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Authors: Javier Negrete

Tags: #Colección NOVA, nº 93

La mirada de las furias (29 page)

BOOK: La mirada de las furias
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La jarra de grueso cristal estalló entre los dedos de Amara sin que el gesto de la joven delatara el menor esfuerzo. Dos regueros de sangre empezaron a gotear hacia su muñeca, pero las heridas tardaron unos segundos en cerrarse por sí solas.

—Creo que se me ha caído la cerveza. ¿Te importa que me pongan otra?

Maldini, impresionado a su pesar, hizo una señal para que sirvieran otra jarra a Amara y prosiguió:

—Voy a decirte la verdad: estoy hasta las pelotas del Turco, y si he de ser sincero él también está hasta las pelotas de mí. Por el momento él tiene más poder que yo en esta ciudad, pero no se atreve a borrarme del mapa por miedo a otros burgraves que me apoyan. Aún así es un venático, y sé que si le provoco demasiado le importar todo tres pimientos y vendrá a por mí. Pero ahora creo que es la ocasión de asestarle el golpe. Si me prometéis apoyarme contra el Turco, yo me encargo de Crimson.

—Te repito que me basto y me sobro con Crimson.

—¡Por favor! Después de lo que he visto, no lo dudo, pero tómatelo como una muestra de buena voluntad. Ya sé que eres muy eficiente, pero preferiría que aquí, en Tifeo, dejaras las cosas en mis manos.

Tomando la nueva jarra que le ofrecían, Amara dio un trago tan largo como para agotar el cuerno de hidromiel del mismísimo Thor, se limpió los labios con el dorso de la mano y dedicó a Maldini una sonrisa envenenada.

—De acuerdo. Haz que tus hombres se encarguen de Crimson. Si me ahorras ese trabajo, prometo que te recompensaré.

—¿Y los tyrsenios… me apoyarán?

—Eso dalo por descontado.

«
Pierde el tiempo, saco de grasa. Así entrenaremos un poco más a Éremos para que esté en forma cuando me lo eche a la cara

Maldini no alcanzaba a entender por qué Amara parecía tan feliz.

Por la tarde, Éremos se encontró con Kaimén en el parque Stockwell, junto al lago. Estaba muy concurrido a aquella hora: había parejas sentadas en los bancos, niños correteando por la hierba bajo la mirada de sus padres, grupos de hombres jugando al fútbol, a la petanca o al disco. Se acomodaron al pie de un árbol y Éremos conectó el distorsionador sónico. Kaimén, siguiendo sus instrucciones, traía una gorra y se había maquillado la frente para tapar la Z que lo delataba como vestigator; pero se había negado a dejar a Polifemo solo, y el mono se dedicó a subir y bajar del árbol constantemente mientras ellos conversaban. Quedaron en que al día siguiente Kaimén tendría su helirreactor en la pista, preparado para el despegue desde media mañana.

—Puedo llegar en cualquier momento del día. ¿Son seguros esos comunicadores que usan ustedes?

—Están codificados. Aquí le he traído uno.

—De acuerdo. Espero que la codificación esté un poco elaborada…

—La cambiamos cada treinta días.

También le dijo que debía tener a Miralles en el helirreactor para cuando él llegase, y le dio su dirección.

—Ya le advierto que no va a querer venir —añadió.

—¿Por qué no lo trae usted, entonces?

—No voy a estar en Tifeo. Le daré un extra de diez mil créditos por traerlo.

—Eso está hecho —repuso Kaimén con una macabra sonrisa.

—Pero no me vale si lo trae muerto o descalabrado. Dróguelo o emborráchelo si hace falta. Recuerde que Miralles me es imprescindible. —Miró a Polifemo, que estaba sacudiendo las ramas del árbol y había hecho caer una bola verde y pegajosa sobre su cabeza—. ¿No podría dejar el mono a un vecino mientras está fuera?

