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Authors: Javier Negrete

Tags: #Colección NOVA, nº 93

La mirada de las furias (24 page)

BOOK: La mirada de las furias
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—Tal vez. ¿A quién buscas?

—A un vestigator llamado Kaimén. Urania enarcó las cejas, sorprendida.

—¡Vaya! Me pregunto qué negocios te traers para necesitar los servicios de un vestigator. ¿O es que es un amigo de la infancia?

—Pretendía hacer algo de turismo por el Tártaro.

—Para eso te podría valer cualquiera. ¿Por qué el tal Kaimén en particular?

—Eres muy curiosa. Tú dime si sabes dónde está y cuando te vea ya te contaré… o te daré algo a cambio.

Ella sonrió y chasqueó la lengua como si anticipara el sabor de un buen vino.

—Menudo elemento ests hecho, señor Crimson. Mira, llámame dentro de cinco minutos, ¿quieres? Te advierto que estoy distrayendo tiempo de mi deber para dedicártelo a ti, así que…

—Entiendo. No te preocupes, que todo será compensado.

Éremos le dio diez minutos de margen, y mientras tanto fue a un bar cercano y pidió una cerveza, que resultó ser afrutada y no le gustó demasiado. Cuando volvió a llamar, Urania le atendió directamente.

—Lo siento. Imposible localizarlo. Su número no está en la guía y no aparecen referencias en la red. He llamado al gremio y tampoco me dicen nada. Ahora, te tengo que dejar. ¿Cuándo nos vemos?

—Mañana te volveré a llamar, ¿de acuerdo?

—Muy bien. Hasta mañana.

«
Referencias en la red
», se repitió Éremos. Por lo que había podido comprobar, existía en Radamantis un sistema de configuración muy primitiva, aún varios niveles por debajo de lo que permitían las normas generales. Si Kaimén había estado en ella y él u otra persona habían borrado las referencias, podría localizarlo gracias a su código Cero. El mismo teléfono ofrecía la posibilidad de acceder al sistema, pero su minúsculo teclado hacía muy difícil la tarea que debía realizar. No muy lejos encontró una tienda de artículos informáticos en la que por cien créditos le dieron una hora de acceso de terminal. Se sentó en un rincón, conectó la antipara de distorsión visual, estiró los dedos como un pianista antes del concierto y se dispuso a interpretar al teclado la vieja sinfonía del hacker husmeando en arcanos electrónicos.

Aquel sistema debía de estar anticuado ya cuando él salió de la piscina incubadora. En diez minutos había conseguido tal grado de acceso que todas las cuentas, documentos y conversaciones privadas de los burgraves y miembros de los concejos locales se abrieron a su disposición. Consultó las referencias al accidente de Cerbero y encontró algunas instrucciones que conminaban a mantener el secreto sobre aquel hecho, un vídeo que sospechó sería el mismo que tenía Urania y que prefirió no ver de nuevo, y comentarios crípticos sobre los tecnos y el «Objeto l». Aquello sí era interesante, pero no pudo ampliar la información. Al menos había recibido la primera confirmación documental sobre la existencia de la nave Tritónide. Parecía claro que los tecnos la tenían en su poder, como ya había intuido por diversas alusiones, pero lo que resultaba imposible de averiguar era la identidad y localización de tales tecnos. Newton le había hablado de «poderes fácticos» antes de enviarle a la misión, y no se refería exactamente a la Tyrsenus. Por encima de ésta, de los Concejos, de Lisístrata, de aquellos descendientes de filibusteros que se hacían llamar burgraves, estaba claro que había algo más: un poder que acaso no tuviera control total sobre los demás, pero sí podía mantener actividades al margen y forzar a que los otros mantuvieran el secreto. Los tecnos. Creadores de ingenios en ocasiones, aprendices de brujos en otras… ¿Le daría tiempo a llegar ante ellos antes de que enviasen todo el planeta a la octava dimensión?

Meneó la cabeza. Había que ir por partes, y ahora estaba buscando al vestigator. Lo que pretendía de momento era llegar a la caverna esférica de Miralles y averiguar quién o qué era el Apolo que había otorgado la maldición de la profecía a aquella Casandra tripuda y alcoholizada.

Había veinticuatro personas con licencia de vestigatores en Radamantis, y ninguna de ellas respondía al nombre de Kaimén. Por si alguno de ellos fuera Kaimén con otro nombre, grabó todas las fotos para enseñárselas a Miralles. Empezaba a andar corto de dinero, de modo que lo hizo con un microcristal que las proyectaba en cualquier superficie blanca acercándolo a un foco de luz; un procedimiento algo rústico, pero sólo le cobraron veinte créditos por hacerlo. Después prosiguió con sus pesquisas, y encontró una referencia a la expedición de Miralles, Kaimén y Maika Tilman, pero cuando quiso ampliar comprobó que el archivo había sido borrado hasta el último bit y no había modo de recuperar nada ni siquiera con su código Cero. Tentando otra ruta, revisó los historiales de diversos vestigatores, hasta que encontró a uno prometedor, un tal Zuilo, que trece meses atrás, por la época en que Kaimén ofreciera sus servicios en la térmica 7, había realizado exploraciones por aquella zona. Tal vez supiera algo del huidizo Kaimén. Le quedaban quince minutos de acceso a sistema, de modo que trató de comunicar directamente con el vestigator.

