Read La mirada de las furias Online

Authors: Javier Negrete

Tags: #Colección NOVA, nº 93

La mirada de las furias (10 page)

BOOK: La mirada de las furias
6.6Mb size Format: txt, pdf, ePub
ads

—Se baja en Tifeo —informó Schmelz con hosquedad. También tenía que mirar hacia arriba para hablar con la mujer, y era obvio que esa inferioridad le molestaba—. Es mejor que se quede aquí para evitar problemas con los demás.

—Ya, para que me los dé a mí.

—¿Tienes miedo de un solo hombre, Silke?

La valquiria evaluó a Éremos con una mirada despectiva y encogió sus hombros macizos.

—Está bien, muñeco, puedes quedarte aquí. Pero no quieras hacer travesuras con las chicas, o…

Silke tabaleó expresiva en la empuñadura de su arma, un bastón neurónico. Éremos asintió con un gesto estudiadamente sumiso y evitó cruzar su mirada con la de ella, para no intimidarla. Schmelz se despidió de él clavándole un dedo junto a la clavícula y recordándole que tuviera preparado «lo suyo» en el plazo fijado.

Éremos se quedó solo en el compartimiento con las siete convictas, que cuchicheaban entre sí y miraban de soslayo a sus guardianas. El hombre de la Honic se pegó a una ventanilla que ofrecía una magnífica vista del panorama y no volvió a moverse en todo el trayecto.

El teleférico descendía en un ángulo tan pronunciado que parecía milagroso que no se precipitara en una caída descontrolada. Bajo él desfilaban afiladas formaciones rocosas que amenazaban cortar su trayectoria con pétreas dentelladas. De cuando en cuando se abría una pequeña terraza, y en algunos casos se veían edificaciones aisladas, domos o cubos de hormigón.

—Son puestos de los vestigatores —explicó la voz de la valquiria. Aquella información no estaba dirigida a él, pero Éremos, sin revelarlo en ningún movimiento, aguzó el oído para absorberlo todo.

Supo así que los vestigatores eran exploradores que se movían como afanosas hormigas por los bordes del cañón, buscando sendas en los lugares más inaccesibles y nuevos recursos en las zonas más baldías. Tipos solitarios, orgullosos y con tendencia a mostrarse violentos; las palabras de la valquiria delataban admiración o tal vez envidia.

Pasada una gran cresta gris, la ciudad de Tifeo apareció de golpe ante sus ojos. El teleférico bajaba a demasiada velocidad para permitirle apreciar los detalles, pero Éremos pudo comprobar que al norte y al este había otro acantilado dibujando el límite de la población, mientras que a la derecha —el sur— se extendía un frondoso bosque de copas verdes y amarillas. Las edificaciones eran del estilo espacio-colonial típico de todos los asentamientos humanos en nuevos planetas; es decir, carecían de estilo alguno. Si había alguna norma, ésta era la heterogeneidad. En la parte central que asomaba al gran cañón se adivinaban los edificios más altos, forjados en acero y cristal. También había aquí y allá construcciones de piedra, adornadas con algún tipo de material que reflejaba la rojiza luz de Hades en caóticos diseños. Lo que más abundaba era el plástico, pero los constructores de la ciudad se habían esforzado por dar a sus viviendas formas y colores personales, y aunque el conjunto andaba muy lejos del buen gusto, huía de la monotonía de otros lugares que había visitado Éremos.

La estación del teleférico se encontraba en el límite norte de la ciudad. Allí se bajó junto con las prisioneras, entre comentarios y aporreos masculinos al otro lado del cristal, dirigidos más al propio Éremos que a las mujeres. Entre el funicular y la plataforma quedaba un hueco de unos veinte centímetros por el que se atisbaba la caída al vacío. Algunas de las convictas lo pasaron con saltos nerviosos, mientras otras se asomaban con curiosidad al abismo.

