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Authors: Javier Negrete

Tags: #Colección NOVA, nº 93

La mirada de las furias (35 page)

BOOK: La mirada de las furias
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—No me diga más. Ese alguien va a ser usted.

—No apueste por ello. —Éremos se encogió de hombros—. Acaso no sea yo el remedio, sino el detonante de la catástrofe. No tardará mucho tiempo en saberlo, señor Rye. Por si tiene curiosidad… intente llegar vivo al uno de diciembre.

Antes de llegar al aeropuerto de Tifeo, Éremos encerró a Rye y a su piloto en el compartimiento que a la ida había ocupado el bodak y programó el cierre magnético para que no se abriese hasta pasados veinte minutos. Después se sentó a los mandos del deslizador y lo hizo descender. Al atravesar la capa de nubes apareció subiendo a su encuentro la ciudad de Tifeo, adormilada en aquel día plomizo; entre sus edificios descollaba la aguja de cristal de la Torre Grass, lejana y pequeña como un juguete, y sin embargo lo bastante grande para haber alumbrado en sus entrañas un crimen. La pequeña Urania no volvería a visitar el casino, se dijo con algo que se parecía demasiado a la tristeza. Decidido a olvidar, enfiló el aparato hacia el aeropuerto; había tal vez una treintena de aparatos en las pistas, entre los que distinguió el helirreactor de Kaimén. Era un vehículo de camuflaje más pequeño y maniobrable que el Colibrí, aunque menos veloz, al que su dueño había bautizado Mugriento más por fidelidad descriptiva que por originalidad. Éremos llamó por el comunicador codificado y le sugirió —Kaimén no toleraba bien las órdenes— que pusiera en marcha el motor y se sentara a los mandos. «
Déme cinco minutos y estoy a bordo
».

En vez de utilizar la pista reservada para el burgrave, Éremos posó el deslizador en una pequeña parcela de hormigón que quedaba libre junto al Mugriento. Desde la torre de control le advirtieron de que aquel sitio no era el suyo, y probablemente hubo todo tipo de improperios fuera de micrófono, pero no se atrevieron a expresarlos por temor a ofender al Turco. Antes de bajar del aparato, Éremos abrió el armario que hacía las veces de arsenal y se llevó una ametralladora de balas de dilatación y una mochila que prometía estar repleta de juguetes destructivos.

—Han sido sólo cuatro minutos —le dijo el vestigator al recibirle en el helirreactor.

—Será porque aún me mantengo en forma. ¿Tenemos todo preparado?

—¿Se ha creído que soy un novato? Atrás tiene al viejo empaquetado, como quería.

—Pues no perdamos más el tiempo.

Sin molestarse en aguardar autorización de la torre —los vestigatores consideraban humillante someterse a tales formalidades—, Kaimén desplegó las hélices para separarse del suelo y, cuando se encontraron a cincuenta metros de altura, encendió los reactores, volvió a plegar las hélices y dirigió el vehículo hacia el norte. Éremos se acomodó como pudo entre el caos que formaban los fardos que traían para la expedición y otros bultos y objetos diversos que parecían haber nacido por generación espontánea. Kaimén había comprado aquel vehículo hacía tan sólo unos meses; Éremos se preguntó cuánto tiempo tardaría en tenerlo tan lleno de porquería que no entrara ni el piloto. Como otro residuo más, Miralles dormía plácidamente sobre una colchoneta de gimnasio. Éremos, ignorando la información que le brindaban sus pituitarias, pensó que el viejo hacía juego con el Mugriento y con su piloto. Rebuscó en la mochila etiquetada como Provisiones y se preparó un bocadillo de queso y fiambre que acompañó con una lata de cerveza. El mono de Kaimén, al que hasta entonces no había visto, salió de entre los fardos para pedirle comida. Éremos le dio el final del bocadillo; después se tendió boca arriba en un pequeño espacio que logró despejar y cerró los ojos.

Entendía que su situación era complicada. Le preocupaban A) los factores externos, como el hecho de que ya no estaba de incógnito en Radamantis y tras sus pasos había gente a la que él no conocía, y sobre todo B) las sensaciones internas: la sorda ira que le revolvía el estómago cada vez que pensaba en Urania, la impaciencia por actuar y, sobre todo, la desazón que le invadía al cavilar sobre el paradero de Clara. Sus tácticas de realimentación le limpiaban la mente y lograba ver las ideas con la transparencia habitual durante unos minutos, pero las sensaciones atacaban por cualquier flanco que descuidara y de nuevo enturbiaban sus pensamientos. Si eso era parecerse a los humanos, compadecía a aquellos seres a los que nunca había considerado sus semejantes.

Un desagradable lametón en la mejilla le hizo abrir los ojos. Polifemo le miraba divertido con sus ojos de lémur. Éremos se lo sacudió de encima y se incorporó.

—¿Qué tal le ha ido la partida? —le preguntó Kaimén, desde su asiento de piloto.

—No he perdido.

—Enhorabuena entonces.

