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Authors: Javier Negrete

Tags: #Colección NOVA, nº 93

La mirada de las furias (32 page)

BOOK: La mirada de las furias
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—No entiendo.

—Me temo que sí. Te has ido a enamorar de quien no debías. Éremos no es una persona recomendable para ti.

«El solitario»
, musitó Clara, y se preguntó si lo que había visto en los ojos de Éremos era el misterio del desierto o la esterilidad de un yermo.

—¿Quién es Éremos, entonces?

—Alguien que no debería estar vivo, según las leyes de todos los mundos. Es un geneto.

Clara entreabrió los labios y dejó escapar una queja de perplejidad. La habían educado desde niña en la desconfianza y en el odio a los genetos, aunque nunca conoció a nadie que fuera reconocido como tal. Trató de hacer historia y recordó que después de la ley Chang, muchos años atrás, habían sido exterminados.

—No lo entiendo. Si es un geneto, ¿cómo es que le han dejado vivir?

—Ha estado congelado durante veinte años, y sus patrones de la Honyc lo han revivido ahora que creen que pasará inadvertido. Ellos lo han mandado aquí para descubrirnos, porque sigue siendo el mejor de sus agentes. Pero le debemos un favor, porque te hemos encontrado gracias a que lo vigilábamos a él.

—No había notado nada extraño en él. Bueno, es una persona introvertida, con un halo de…

—¿Misterio? A las mujeres nos vuelven locas esas cosas y acabamos tropezando con quien no debemos. Todo lo que ves en él, hasta ese misterio, está planificado, porque así se le diseñó.

—Diseñar… qué palabra tan dura. Después de todo, sigue siendo un ser humano.

—Apenas hay nada de humano en él, o de lo que llamamos humano. No sé qué te habrá dicho, pero si ha demostrado algún sentimiento hacia ti debes saber que es mentira. No puede tener emociones: es como un ordenador en un cuerpo humano.

Clara agachó la mirada y apartó la bandeja. De repente ya no tenía ganas de desayunar. Emborracharse para vencer su timidez y declararle a Éremos lo que sentía por él le había parecido una idea arriesgada, pero ahora comprendía que había sido catastrófica.

—Siento tener que decirte esto. Es un hombre muy inteligente, atractivo, frío y sin escrúpulos: me temo que parte de sus habilidades consisten en enamorar a las mujeres a las que quiere utilizar.

—¿Pero… para qué quería utilizarme a mí? —preguntó Clara, con un nudo en la garganta.

—Ya te he dicho que anda detrás de nosotros. Aún no te puedo dar detalles, pero espero que confíes en mí. Es mejor que te hayamos apartado de él: Éremos es una máquina de matar. No es el cerebro lo único que tiene manipulado. ¿No recuerdas lo que hizo anoche?

—No sé a qué se refiere. Yo no estaba muy… bien.

—Os abordaron seis hombres de Maldini junto al restaurante. Eso lo recuerdas…

—Sí. El me hizo pasar y entró unos minutos después. No sé si les convenció de que se marcharan o les pagó un dinero del que hablaban, o…

—Nada de eso. Dejó tendidos a los seis, y dos de ellos están muertos. Sólo utilizó sus manos y un cuchillo.

Clara ahogó una exclamación de horror. Éremos había entrado en el restaurante con toda la calma del mundo, sin jadear, sin una sola mancha de sangre en su traje impoluto.

—Te lo repito: es un asesino, una máquina de matar, sin sentimientos. Tal vez él no tenga la culpa, ya que lo diseñaron así, pero la realidad es la que te digo y no se puede cambiar.

—¿Qué piensan hacerle?

—Nuestro sistema no es hacerle daño a nadie, pero tampoco podemos evitar lo que va a ocurrirle. Su propia gente lo ha delatado y aunque él no lo sepa hay muchas personas que conocen su identidad. Ayer llegó a Radam una asesina de la Tyrsenus. No es tan inteligente como Éremos, pero como máquina de matar resulta diez veces más eficaz.

El vehículo que los iba a transportar al Lusitania era un deslizador ligero, del tipo Colibrz, diseñado en origen para llevar dieciséis pasajeros, pero que por causa de ciertas reformas sólo admitía a seis: a estribor había un compartimiento sellado con cerradura magnética y a cola una ametralladora con un puesto de tirador en metacristal que podía desplegarse hacia el exterior.

Extrañado Éremos de que en Radamantis hubiesen vuelto los tiempos del Barón Rojo, Rye le explicó que aquello era un capricho suyo y que hasta el momento sólo lo había utilizado para cazar megápteros.

—¿Y ha cazado muchos? —preguntó Éremos, con desgana.

—¡Ni uno solo!