Después de que la señal sonara durante un minuto entero, se materializó ante él la cabeza alargada y rapada al cero del tal Zuilo —no había pérdida, tenía tatuada una Z en la frente—. El rostro era hostil, y hasta las orejas desabrochadas se proyectaban hacia delante con agresividad.

—¿Quién demonios me llama a esta hora?

—Pensé que no era mala hora. Son las diecisiete y…

—Siempre es mala hora para dar el coñazo. ¿No ve que me ha pillado poniendo un huevo?

Éremos tardó un par de segundos en darse cuenta de que se refería a funciones excretorias y agradeció que la imagen sólo mostrara el rostro. Ahora entendía cierta dilatación de las venas del cuello.

—Lo lamento, pero tal vez si usted hubiera indicado en su número «No disponible en este momento» o algo así, yo me habría esperado.

—Da igual. Ya que he descolgado, suelte lo suyo mientras yo suelto lo mío.

Si el vestigator no se encontraba ridículo conversando de aquella guisa, no sería Éremos quien se incomodara. Recordó que los romanos tenían la costumbre de departir amigablemente mientras estaban sentados en sus letrinas colectivas y empezó:

—Necesito los servicios de un vestigator para viajar a una plataforma cuyo emplazamiento exacto desconozco.

—Evidentemente. ¿Para qué querría un vestigator si no? Cobro veinte mil por día.

—Va usted al grano. ¿Qué hay que hacer para convertirse en vestigator? Con esa tarifa me retiraría en dos o tres años a Síbaris.

—Para convertirse en vestigator hay que tener los huevos gordos como melones. ¿Cumple usted ese requisito?

—Me temo que no llego a tanto volumen.

—Pues muérase de asco y pague a los que sí los tenemos. Si no le importa, ya que me ha cortado, me voy a levantar.

Éremos, que era un tanto remilgado en asuntos escatológicos, apartó la vista durante unos segundos de la pantalla, temiendo que mostrase casi cualquier cosa. Se escuchó un chorro de agua, un secador, y el vestigator volvió a hablar.

—Bueno, ¿me va a explicar dónde quiere ir o encima tendré que preguntárselo yo?

Ahora Zuilo estaba meciéndose en un butacón con un enorme vaso de refresco, o tal vez un cóctel, del que sorbía ruidosamente con una pajita. Se le veía más relajado, aunque, según él, la llamada de Éremos le había impedido vaciar convenientemente sus intestinos. Un animalillo, una especie de mono mutante provisto de cola bífida y grandes ojos de lémur, saltó sobre su hombro y empezó a darle lametones debajo de la oreja.

—Es un lugar al norte de la térmica 7, y en un nivel muy bajo, casi ya en el mismo Piriflegetón. Creo que conoce bien esa zona.

—Al norte de la térmica 7 la grieta del Tártaro sigue dos mil quinientos kilómetros hasta que se cruza con la de Wilson. No pretenderá que me haya pateado todo ese territorio, así que podría precisar un poco más.

—Me es difícil hacerlo. Supongo que habrá oído hablar de un compañero suyo, un hombre llamado Kaimén.

La Zque tenía en la frente se arrugó, suspicaz.

—Kaimén… ¿Qué quiere saber de él?

—Hace un tiempo, trece meses para ser exacto, Kaimén exploró el lugar al que yo quiero ir. Iba acompañado por dos técnicos de la térmica 7, y volvió sólo con uno de ellos. ¿Le suena esa historia?

—Vagamente. Y no he vuelto a oír hablar de Kaimén. La verdad es que me estoy dando cuenta de que no me gusta su cara, así que se puede usted meter sus treinta mil créditos por el culo.

—¿No eran veinte?

—Treinta mejor, para que le duela más cuando se los meta.

Zuilo colgó sin despedirse. Aun recibiéndolo a través de una imagen, Éremos había podido percatarse de que mentía, y no «vagamente». Aquel hombre conocía a Kaimén y estaba ocultando lo que sabía por razones de peso. Comprobó la dirección en el ordenador. El vestigator estaba, al menos por el momento, en la ciudad de Kore. En los cinco minutos que le quedaban de acceso a red, comprobó la situación de Kore y se informó sobre medios de transporte para hacer una visita en persona a Zuilo. Había un vuelo directo cada dos días, y costaba diez mil créditos. Éremos silbó entre dientes. En el auténtico infierno, bastaba con pagar un óbolo a Caronte. Las tarifas de transporte en Radamantis no tenían nada que envidiar a las de los Tritones, pero éstos al menos llevaban a sus pasajeros de estrella en estrella.

El próximo vuelo era al día siguiente, a las once y media. Éremos trató de hacer una reserva, pero no se admitían. «Viva el servicio al cliente», musitó mientras salía del sistema y desactivaba la antipara.

—¿Le ha sido provechosa la hora? —le preguntó el dependiente mientras registraba el cobro de los cien créditos.

