. Parecía dudar de si lo mataría de un bocado o golpeándolo con los espolones; la duda duró poco, pues el brazo derecho se levantó, dispuesto para el golpe final. Esta vez Kaimén cerró los ojos.

Hubo un siseo más fuerte que el de la respiración de la bestia, y el espolón no llegó a caer. Kaimén volvió a abrir los ojos y vio que sobre su cabeza se extendía una nube de vapor blanco dirigida a la misma cabeza del bodak. La criatura retrocedió con un par de monstruosos brincos que la llevaron a casi diez metros de distancia, y sus acompañantes hicieron lo mismo chirriando enfurecidos. El vestigator se volvió, confuso y casi decepcionado por aquel anticlímax. Allí estaba el geneto, provisto de un rociador de repelente casi tan grande como un lanzallamas.

—Pero… ¿por qué ha hecho esto?

—No me lo pregunte, porque ni yo mismo lo sé.

Éremos dejó caer el rociador y, sin esfuerzo aparente, se cargó al hombro los ochenta kilos del vestigator, mientras a una distancia que aún no era lo bastante tranquilizadora los bodakes braceaban frustrados.

Las llamas provocadas por la explosión casi estaban llegando al deslizador cuando Éremos lo hizo despegar. Elevó el morro del vehículo y lo dirigió hacia el techo de nubes, deseando alejarse cuanto antes de aquellos parajes, donde aún debían quedar más naves de los tecnos. Miró hacia atrás un instante. Kaimén y Miralles estaban en sus asientos, pero el estado de ambos dejaba bastante que desear. El viejo, en particular, resollaba y tenía el rostro sudoroso y enrojecido. Éremos casi sintió compasión por él, pensando en cómo le había obligado a caminar durante tantas horas y en ocasiones a correr.

—Déle un trago al viejo, Kaimén. Si no, se nos va a morir en el sitio.

—¿Que le dé un trago, yo? ¿Y a mí quién me cuida? Han estado a punto de volarme la pierna y me estoy desangrando y…

—No sea quejica. Pensé que los vestigatores eran gente más dura. Mírese la pantorrilla: desde aquí puedo ver que no está sangrando.

Kaimén hizo a regañadientes lo que Éremos sugería y comprobó que no tenía ninguna hemorragia; al levantar la pernera del pantalón vio que ni siquiera había huellas en la carne.

—Ha sido una descarga neurónica, como la de un bastón —le explicó Éremos—. Se ve que a estos tecnos les gustan las armas limpias.

—Pues no fue así cuando me dispararon al estómago. Y además, ¿cómo sabe que éstos eran tecnos?

—Oiga, el señor Éremos le ha dicho que me dé un trago, así que haga el favor de levantarse y… —terció Miralles, con voz menos jadeante ahora que se le prometía néctar de los dioses.

—¡Levntese usted, borracho! Yo sigo cojo.

Éremos se olvidó de sus pasajeros para atender al panorama frente a él. Cuando se sumergieron en la capa de nubes, ya a ochocientos metros de altitud, conectó proyección inferior. Como se imaginaba, bajo ellos había cuatro vehículos iguales que el suyo, que en ese preciso instante estaban despegando de la selva.

—Mejor será que no se levante, Miralles. Puede que tengamos que dar alguna curva cerrada.

Mientras examinaba el tablero de mandos, explicó, a medias para Kaimén y a medias para sí mismo:

—Este deslizador no se parece demasiado a otros modelos que he visto en Radamantis. El diseño de los mandos es distinto, y hay bastantes mejoras. Incluso la potencia de la unidad impulsora… Vaya, si nuestro juguete puede maniobrar fuera de la atmósfera. Eso quiere decir que vamos a ir muy arriba.

—Será usted —protestó Kaimén—. Haga una parada en mi casa y luego vaya adonde quiera.

—Aunque tuviera intención de hacerlo, no creo que me dejaran los amigos que vienen detrás de nosotros. No, amigos míos, vamos a meternos directos en la boca del lobo.

—¿Otra vez? —gimió Miralles.

Sin hacer caso de las quejas del pasaje, Éremos pasó revista al cerebro de la nave. El sistema informático era mucho más complejo que cualquier otro que hubiese visto en Radamantis, e incluso daba la impresión de superar los niveles permitidos desde el Gran Frenazo. Al parecer, a los tecnos no les preocupaban demasiado las convenciones destinadas a controlar el progreso de la tecnología. ¿Tendrían genetos también en su ciudad secreta?