El Turco estuvo de un humor magnífico durante el vuelo, bromeando con sus hombres, repartiendo tabaco y granos aromáticos, palmeando hombros y espaldas. En un momento dado, incluso se empeñó en rociarlos con la misma colonia que él llevaba, un empalagoso mejunje que hizo arrugar la nariz a Éremos.
«Hay que ir a la partida del siglo oliendo bien»
, se justificó. Tan efervescente se sentía que no podía comprender el ensimismamiento de Éremos, al que veía pegado a la ventanilla y mirando al exterior con aire ausente. Era un día gris y tristón, pero pronto el pequeño deslizador remontó la capa de nubes para volar bajo un cielo despejado. Éremos alegó que estaba concentrándose para la partida, pero aún así Rye se sentó a su lado y lo apabulló con consejos estratégicos, tácticos y psicológicos para derrotar a Sharige.

Tras quince minutos de vuelo, el deslizador aminoró su velocidad para acercarse al Lusitania y conectó los chorros de sustentación vertical. El palacio volador sólo admitía en su hangar vehículos pequeños, como el Colibri u homólogos, y las maniobras de entrada exigían una extremada finura en los pilotos y controladores. Mientras aguardaban suspendidos a una prudencial distancia para recibir instrucciones del Lusitania, Éremos estudió la forma de aquella construcción. Por encima del disco que albergaba el hangar estaba la parte habitable, dos anillos concéntricos acristalados en casi toda su superficie y unidos por pasarelas cerradas; allí se encontraban el restaurante, las salas de juego y esparcimiento y las suites. Coronándolo todo y unido al conjunto por gruesos tensores estaba el globo de vacío, una inmensa esfera dividida en miles de celdillas estancas, que en su pulida superficie reflejaba el azul del cielo y la propia forma distorsionada del deslizador.

El Colibri se dejó llevar por el haz de tracción y entró en el hangar. Allí un controlador dio instrucciones al piloto para hacer rodar el vehículo hasta su lugar de estacionamiento, que le había sido asignado casi en el centro del disco. Había muchas naves aparcadas allí y Éremos pensó que hubiera sido más lógico acomodar los vehículos entrantes desde el centro hacia el perímetro y no al contrario, para evitar maniobras tan complicadas como las que tuvo que hacer el piloto del Colibri. Cuando bajaban por la escalerilla lo comentó a media voz con el Turco.

—Puede estar tranquilo. Lusitania es un lugar neutral y nadie se atrevería a tendernos una trampa aquí.

—¿Quién garantiza la neutralidad?

—Todos los burgraves. Hay palabra por escrito de que se tomarán represalias contra cualquiera que utilice la violencia en este recinto a menos que sea por acuerdo mutuo.

—¿Y si todos los burgraves se pusieran de acuerdo contra uno?

—Nunca ha ocurrido algo así. Puede estar aquí tan seguro o más que en mi propia casa. Además, vamos bien acompañados.

Éremos asintió, no muy convencido, mientras estudiaba la situación del deslizador y el estrecho carril que le quedaba para acceder a la abertura más cercana. El piloto del vehículo, un joven flexible y atlético, peinado con una larga coleta albina, bajó detrás de ellos, y lo siguieron los Dióscuros, los gigantescos gemelos Cástor y Pólux. Todos llevaban armas ligeras debajo de sus ropas; en el Lusitania las admitían siempre que se guardasen las apariencias. Un hombre vestido con un mono azul se acercó para tomar nota de la hora de llegada del deslizador, recibió la firma del piloto y los acompañó al cilindro central por el que una rampa de caracol subía al sector habitable.

Llegados arriba, se encontraron en un recibidor circular de unos ciento cincuenta metros cuadrados, decorado con lujosas alfombras, plantas naturales y una fuente virtual. Allí los aguardaba Alba Tychov, la directora del Lusitania, una elegante mujer de unos cuarenta años y ojos rasgados y escrutadores (se decía de ella que había sido deportada a Radamantis por corrupción de menores de ambos sexos), acompañada por tres agentes de seguridad provistos de petos y subfusiles. Tras darles la bienvenida les comunicó que antes de la partida se estaba celebrando un cóctel en el Salón Chino, donde ya se encontraban el burgrave Sharige y las principales autoridades. Se encaminaban a la pasarela correspondiente cuando les abordó Gaster, vestido con un traje de etiqueta que hubiera sido impecable de corresponder a su talla.

—Señor Rye, me gustaría que me concediera unas palabras para mi periódico.

—No tendría inconveniente, Gaster, pero aquí el verdadero protagonista es el señor Crimson. Pregúntele a él, y no a mí.

Éremos se quedó un momento rezagado con Gaster, ya que éste no tuvo escrúpulos en sujetarle por el codo.

—Ahora no me podrá negar lo de la partida. ¿Piensa dejar en buen lugar el honor de Tifeo?

—Puede comunicar a sus lectores que intentaré dejar en buen lugar mi honor personal. Si éste coincide con el de la ciudad, tanto mejor. De todas formas, si espera al final de la partida podremos hablar de resultados y no de intenciones.

—¿Por qué me dijo que no sabía jugar al kraul?

—Porque en el fondo nunca se domina un juego tan complicado. Disculpe, pero me esperan…

Ya tenía un pie en la pasarela, en la que a mitad de camino el Turco le apremiaba con un gesto impaciente, cuando Gaster le preguntó:

—Por cierto, ¿tiene algo que declarar en relación con la muerte de la señorita Urania Palado, que era conocida como dirigente del grupo Lisístrata?