—En parte sí, y en parte no. Muchas gracias.

Éremos volvió a colgarse a la espalda la bolsa de las armas y salió a la calle. Eran las dieciocho. Comprobó que aún tenía catorce mil créditos. Podía pagarse el billete hasta Kore, pero le iba a quedar muy poco margen de actuación con los cuatro mil restantes. Aquella noche, pues, tocaba incursión de rapiña en el casino.

Depositó en la consigna del hotel la bolsa con el rifle, tiró a la basura el bastón neurónico, se ató a la muñeca el cuchillo, guardó la pistola en forma de pitillera en un bolsillo de la chaqueta y adoptó al brazalete un reloj para disimularlo mejor. A las dieciocho treinta, marcó el número de Clara Villar, sin saber muy bien por qué lo hacía. Sonaron cinco señales, y ya iba a colgar, casi aliviado de que ella no estuviera en casa, cuando la voz de la maestra respondió.

—¿Dígame?

—Buenas tardes, Clara.

—Ah, es usted. Buenas tardes. ¿Qué tal su tercer día en Radamantis? Con la progresión que lleva, supongo que ya lo habrán nombrado miembro del concejo.

—Me han prometido que juraré el cargo pasado mañana. Precisamente estaba pensando en que una persona que va a ser tan importante como yo debería tener un vestuario más amplio y a juego con su posición. ¿Estádispuesta a seguir siendo mi asesora de imagen?

—¿El puesto supone que además debo subvencionarle el vestuario, o…?

—No se preocupe, es un empleo sin cargas onerosas. Paso a recogerla en quince minutos, ¿de acuerdo? Hasta luego.

Cuando se encontraron, Clara protestó por el poco tiempo que Éremos le había dejado para arreglarse. Sin embargo, sólo había tardado un minuto en bajar a la calle desde la llamada al portal. «Seguro que Urania me habría hecho esperar más», se dijo Éremos.

Éremos compró una cazadora de color marrón oscuro, un pantalón azul de algodón, una camisa holgada y unas botas negras de hebillas magnéticas. Clara, a la que sólo consultó de pasada, hizo algún comentario irónico sobre las ropas que llevaban los altos cargos en los últimos tiempos. «
Pienso introducir un aire deportivo en la política
», explicó Éremos. Después pasearon hasta el acantilado, vieron cómo las sombras de aquella vertiente del Tártaro se proyectaban al otro lado, tomaron un refresco y se despidieron en la puerta de Clara cuando empezaba a cerrar la noche.

Mientras se dirigía al hotel para dejar su nuevo cargamento de compras, Éremos se preguntó para qué había llamado a la maestra. En sí su compañía no era ningún problema, pero estaba acostumbrado a que cada acto de su vida, incluso el más nimio, tuviera una razón, y en este caso era incapaz de encontrarla.

Cenó en el propio hotel, cuya cocina era mediocre y algo cara. Ya había terminado y estaba apurando el bourbon que había pedido en lugar de postre cuando alguien conocido tomó asiento frente a él. Tardó un segundo en recordar quién era: Gaster, el periodista del Adelantado de Tifeo, capaz de provocar raras unanimidades en su contra.

—Buenas noches, señor Crimson. Espero no molestarle.

—Por supuesto que no, señor… eh…

—Gaster.

—¡Ah, sí! Era usted escritor, o algo así, ¿no?

—Periodista. Trabajo en el Adelantado.

Éremos escrutó el rostro de Gaster y pensó en invitarle a que tomara una copa allí mismo, pero sospechando que la aceptaría prefirió callarse.

—Usted dirá.

—He oído decir que va usted a jugar una partida de kraul con el burgrave Sharige, y he venido a verle en orden a confirmar ese extremo.

—¿Una partida de kraul? ¿Y con el burgrave Shi…Shagi…?

—Sharige. Es el burgrave de Euríalo, la ciudad más importante de Radam.

—Entiendo. Pues me temo que no voy a poder confirmarle nada. No tengo el gusto de conocer a ese señor, y ademástendría que aprender a jugar al kraul. Lo mío son los dados y el parchís, ¿sabe?

Gaster adelantó su tozuda mandíbula con irritación.

—He recibido mi noticia de muy buenas fuentes, aunque no puedo revelarlas.

—Serán tan secretas como las fuentes del Nilo, entonces. Bueno, señor Gaster, ha sido un placer ser entrevistado por usted, pero me temo que debo retirarme. Tengo una cita con una adorable dama y ya supondrá que no es mi intención hacerla esperar.

Cuando ya salía por la puerta del comedor, se dio la vuelta y chistó a Gaster, que de pura perplejidad aún no se había movido del asiento.

—Por cierto, si quiere mejorar su estilo literario, mejor ser que no diga en orden a confirmar. Un simple para confirmar sería más elegante. Buenas noches.

26 de Noviembre

Al día siguiente, cuando bajó a recepción, le comunicaron que el Turco había dejado recado de que se pusiese en contacto con él. Utilizó el teléfono del hotel y no tardaron en pasarle con Rye, que estaba leyendo un grueso volumen mientras masticaba los granos aromáticos a que tan aficionado era.

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