En la estación había otro grupo de mujeres, ataviadas informalmente, que recibieron a las convictas en una dependencia aneja. Éremos se encontró solo en la plataforma, viendo cómo el teleférico descendía hacia las honduras del Tártaro. Una auténtica catábasis a los infiernos: los pioneros del planeta, puestos a continuar con la humorada de los nombres mitológicos, habían bautizado a la corriente de magma que corría por el fondo de la grieta Piriflegetón, o «inflamado en llamas», uno de los ríos del Hades griego.

¿Qué hacer ahora? Se encaminó hacia la salida, para lo cual tuvo que atravesar un detector automatizado que no emitió ninguna señal, como era lógico, pues no llevaba encima más que el mono rojo y las sofisticaciones técnicas del interior de su cuerpo eran orgánicas. En el control de entrada y salida había un joven de raza negra, sentado ante un par de pantallas y un cuadro de luces que mostraban la situación de los diversos funiculares.

—Tú, mono-rojo, ¿eres el chalado que se ha apostado la cabeza con Schmelz?

Éremos se sorprendió de que aquel hombre tratara así a un desconocido que tanto podía ser un estafador como un psicópata genocida. Después reparó en que tenía la mano derecha debajo del mostrador y en que su codo se movía como si jugueteara con algo. Un arma.

—No es del todo exacto, pero podría decir que sí.

—Me han contado la historia mientras bajabais. Andate con cuidado con los bodakes… si es que consigues mantener la cabeza sobre el cuello un par de días más.

En el fondo, decidió, la actitud del joven no era tan agresiva. Probablemente al propio Schmelz se le habría escapado algún comentario admirativo acerca de la actitud de Éremos ante aquellos depredadores; podía apostar a que en él aparecía la palabra «pelotas» o algún otro sinónimo.

—¿Es que hay bodakes sueltos en la ciudad?

—Sueltos no, pero ándate con cuidado, te repito.

Su interlocutor no parecía dispuesto a dar más explicaciones sobre aquel particular. Sin prestarle mayor atención, dirigió la mirada al cuadro de control para teclear algo.

—¿Y ahora qué se supone que debo hacer? —preguntó Éremos en el tono más cortés que pudo modular. El joven negro levantó la mirada y le obsequió con una enorme y reluciente sonrisa de sarcasmo.

—Búscate la vida, amigo. Esto no es un centro benéfico.

—¿No hay ninguna formalidad que deba cumplimentar, o alguna norma para seguir?

—La primera norma es no dar el coñazo. Y la segunda, aprenderte las demás normas tú solo. ¿Qué tal si te pierdes y me dejas trabajar?

La mano derecha volvía a estar debajo del mostrador. Éremos decidió que no convenía forzar más la situación, se encogió de hombros y salió de la estación.

Ya estaba en la ciudad de Tifeo, y al parecer no se le consideraba ni preso ni convicto. Levantó la mirada hacia los hostiles bastiones de roca que se levantaban línea tras línea al oeste de la ciudad. Un teleférico verde subía hacia la plataforma en la que les había dejado la policía. Desde aquella distancia parecía un frágil juguete.

El problema resultaba casi peor que el de ser un convicto: no era nada más que un novato, ignorante de la sociedad que se iba a encontrar, de las normas que la regían y los poderes que la controlaban. Una astilla de la Honyc clavada en lo que tal vez fuese el secreto feudo de su mayor enemigo, la Tyrsenus. No tenía más remedio que internarse en la ciudad y esperar o provocar acontecimientos. Veía dos prioridades: conseguir dinero, entre otras cosas por si se veía obligado a pagar la deuda a Schmelz, y librarse del mono rojo que, por lo que veía en los transeúntes de aquella parte de la ciudad, no parecía la vestimenta más habitual. Para lo segundo, necesitaba lo primero; y probablemente la proposición inversa también fuese cierta.