Por no seguir pensando, Éremos se dedicó a investigar entre el revoltillo de objetos que se habían hecho dueños del habitáculo. Muchos eran indefinibles e inservibles por naturaleza, y a otros el deterioro los había reducido a la misma condición. Lo que podía valer lo fue amontonando pulcramente en un rincón, y descubrió que casi todo pertenecía al bagaje que él mismo había encargado. Reordenó el macuto de provisiones para aprovechar mejor el espacio, incluyó en él la bebida y aún quedó sitio para meter los sacos de dormir hinchables. Después, en otro fardo acomodó los instrumentos de observación, entre ellos el resonador, la alarma para bodakes y un contador con sensibilidad para detectar emisiones de neutrinos. Entre los pocos objetos útiles que había en la basura acumulada por Kaimén, limpió el polvo a un paquete alargado y descubrió que era el sustituto de los paracaídas que había echado en falta: un ala delta para trescientos kilos que se desplegaba durante la caída.

—¿Esto funciona? —preguntó en voz alta.

—Supongo que sí. No he tenido ocasión de probarlo, y espero no tenerla.

Por último examinó la mochila que había recogido en el arsenal del Turco. Dentro había varias granadas de madera de alceto, una baraja de cartas que alguien debía de haberse olvidado allí y una potente bomba de armiglán en forma de disco. Examinó con atención su mecanismo y, tras un momento de vacilación, decidió incluirla en el fardo de los instrumentos. Pensaba llevar dos mochilas, una para Kaimén y otra, la más pesada, para él; ya le parecía bastante difícil arrastrar a Miralles por túneles empinados para además obligarle a llevar carga.

Terminada su inspección, se sentó junto a Kaimén. Estaban volando bastante bajo, a unos mil metros del Piriflegetón, que en aquella zona debía superar los dos kilómetros de anchura. A ambos lados de su corriente viscosa y rojiza, se levantaban las paredes quebradas del Tártaro, perdiéndose en el techo de nubes que seguían cubriendo el cielo. De cuando en cuando avistaban una población que pasaban de largo rápidamente. Kaimén encendió la radio y empezó a barrer señales. Eran las dos cuando, por la emisora de Euríalo, captaron un boletín de noticias que narraba los hechos del Lusitania de una forma que Éremos juzgó harto tendenciosa. Según explicaba el locutor, Sharige se había librado milagrosamente de una emboscada tendida por su pérfido enemigo Cassius Rye; gracias al sacrificio de su hijo menor y dos de sus guardaespaldas, que se habían arrojado a las fauces del bodak, el burgrave había logrado salir vivo del recinto denominado Sala de Exposiciones y que a partir de ese momento sería conocido como Salón de la Carnicería. Se buscaba en particular al hombre conocido como Jonás Crimson, alias Éremos, por intento de homicidio múltiple al encender los cohetes de un deslizador dentro del hangar del Lusitania. Su retrato y su patrón de olores habían sido enviados a todos los puestos de Radamantis para proceder a su captura, vivo o muerto, y etcétera, etcétera.

Éremos apagó la radio y se enfrentó a la mirada estupefacta de Kaimén.

—¿Alguna pregunta?

—Ninguna. Volvemos ahora mismo a Tifeo, y usted se baja de mi aparato y allá se las componga.

—Ni lo sueñe. Hemos hecho un trato y lo va a cumplir.

—¿Qué va a hacer para obligarme? ¿Va a venirme otra vez con el farol de la bomba de plástico?

—Míreme a la cara.

El vestigator obedeció y quedó clavado en el sitio por aquellos ojos gélidos e inescrutables. Éremos tenía una sospecha y quería confirmarla. Algo en su interior ya no era como antes y pudo comprobarlo cuando empezó a hablar y no hubo arcadas que interrumpieran sus palabras.

—Soy un geneto, un asesino a sueldo de la compañía Honyc. No estoy en Radam deportado, ni mucho menos haciendo turismo. Tengo una misión que cumplir y la cumpliré. Cuando trabajo, las vidas ajenas no son prioritarias. Si es necesario, ni siquiera las tengo en cuenta. ¿Comprende lo que quiero decir?

Kaimén asintió, tragando saliva. Sus ojos parecían aún más saltones y el gesto de asombro arrugaba la Z que tenía tatuada en su frente. Ignoraba que Éremos estaba más sorprendido que él, ya que nunca antes había sido capaz de articular palabras como las que habían salido del cerco de sus dientes. La barrera mental impuesta por sus creadores se había derrumbado, o acaso en el confuso estado de su mente se había establecido un nuevo equilibrio químico. Pero, en cualquier caso, lo mejor era aceptar los hechos y cabalgar dos cuerpos por delante de ellos.

—No pienso hacerle ningún daño, sólo quiero que me lleve al lugar que estipulamos. Estoy convencido de que nuestros enemigos son los mismos: quienes ordenaron disparar contra usted fueron los que me tendieron la emboscada en el Lusitania. No crea nada de lo que ha oído por la radio.

—¿Ni siquiera lo del bodak? ¿No es cierto que soltaron uno allí?

—Eso sí es cierto. El Turco llevaba un bodak escondido en el deslizador y recurrió a él cuando la situación se hizo demasiado apurada.