—¿No le cae bien Polifemo? A mí no me gusta la gente a la que no le gusta Polifemo.

—No es que tenga nada contra su mascota, pero no quiero que nada nos estorbe. Podría haber peligro.

—Polifemo ya me salvó la vida una vez. Además, puede sernos muy útil. Tiene instalada en su cabeza una nanocámara conectada conmigo. —Kaimén se arremangó y le mostró un brazalete que llegaba casi hasta el codo; aparte del comunicador, había varias teclas cuya finalidad le era desconocida y una minúscula lente de proyección—. A veces es interesante mandar de exploración a alguien tan pequeño como Polifemo. Es más fácil que pase inadvertido, o que se cuele por sitios inverosímiles, ¿sabe?

Éremos se encogió de hombros.

—Usted sabrá lo que hace. Si no tiene nada que preguntar, hasta mañana.

Se fueron cada uno por un lado. Éremos dio un paseo hasta el borde del acantilado, y después se dirigió al hotel. Allí descansó una hora. Ajustó las pantallas de luz y sonido hasta que el silencio y la oscuridad fueron casi absolutos, se tendió en la cama, cerró los ojos y utilizó sus sistemas de realimentación internos para desintoxicar la mente. Como en la memoria de un ordenador, buscó por los rincones, limpió y recolocó recuerdos, tendió conexiones nuevas y cortó otras viejas.

Sesenta minutos después, terminado el proceso, se incorporó en la cama, inspiró profundamente y encendió la luz. Eran las veinte cincuenta. No tenía nada programado para aquella noche. Al día siguiente sería la partida contra Sharige. Hasta el momento en que pasara a recogerle el coche del Turco disponía de trece horas. Demasiado tiempo para dormir, ya que su estado físico era perfecto y eso significaba que cuatro horas de sueño serían más que suficientes. No había comido muy bien aquel día, así que salir a cenar y regalarse el paladar no sería mala idea. Se imaginó un solomillo en salsa de queso y empezó a segregar saliva como un perro pauloviano. Aquel reflejo no le incomodó, pero sí se irritó cuando los nombres de Urania y Clara acudieron sin ser convocados. O su proceso de realimentación había sido incompleto o realmente el tiempo de hibernación había causado daños en su cerebro.

Mientras se vestía con las ropas que le había regalado el Turco, salmodió entre dientes que nunca había necesitado la compañía de nadie y que seguía siendo así. Podía cenar solo, desde luego, ya lo sabía, pero tampoco tenía la necesidad de hacerlo. Una demostración destinada a sí mismo sería también una señal de debilidad.

Tratando de salir de aquellos bucles mentales que cada vez le tenían más preocupado, organizó la estrategia para la partida del día siguiente mientras caminaba. Absorto en las combinaciones del Tard, la Gashe, el Sindo y el Nahb, apenas reparó en adónde le llevaban sus pasos. Cuando quiso darse cuenta de lo que, seguramente, se había ocultado él solo, estaba ante el portal de Clara.

Una graciosa cabecita holográfica respondió a su llamada.

—¿Sí? Ah, es usted. ¿Quiere subir?

—De acuerdo.

Era curioso que aún no hubieran abandonado el trato formal, pensó en el ascensor. Clara le recibió en la puerta y le invitó a pasar. Era la primera vez que Éremos visitaba su apartamento. Había menos lujo que en el de Urania, pero el ambiente era más cálido y personal.

—Es curioso que no me haya llamado antes por teléfono. Suele ser usted tan… formal —comentó Clara, con expresión divertida.

«
Sí, sobre eso mismo estaba pensando antes
», se dijo Éremos.

—Digamos que se me ocurrió sobre la marcha. Había salido a cenar solo, pero pensé que tal vez no le importaría acompañarme.