Se encontraba en una plaza de forma irregular, sólo a medias asfaltada. En una esquina, un equipo de obreros taladraba el suelo para reparar conducciones, o tal vez para estropearlas: difícil de decidir. Había algunos vehículos eléctricos, aunque por lo general la gente caminaba a pie. Siguiendo su ejemplo y haciendo caso omiso de las miradas que atraía su mono rojo, se dirigió a la calle más amplia que salía de la plaza, en dirección al centro de la ciudad.

El estilo de aquella zona recordaba al de los antiguos suburbios de las megalópolis de principios del siglo XXI, como México. Todos los materiales eran buenos para la construcción: maderas viejas, planchas de plástico, incluso el antiquísimo adobe. Aislados entre los barracones, se veían edificios de varios pisos. Pasó al lado de una casa de piedra rodeada por una tapia; para los criterios del lugar debía de ser una auténtica mansión. ¿Quién viviría en ella? A buen seguro que, por más que el GNU hubiera dejado aquel planeta prácticamente abandonado a su suerte, se había desarrollado una jerarquía social. La gente no podía haber sobrevivido todo aquel tiempo obedeciendo simplemente la ley del más fuerte.

Aunque, se dijo, la ley y la fuerza siempre acababan siendo lo mismo. Era precisamente la última clase que había dejado pendiente, la explicación del diálogo entre atenienses y melios. Una verdad que aceptaba sin melancolía ni placer, como un hecho más del cosmos.

Aparte de coches eléctricos, se veían otros vehículos de diversas formas y mecánicas: camiones, motocarros, bicicletas e incluso algún que otro carromato tirado por bestias de carga nativas e importadas. Las vestimentas de los lugareños eran igualmente variopintas: trajes, túnicas, vestidos largos, monos de trabajo, clmides, ropas informales. Lo único que no estaba de moda era el rojo de su mono, a juzgar por las miradas de curiosidad, conmiseración o abierto desprecio que recibía.

—¡Eh, tú!

Éremos se volvió, presagiando problemas. Había un grupo de seis o siete jóvenes, apoyados en la pared de un barracón, que le miraban con declarada hostilidad.

—¿Es a mí?

—¿A quién va a ser, rojo de mierda? —Un muchacho rubio, muy alto y corpulento, con una enorme panza que delataba una prematura afición a la cerveza, se adelantó del grupo. Como los demás, vestía una cazadora gris llena de costurones que parecía ser el distintivo de aquella reducida tribu. Todos ellos tenían aspecto de haber nacido ya en Radamantis—. Tienes la típica pinta de gilipollas de un recién llegado. ¿Qué pasa, no ganaste para ropa decente en las térmicas?

—Me temo que no supe controlar demasiado bien mis gastos.

—«Controlar mis gastos, controlar mis gastos» —le remedó aquella especie de teutón con acné—. Si sigues hablando por este barrio como un gilipollas, alguien te va a partir la cara.

Los demás corearon a su aparente líder con compulsivas carcajadas. Éremos se preguntó si entre todos sumarían cien puntos de coeficiente intelectual.

—Muchas gracias por el consejo.

Éremos era consciente de que estaba irritando al cachorro de mastodonte, pero no se le ocurría forma alguna de no hacerlo. Al parecer, ya que no le podían despojar de ninguna pertenencia, la perspectiva más cercana era pasar por algún tipo de humillación.

—No nos gustan los monos rojos, ¿eh, Fred? —comentó otro de ellos.

—No, no nos gustan —respondió el rubio. Al menos, Éremos había averiguado dos cosas: A) que el mastodonte se llamaba Fred y B) que, en efecto, era dudoso que entre todos alcanzaran los cien puntos de CI.

—Lo siento. Por el momento, no dispongo de otra ropa. Así que, por no molestaros, creo que…

—Es que además lo tienes demasiado limpio. Si no quieres que la gente se meta contigo, tendrás que teñirlo. ¿Qué os parece si se lo oscurece con barro? —preguntó Fred, dirigiéndose a su coro, que respondió con guturales de complacencia.