Traspasaron el techo de nubes y se encontraron volando a poca distancia de la pared oeste del Tártaro. Tifeo aún no había asomado sobre la pared oriental, pero ya había desaparecido del cielo la cola del cometa Wilamowitz, última traza de la noche. Mientras seguían elevándose, aún sin saber hacia dónde dirigir su vuelo, los otros cuatro deslizadores atravesaron la capa nubosa y se abrieron en una formación en media luna que no presagiaba intenciones amistosas. El comunicador de la nave soltó un par de toses y después una voz femenina y autoritaria restalló:

—VUELVAN A POSAR EL AZOR DONDE LO COGIERON Y DESPUES SALGAN DE EL CON LAS MANOS EN LA NUCA. REPITO, VUELVAN A POSAR EL AZOR DONDE LO…

Éremos bajó el volumen del comunicador al mínimo y se volvió hacia sus compañeros de vuelo; sus miradas eran al menos tan hostiles como la voz de la tecno, pero no habían osado moverse de sus asientos. No las tenía todas consigo con Kaimén. Había salvado la vida del vestigator (no quería tan siquiera pensar en el motivo de una acción tan poco económica), pero no estaba seguro de que eso compensara la ira que sentía contra él por haber matado a su mascota y por haber causado indirectamente la pérdida del Mugriento.

—Siéntese aquí a mi lado, donde pueda verlo —le ordenó—. Tal vez tenga que hacer de artillero.

Para su sorpresa, el vestigator obedeció sin rechistar. Se levantó con precaución, comprobando que empezaba a recobrar la sensibilidad de la pierna, se acomodó en el puesto de copiloto y empezó a examinar con deleite el arsenal que le ofrecía aquel vehículo. Mientras, Éremos buscó la forma de introducirse en el sistema base del cerebro del Azor. Estaba bien protegido, como se temía, y aquello le confirmó en la teoría de que el vehículo que habían tomado prestado era propiedad de los tecnos.

—Le paso el control de la nave, Kaimén. Ojo a los pájaros que tenemos detrás. Yo voy a trastear un poco con el ordenador.

—Encantado. Voy a mandarles a esos hijos de puta un par de pepinos por el Mugriento…

—Ni se le ocurra. Ellos todavía no han hecho fuego, y no creo que vayan a hacerlo por el momento. Pero si somos nosotros quienes rompemos las hostilidades, tenga en cuenta que son cuatro contra uno.

Los tecnos se habían saltado todas las normas habidas y por haber en la programación de sus ordenadores, pero el Código Cero de Éremos, que había conseguido décadas atrás, aún seguía siendo útil. Pensó en ponerse las or-gafas, pero no estaba seguro de lo que podría hacer Kaimén si lo veía desconectado de la realidad, de modo que se conformó con volcar pantallas virtuales a toda velocidad ante sus ojos y buscar lo que quería. Opar, leyó. Bien, había dado con la clave.

—HEMOS TOMADO EL CONTROL DE LA NAVE, AZOR —le comunicó la misma voz de antes—. LE PERMITIREMOS VUELO MANUAL SIEMPRE Y CUANDO DIRIJA LA NAVE A LA LOCALIZACIÓN QUE LE INDIQUEMOS.

—¿Por qué le ha vuelto a dar voz al comunicador?

—No he sido yo —protestó Kaimén—. Es que ellos han tomado el control.

Éremos comprobó que así era, pero le bastó marcar una orden en el ordenador del Azor para desbloquear los arsenales y el sistema de navegación. Después, al tiempo que recobraba el timón y emprendía un nuevo rumbo, conectó el emisor y respondió:

—Estoy dispuesto a obedecer sus órdenes, siempre que esa localización sea la ciudad de Opar.

—¿DE QUE DEMONIOS ESTÁ HABLANDO? SI NO HACE CASO DE NUESTRAS INSTRUCCIONES Y VUELVE A DESCENDER EN EL MISMO PUNTO DEL QUE DESPEGÓ, ABRIREMOS FUEGO CONTRA EL AZOR.

Éremos hizo caso omiso de la amenaza y utilizó el cerebro de la nave, convertido ya en un cachorrito a sus órdenes, para introducirse en el sistema principal de comunicaciones. Como esperaba, había voces muy nerviosas al otro lado, en lo que esperaba fuese la ciudad secreta de los tecnos. Opar. Un nombre muy apropiado para aquel enclave oculto que prometía secretas maravillas.