Éremos volvió sobre sus pasos y agarró por el brazo a Gaster con más energía de la necesaria. Al periodista se le cayó el portátil y al agacharse a recogerlo se le saltó una costura del pantalón.

—¿Qué ha ocurrido?

—¿No lo sabía? —dijo Gaster, mientras se enderezaba trabajosamente—. Esta madrugada alguien torturó a la señorita Palado en su propia casa y después la arrojó por la ventana. Pensé que las autoridades locales lo habrían interrogado ya, puesto que últimamente se le veía mucho con ella.

—¡Crimson! —lo llamó el Turco—. Nos están esperando. Deje a ese moscón para luego y no se preocupe por lo que diga: es tan asalariado mío como usted.

—Luego hablaremos… sobre todo usted —susurró Éremos con una voz tan preñada de amenazas que Gaster se estremeció.

Mientras terminaban de cruzar la pasarela, cuyo suelo transparente creaba la ilusión de que caminaban sobre las nubes, Éremos preguntó al Turco si había oído hablar de Urania Palado. Una joven muy atractiva e inteligente, contestó él, pero poco recomendable para un hombre apasionado como Crimson. Éremos enarcó una ceja, sorprendido del epíteto que le había endosado Rye, pero al pensar en los extraños impulsos que habían guiado sus últimas acciones se preguntó si no tendría algo de razón. En aquel momento sentía lo más parecido a la ira que podía recordar y le costaba pensar con frialdad.

—¿Sabía usted que la han asesinado esta noche?

El Turco le miró con sincera perplejidad, lo cual preocupó a Éremos casi tanto como la propia noticia.

—No tenía la menor idea. Es extraño que nadie me lo haya comunicado.

—Mejor será que tengamos…

Se calló, porque ya estaban desembocando en el Salón Chino, que estaba tan abarrotado de trajes, pieles, joyas, dinero y cócteles como una recepción diplomática. Al momento se vieron rodeados de ojos curiosos por conocer a Éremos, manos que se tendían para estrechar o ser besadas y corteses presentaciones. Aquella aristocracia de los delincuentes actuaba convencida de su papel, aunque Éremos sospechaba que en ellos la educación y la urbanidad tenían el grosor de una capa de barniz.

Por fin le presentaron a Sharige. Era un hombre de su misma estatura y complexión, de unos cuarenta años y rasgos duros y reservados como la piedra. Éremos comprobó que el Turco se ponía nervioso al saludar a Sharige. Era evidente que lo odiaba, pero porque por alguna razón se sentía inferior a él y en el fondo de cada palabra y cada gesto trataba de ganarse su respeto.

—Mi amigo el señor Rye me ha hablado maravillas de usted. Espero que sea una partida interesante y que gane el mejor.

—Comparto sus deseos, señor Sharige. —Éremos dio a su reverencia la inclinación justa, hecho que mereció un gesto aprobativo del japonés.

Después le presentaron a algunos familiares y ayudantes de Sharige. Cuando le llegó el turno al último de éstos, un joven que debía de haber nacido con la sonrisa puesta en la cara, la sorpresa que sintió Éremos fue tal que se olvidó de escuchar el nombre. En aquel planeta casi había olvidado el lector de códigos que tenía instalado bajo la palma de la mano. Al estrechar la mano de aquel hombre, una señal sonó directamente en su córtex auditivo. El lector no podía descifrar todos los detalles del código químico, pero sí lo fundamental: estaba ante un agente de la Tyrsenus. Por fortuna, al propio Éremos sólo le habían implantado el lector y no un código propio y el ayudante de Sharige no dio muestras de haber obtenido una información recíproca. Apartó un momento al Turco, como con intención de discutir algún detalle de la inminente partida, y le puso al corriente sin hablarle del lector.

—En Radam la mitad de la gente está pagada por los tyrsenios —repuso Rye—. No son gente que me guste, pero no creo que haya ningún peligro por ahora. ¡Animo!

—Este hombre no está pagado por la Tyrsenus. El es un agente de la compañía.

—¡No sea tan suspicaz, Crimson! Le veo muy nervioso. Espero que eso no menoscabe su rendimiento en la partida.

—Puede estar tranquilo. Pero yo también lo estaría más si ustedes se mantuvieran alerta. Ya empiezan a ser muchos detalles los que no me gustan.

—Confíe en Cassius Rye, amigo. Nunca dejaría que le pasara nada a un hombre que ha compartido mi mesa.

Si no hubiese escuchado la historia de Yantal Cage, el invitado al que el Turco había hecho envenenar en un banquete delante de más de cien testigos, tal vez habría creído más en sus palabras.

(Preocupado por el hombre del código y más afectado por la muerte de Urania de lo que él mismo hubiera querido reconocer, Éremos no reparó en una hermosa joven que le observaba desde un rincón, a medias parapetada tras una vitrina de hologramas. De haberla visto, a pesar del cabello teñido de negro y las lentillas marrones, su memoria reforzada habría reconocido con sorpresa los rasgos perfectos de Amara, la agente tyrsenia a la que él mismo había asesinado muchos años antes.)

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