Éremos miró a su alrededor. Aunque aquella parte de la calle estaba sin asfaltar, no había lodo ni agua allí.

—No veo barro.

El paquidermo se desabrochó el pantalón, exhibió un miembro fláccido y blancuzco como un gusano y empezó a orinar delante de Éremos.

—Ahora vas a tener barro.

Éremos sopesó la situación en una décima de segundo. A) no le apetecía revolcarse en el charco que había formado la caudalosa meada de aquella máquina de ingerir cerveza. B) si le pegaba una patada en los testículos y salía corriendo, no le iban a alcanzar.

—¡Hijo de…! —resopló el mostrenco con el poco aliento que le quedó después de recibir el golpe.

«
Bien
», se dijo Éremos unos minutos después, cuando juzgó que ya había puesto suficientes calles de por medio. «
La primera actuación del superagente de la Honyc se ha saldado con éxito. Bajas enemigas, una; propias, cero

Siguió caminando sin rumbo fijo. Según se internaba en la ciudad, comprobó que mejoraban tanto el asfaltado de las calles como la construcción de las casas y el mismo aspecto de los vecinos. Lo que no cambiaba era la universal mirada de reprobación que recibía por su indumentaria. Cuando llevaba caminando una media hora, se detuvo frente a la puerta de una taberna. Su estómago estaba reclamando alguna atención; no había comido nada desde los aperitivos del Pincio, y ni siquiera sabía cuánto tiempo había transcurrido desde entonces.

El bar era más pulcro y luminoso de lo que se había esperado. Había unos cuantos grupos de paisanos, sentados en mesas de plástico y entregados al dominó y otros juegos. Junto a un rincón pudo ver una curiosa mquina en la que un cliente introducía monedas una tras otra, al parecer sin otro fin que el de producir una musiquita alegre y absurda, ver cómo unos dibujos de colores daban vueltas y de vez en cuando blasfemar y dar patadas al artefacto. «Esta puta máquina, que no canta el especial…», salmodiaba. La camarera, una mujer de unos cincuenta años, limpiaba unos vasos con el delantal. No bien vio entrar a Éremos, le dirigió una aguerrida mirada de amazona y le espetó:

—Aquí no servimos a los rojos. —Unos cuantos clientes levantaron la mirada, intuyendo algo de diversión.

—¿Por qué? —preguntó Éremos, acercándose a la barra—. ¿Algún prejuicio contra el color rojo?

—No. Prejuicio contra los que vienen sin blanca.

—¿Cómo? Me aseguraron que aquí no había dinero —objetó Éremos, fingiendo ingenuidad.

—Ya, y yo doy de comer y beber a la gente por caridad cristiana. ¿No me has visto que tengo un aire a la Piedad de Miguel Ángel? —respondió la camarera. Seguramente era una mujer ocurrente y hasta simpática con los clientes que no vestían de rojo. Por desgracia, no era el caso de Éremos.

—¿Qué moneda se utiliza aquí? ¿O la economía es de trueque?

—Pues sí señor, es de trueque. Tú me das dinero y yo te lo cambio por cerveza.

—Me hago cargo. Y ¿qué puedo hacer para conseguir dinero?

—Robar, matar, trabajar: lo que quieras.

—Bien, pues déme trabajo.

La carcajada de la camarera fue tan estridente que acalló hasta los golpes que restallaban en las mesas de dominó.

—¿Habéis oído lo que me dice este rojo? ¡Que le dé trabajo! —Ahora las risotadas se organizaron en un coro—. ¡Una patada en el culo es lo que te voy a dar como no levantes el vuelo de aquí! ¿Quién va a dar trabajo a un novato tan novato que hasta sube a la ciudad con el mono rojo?

BOOK: La mirada de las furias
6.6Mb size Format: txt, pdf, ePub
ads

Other books

Misery by Stephen King
Freedom in the Smokies by Becca Jameson
Zoya by Danielle Steel
Say Her Name by Francisco Goldman
Bearing It All by Vonnie Davis