Clara objetó que al día siguiente tenía que madrugar, pero lo hizo con poca convicción. «
Volveremos pronto
», le prometió Éremos. Mientras ella se cambiaba en su habitación, examinó los títulos de las estanterías. Muchos clásicos, como era de esperar, y bastantes autores recientes de los que no había oído hablar, la mayoría en formato óptico. Echó un vistazo a uno de los últimos, una reconstrucción novelada de los últimos tiempos de la República romana con hologramas pintorescos y un estilo ampuloso y torpe.

—Puedo dejárselo, ya que le gusta el mundo clásico, pero la verdad, no se lo recomiendo.

Éremos se volvió. Clara se había puesto una falda de terciopelo negro y una blusa amarilla que le sentaban muy bien. Su perfume la precedía: era nuevo, y tenía un toque sensual, muy distinto del aroma casi virginal que solía usar. El maquillaje resaltaba sus ojos, que brillaban con viveza y un punto de picardía.

—Bien, ya estoy. ¿Salimos?

—Está usted muy guapa. Seguro que si fuera así a clase enamoraría a la mitad de los alumnos.

—Muchas gracias. —Su sonrisa era cada vez más encantadora, y empezaba a odiarla por ello—. La verdad es que anteayer me dejaron en la mesa una carta de amor. Ya sabe cómo son los niños…

«
Pues no, no tengo la menor idea
», pensó Éremos. Se podría decir que una vez había sido pequeño, pero nunca niño.

—Por cierto, hoy pienso invitarle yo —añadió Clara.

—De ninguna manera. He venido a buscarla, así que…

Salieron a la calle aún enzarzados en la discusión, y decidieron dejar el desenlace para la hora de los postres. Clara sugirió un pequeño figón cercano.

Antes de llegar al restaurante tuvieron que cruzar una callejuela desierta. Cuando ya se veía el cartel luminoso del local, aparecieron de frente cuatro hombres altos y rubios, uniformados con cazadoras de color púrpura y pesadas botas de cuero. Clara se estremeció y apretó el brazo de Éremos.

—Vámonos de aquí, por favor.

—Esos son de Maldini —susurró Éremos.

—¿Cómo lo sabe?

No contestó. Los matones se detuvieron a tres pasos de ellos. Éremos oyó pisadas a su espalda. Una rápida mirada le reveló que venían otros dos. Permitió que sus cápsulas suprarrenales bombearan una pequeña dosis de adrenalina en sus venas, la suficiente para acelerar sus reacciones y no tanto como para hacerlas precipitadas.

—¿Es usted Jonás Crimson? —preguntó el más alto de ellos. Debía medir casi dos metros y tenía músculos de adicto a los anabolizantes.

—¿Cómo sabe usted mi nombre?

—Eso no importa. Venimos a saldar una deuda.

—¿Una deuda? Ignoro a qué se refieren.

—Sesenta mil créditos. ¿No recuerda haber firmado un contrato? Ya debería de haber pagado.

Éremos miró de nuevo a su espalda. Los otros dos matones se habían detenido a una distancia prudencial, y esperaban cruzados de brazos. De momento, nadie había sacado armas, pero a buen seguro aquellas gruesas cazadoras escondían arsenales surtidos. Se volvió hacia el portavoz del grupo.

—El señor Rye me comunicó que mi deuda con la empresa Caronte quedaba anulada. De todas formas, no veo por aquí a la otra parte del contrato. ¿Dónde está el señor Schmelz?

—Nosotros nos hacemos cargo de sus negocios. ¿Va a pagarnos ahora, o…?

—No suelo llevar encima sesenta mil créditos. Verá, hay mucha gente peligrosa por la calle.

—De eso no cabe duda, amigo.

—Por favor —terció Clara, que estaba temblando de miedo—. Sólo veníamos a cenar. No hemos molestado a nadie.

—Usted cállese. La cosa va con él.

—Entonces dejen que se vaya —repuso Éremos—. Yo hablaré con ustedes lo que tenga que hablar.

El gigante rubio hizo un gesto con la cabeza, indicando a Clara que pasara. Ella se resistió a dejar a Éremos.