Kaimén silbó entre dientes, disparando un perdigón de saliva contra el visor trasero.

—¡Eso es tenerlos bien puestos, sí señor! Pero quien a bodak mata, a bodak muere.

—No entiendo ese refrán.

—¿No ha escuchado que su patrón de olores ha sido enviado? Eso quiere decir que han conseguido alguna prenda suya, han analizado el olor, lo han digitalizado y lo han enviado directamente a los yugos de control de todos los bodakes de aquí a doscientos kilómetros. Ahora más de mil dientudos deben estar relamiéndose pensando en usted. ¿Qué tal se las apañan los asesinos genéticos con algo así?

Éremos suspiró antes de contestar.

—Creo que no voy a dejar que me abandone mi desodorante durante las próximas horas.

—Clara, aquí tienes a Jaume, nuestro experto en temas biológicos; Roxanne, física; Karl, lógico de lenguajes y ordenadores.

Roxanne, una joven negra de rostro agradable, y Jaume, un anciano que no dejaba de fumar y que parecía haberlo visto ya todo en su vida, sonrieron al ser presentados. Karl, un hombre que debía tener la edad de Clara, pálido y enjuto y con el pelo muy corto, se limitó a emitir una especie de gruñido intraducible. Clara les saludó a todos con una inclinación de cabeza y se sentó junto a Anne alrededor de una mesa ovalada y provista de mandos de ordenador. Un camarero sirvió café, té y pastas para todos.

—Esta es una especie de reunión informal para ponerte en antecedentes —le explicó Roxanne—. Las cosas no nos están yendo muy bien y necesitamos tu ayuda.

—Pero, si ya tienen ustedes a un lógico de lenguajes… —dirigió una apreciativa mirada a Karl, que parecía estar muy concentrado en descubrir algún significado oculto en el dibujo que trazaban las vetas de la mesa de reuniones—, ¿para qué me necesitan a mí?

El aludido enrojeció ligeramente, sin levantar la mirada. Al parecer, no se sentía demasiado contento por tener que recurrir a una ayuda exterior. Jaume respondió a la pregunta.

—Aquí casi todos nos dedicamos a las ciencias que podríamos llamar duras.

—A lo que podríamos llamar ciencias sin más —le interrumpió Karl, en un tono ligeramente seco.

—Como quieras, Karl —contestó Jaume, conciliador—. Pero nuestras ciencias sin más no han conseguido avanzar demasiado en la resolución del problema que se nos presenta. No dudo de la corrección de tus estadísticas y tus complejísimas tablas de equivalencias lógicas, pero las traducciones que nos dan son inaceptables. Tal vez necesitemos algo de intuición…

—¿Intuición femenina? —preguntó Clara, ligeramente burlona. Se sentía como una curandera a la que hubiese acudido un equipo de médicos desesperados como último remedio.

—Si existe y la tienes —intervino Anne—, estamos dispuestos a recurrir a ella.

—No estaría de más que me explicaran para qué quieren mi intuición o mis conocimientos.

Los tecnos se miraron durante unos segundos.

—Supongo que habrá que explicárselo todo, Anne —dijo la joven negra—. Si le escondemos datos no creo que pueda averiguar nada de provecho.

Anne Harris asintió con un grave gesto de su mandíbula cuadrada e indicó a Roxanne que tomara la palabra.

—Hace unos meses supimos de la existencia de una extraña entidad aquí, en el propio Radam, algo tan fuera de nuestra experiencia que le dimos el nombre de «Objeto» a falta de otro mejor. Lo trajimos aquí, a Opar, para estudiarlo, y comprobamos dos cosas. Encierra una ingente cantidad de energía contenida, hasta un punto que ignoramos. Por precaución, volvimos a sacar el Objeto de la ciudad y lo llevamos al otro lado del planeta, donde montamos un completo laboratorio para su estudio.

—Todo eso resulta fascinante, pero no entiendo qué tiene que ver conmigo. Ustedes son los que entienden de ciencias duras. —Clara dirigió una mirada provocadora a Karl, y se preguntó cómo se las arreglaría aquel individuo para no aguar la leche de su taza.

—Paciencia, Clara —le pidió Roxanne—. Te estaba diciendo que comprobamos dos cosas: la segunda es la que tiene que ver contigo. Creemos que el Objeto lleva meses intentando comunicarse con nosotros. Nuestro problema es que no logramos entender lo que nos quiere decir.

—¿Por qué creéis que trata de comunicarse? ¿Es que no estáis seguros?

—A decir verdad, no. El Objeto emite continuamente ondas electromagnéticas. Al principio pensamos que era un fenómeno natural, una especie de… escape de energía. Pero pronto se hizo evidente que había una pauta en la emisión de frecuencias.

—Supongo que no hará falta explicarte la diferencia entre ruido e información, ¿no? —intervino Karl.

—Hasta ahí llego. ¿Qué se sabe de esa pauta?

Roxanne miró a Karl, tal vez desafiándole a que confesara su fracaso. El lógico volvió a agachar la cabeza y se concentró en las turbulencias que su cucharilla generaba en el café. Fue la joven negra quien tuvo que proseguir con la explicación.

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