… tienen que disparar ya si…

… todavia no, hay que esperar por si él ha comunicado a…

…¡No dejéis que ese monstruo se acerque más!

—Atención, aquí Azor emitiendo a la ciudad de Opar —dijo Éremos, regodeándose más de lo que él mismo esperaba en el dramatismo de su intervención—. Nos dirigimos hacia ustedes. Posaré el Azor en… —pasó revista a una de las listas que ofrecía la pantalla virtual y después se encogió de hombros—, en alguno de sus hangares. Llegada estimada en ocho minutos. Paso a Mach 4…

El deslizador aceleró con un agradable tirón que le hizo sentirse lleno de poder.

… Si se le ocurre acercarse aquí un solo metro más haremos volar su nave.

—Gracias por reconocerme el derecho de propiedad. Pónganse en contacto con alguien que tenga autoridad y díganle que en esta nave viaja algo que tiene la clave de su problema.

Una nueva voz de mujer intervino en aquel maremágnum de emisiones.

—Expliqueme qué quiere decir con lo de «nuestro» problema y hágalo en menos de treinta segundos, que es lo que le queda de vida, señor Éremos.

—Me ahorra usted las presentaciones, señora. Supongo que la codificación de este canal ser de fiar…

—Ha perdido ya diez segundos…

—No tenga prisa, señora. Al fin y al cabo, ya han perdido bastante tiempo intentando entender a su Objeto 1, por no hablar de las ganas que tendrían de hincarle el diente al Objeto 2, la nave Tritónide. Me temo que tienen ustedes un serio problema de incomunicación con su… amigo.

—No me diga que puede usted resolvérnoslo. ¿Es experto en dinámicas de grupo?

El cerebro del deslizador le advirtió de que estaban abandonando la atmósfera. De las paredes del Tártaro había desaparecido todo signo de vida, y ahora la única variedad en el color grisáceo de la roca la ponía el blanco de los hielos perpetuos. El cielo empezaba a ennegrecer de nuevo y la cola del cometa apareció saludándolos como una estrella de Navidad que, por azar, señalaba la dirección correcta.

—No soy experto en psicología, señora, pero puedo decirle que en todo proceso de comunicación hay un mensaje, un emisor y un receptor. Ustedes, los receptores, se han centrado mucho en el problema del mensaje, me temo… sin darse cuenta de que no tenían al emisor completo.

—¿Qué demonios quiere usted decir? Todo eso me suena a charlatanería de feria.

Había más interés en el tono de la mujer de lo que querían revelar sus palabras. Éremos se permitió un atisbo de sonrisa.

—No sé si le sonará el nombre de Augusto Miralles, aunque podría ser: es el ingeniero que encontró por primera vez el Objeto 1 y llamó la atención de ustedes sobre él.

Hubo unos susurros al otro lado de la línea; al parecer, alguien estaba refrescando la memoria de la mujer.

—Sí, ya sé a quién se refiere. Siga explicándose, señor Éremos.

—Me alegro de haber despertado su interés. —«
Cuatro minutos para la llegada
», leyó. Recordó que habían perdido un día en los túneles y que era treinta de noviembre. Hoy podría poner el pie en la misteriosa ciudad de los tecnos y seguir con vida. Mañana, uno de diciembre… sería otro día.

—Pues procure no dormirlo de nuevo y aclárese de una vez.

—Cuando Miralles salió de esa cavidad parecía haber perdido la razón, pero en realidad no había perdido nada: lo había ganado. Nuestro amigo se llevó un trozo del Objeto 1 incrustado en su cabeza.

—¿De qué majaderia quiere convencerme?

—Miralles se ha convertido en una especie de profeta, y hasta ahora sus predicciones se han cumplido. Con un poco de paciencia, podrán comprobarlo. Y si no cree usted en las premoniciones enviadas por los dioses, tendrá que aceptar que estamos tratando con alguna extraña entidad que se mueve por el espacio-tiempo de una forma muy distinta a la nuestra. Ustedes necesitan esa parte que ha quedado dentro de la cabeza de Miralles para ponerse en contacto con la entidad y ser capaces de manejar la nave Tritónide. El es la clave.

BOOK: La mirada de las furias
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