—No se preocupe. Entre y pida mesa para dos. Yo no tardaré mucho. Supongo que aquí hay un malentendido.

—No…

Éremos susurró en un tono que jamás había empleado:

—Hágalo por mí, Clara.

Clara pasó con andar vacilante junto a los matones, evitando rozarlos. Uno de ellos hizo ademán de detenerla, pero un gesto del jefe le disuadió. Éremos se sintió más tranquilo cuando vio que ella doblaba la esquina que daba a la puerta del figón. Racionalizó: él solo se podría desenvolver con más soltura, era mejor que ella no presenciara nada de lo que pudiese ocurrir, que se mantuviese al margen… Pero una vocecilla machacona repetía como una cantinela: «
Estás preocupado por ella, estás preocupado por ella.
…»

—Bueno, ahora podemos hablar a solas. —Decidió tomar el control de la situación, más por temor a lo que ocurría dentro de su cabeza que a los sicarios—. Tienen ustedes que ver con el señor Maldini, me imagino.

—Para ser un recién llegado ya has aprendido demasiado —dijo otro, que lucía una mano de metal injertada, con pinchos en los nudillos y espolones retráctiles.

—Sí, nos han dicho que eres un tipo muy listo —añadió el jefe del grupo.

—Tengo entendido que el señor Maldini siente mucho respeto por nuestro burgrave…

La explosión de risotadas que acompañó a su comentario le recordó el primer incidente que había tenido en Tifeo, con aquellos aprendices que habían intentado hacerle revolcarse en el barro. ¿Por qué los cretinos tendían a ser gregarios, y por qué la suma de sus inteligencias solía ser menor que la de los sumandos, ya de por sí poco dotados? El hombre es un burro para el hombre, se dijo con tristeza intelectual.

—Ya que eres tan amigo del Turco, deberías haberle pedido una escolta —dijo el jefe—. Podrías haberte traído a los dos hermanitos. Joe tiene muchas ganas de clavarle los nudillos a Cástor en esa cabezota de cemento.

El tal Joe enarboló su mano forjada y sonrió para exhibir una dentadura que también era de metal. Éremos pensó en sugerirle que arreglara sus diferencias con Cástor jugando al ajedrez, pero era dudoso que supiera apreciar la ironía.

—Bueno, amigos, siento tener que dejarles, pero me conviene cenar pronto y retirarme a descansar. Mañana tengo una partida de kraul con el señor Sharige. Su patrón no querrá que se enfaden con él dos burgraves, ¿no creen?

Más carcajadas de majadero.

—Tú no te vas hasta que no terminemos contigo.

—¿No se dan cuenta de que si me hacen algo, tal vez el Turco se lo tome como un casus belli?

Evidentemente, ninguno de ellos estaba muy ducho en derecho latino. Éremos podía oler su impaciencia, pero había en ella también algo de miedo. Que él se comportara con tanto aplomo en una situación de clara inferioridad les desconcertaba. Seguramente, con lo poco que daban sus recursos mentales, estaban dudando de si faroleaba o por el contrario disponía de algún medio de defensa que ignoraran.

—Que le den por culo al Turco y a todos los suyos —decidió el jefe—. Cuando no se pagan las deudas con dinero, se pagan con dolor y sangre. Tuyos, por supuesto.

—Una frase muy meritoria —reconoció Éremos, sorprendido por la metáfora—. Ahora, me gustaría que se apartaran. No está bien hacer esperar a una dama.

El figón era pequeño y acogedor. Los clientes se sentaban en parejas o grupos pequeños y el tono de las conversaciones era quedo y sosegado. En un rincón había una chimenea auténtica, con leños aromáticos que crepitaban amistosos. Casi al lado estaba sentada Clara, pálida y fría como mármol pese a la cercanía del fuego. Cuando vio entrar a Éremos abrió unos ojos como platos.

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